Tejiendo una vida en la “Flor de Lis” de Elena Poniatowska – Parte 5

«TEJIENDO UNA VIDA EN LA “FLOR DE LIS” DE ELENA PONIATOWSKA.
AUTOBIOGRAFÍA Y MITO INTERIOR, UNA LECTURA ARQUETÍPICA»

Quinta Parte

Mónica Pinilla Pineda

Mónica Pinilla es Psicóloga, M.S. en Literatura. Es Miembro de la Asociación para el Desarrollo de la Psicología Analítica en Colombia (ADEPAC), Directora del Centro de Asesoría Psicológica de la Universidad Javeriana en Bogotá. El presenta documento es el Trabajo de grado presentado como requisito para optar por el título de Magistra en Literatura en esta misma Universidad, el mes de julio de 2007. Es igualmente el trabajo de promoción en ADEPAC para Miembro Titular. Email:monica.pinilla@javeriana.edu.co


Elena Poniatowska

 

3.1.2. Luz, anima y madre

En La “Flor de Lis” se hace un homenaje a la madre. Mariana vuelve al punto de partida de su existencia, a su madre: Luz con su particular manera de hacer presencia. La madre es el eje del relato; desde la primera línea de la novela Mariana la anuncia: “La veo salir de un ropero antiguo” y hasta la última línea la llama: “Es entonces cuando te pregunto, mamá, mi madre, mi corazón, mi madre, mi corazón, mi madre, mamá la tristeza que siento, ¿ésa dónde la pongo? ¿Dónde, mamá?”. Principio y fin dedicados a Luz, nos indica un círculo mítico que gira en torno a la madre, una madre ligada a su corazón, órgano que tradicionalmente está asociado al sentimiento. Luz es, sin duda, una figura cargada de una fuerte emoción en la vida de Mariana. Como lo afirma Jung (1979), cuando estamos ante una imagen con una fuerte emoción ligada a ella, estamos ante la presencia de una figura arquetípica: en este caso el arquetipo de la madre.

Christine Downing en su libro La Diosa. Imágenes mitológicas de lo femenino hace referencia a la necesidad que tenemos en nuestros tiempos de volver a lo que simbólicamente representa lo femenino. En una cultura que se ha apartado del contacto con La Diosa, esta necesidad se expresa, entre otras manifestaciones, en la búsqueda de muchas mujeres de re–conectarse consigo mismas y con otras mujeres. Es así como:

Mientras intentamos re–imaginarnos, regresamos de forma natural a los principios, a la tradición arcaica de la Gran Madre, una madre que ya conocemos, al menos en nuestro inconsciente. Aquí, encontrar es, por supuesto, recordar. Pues al principio, al comienzo de nuestra infancia, dios, el poder divino inmediatamente presente, era para todos nosotros una mujer: nuestra madre. La búsqueda de nuestros orígenes nos devuelve inmediatamente a ella. (Downing, 1999, p. 16–17).

Se vincula aquí a la madre con el retorno a nuestros orígenes, lo que nos pone en contacto, una vez más, con ese sentido ya nombrado de la autobiografía como revelación de un mito interior. Mariana, a través del relato de su vida infantil y juvenil, nos permite reconocer la profunda huella que imprime a su mito la madre, a la vez que nos acerca a un universo doméstico familiar en el que estuvo rodeada de otras mujeres que también contribuyeron a configurar su personalidad. Con una mirada retrospectiva aparece de pronto la narradora hablando de la niña que fue, y del amor a su madre, figura vivida como una presencia volátil e inalcanzable:

Yo era una niña enamorada como loca. Una niña que aguarda horas enteras. Una niña como un perro. Una niña allí detenida entre dos puertas, sostenida por su amor. Una niña arriba de la escalera, esperando. Una niña junto a la ventana. El sólo verla justificaba todas mis horas de esperanza. Claro, hacía otras cosas; iba a la escuela, me esmeraba, tocaba el piano,…quería merecerla, en el fondo, la esperaba y el sólo verla coronaba mis esfuerzos. Era una mi ilusión: estar con ella, jamás insistía yo frente a ella, pero sola, insistía en mi ilusión, la horadaba, le daba vueltas, la vestía, hacía que se hinchara cada vez más dentro de mi cuerpo… No me cabía en el cuerpo me abarcaba toda, casi no podía moverme y menos en su presencia. (Poniatowska, 1997, p. 47).

Si bien Mariana nos deja ver la manera como siente la paradoja de una gran presencia de su madre que a la vez es una ausencia, una añoranza en su vida, es importante reconocer allí también no sólo su experiencia particular con Luz, sino los visos de una experiencia fundamental para todos y que es además arquetípica. Como lo plantea Jung (2006), el arquetipo de la madre abarca una amplia gama de aspectos que van desde la madre, la abuela personal y las niñeras, es decir, mujeres con las que se está en relación, incluye además en un sentido más elevado a la diosa y a la madre de Dios, y en un sentido más amplio aún, se asocia a la iglesia, la universidad, la ciudad, el país, etc. Esto se ve evidenciado también en la novela al mostrar que, por ejemplo, México como tierra de arraigo para la protagonista es una representación del arquetipo materno. En esta misma línea de lectura, Downing comenta que:

En su ensayo sobre el arquetipo de la madre, C.G. Jung observa que las hijas han de reconocer <el ser humano que es nuestra madre> como la <accidental portadora> del arquetipo. A pesar de todo, como sugiere la mitología griega, la Gran Madre tiene muchos disfraces. Cada una de las diosas ofrece una perspectiva arquetípica diferente de la maternidad. Todas ellas pueden entrar en nuestra relación con el arquetipo, pero probablemente cada una de nosotras lleve, durante toda la vida, la marca de la diosa concreta que primero nos iniciase en el reino de las madres. (Downing, 1999, p. 95).

Precisamente en el texto aludido por Downing en la cita anterior, el mismo Jung afirma:

…sólo adjudico una limitada significación a la madre personal. Con esto quiero decir que todos estos efectos de la madre sobre la psique infantil pintados por la literatura no provienen meramente de la madre personal, sino más bien del arquetipo proyectado sobre la madre, el cual da un fondo mitológico a ésta y le presta de ese modo autoridad y luminosidad. (Jung, 2006, p. 92).

La experiencia particular con la madre tiene así ecos de una experiencia universal referida a las relaciones entre madres e hijas las cuales tienen a su vez un trasfondo mitológico. Ya antes habíamos comentado que Luz aparece en la novela, desde la perspectiva de su hija, como una presencia poseedora de un halo que la hace más cercana a un sueño o a un mito que a la “realidad”. Podríamos preguntarnos: ¿cuál es la diosa que representa Luz para Mariana? Luz aparece como una diosa etérea e impactante en la vida de la protagonista, definida principalmente por una ausencia que sirve de detonante a la fantasía de la niña que queda atrapada en esa imagen inalcanzable a la vez que añorada. Así la describe la niña estando ya instalada en México:

Entre sueños veo su falda al caminar, sus piernas bajo la levedad de la muselina; sus vestidos son ligeros, por el calor del trópico ahora que vivimos en le Mexique…Flota la tela en torno a su cintura; me hago la ilusión: “allí viene, viene hacia mí” pero sus pasos la llevan hacia la puerta de la calle, la abre presurosa, sin verme, sale, cierra tras ella, ya está afuera y me he quedado atrás. El motor del coche y después, ya, la inmensidad. (Poniatowska, 1997, p. 39).

Esa ausencia, propia de su madre y también de las mujeres de la familia, será reconocida como algo que es también propio de Mariana: “esta ausencia que hace que Luz repita como autómata unos cuantos gestos inciertos, mismos que ha impreso en Mariana, heredera de la vaguedad y de lo intangible.” (Poniatowska, 1997, p. 259). Así, esa ausencia, esa vaguedad, eso intangible, asociado a lo femenino, nos pone ahora en el terreno del arquetipo del anima. El anima incluye la gran madre y la guía femenina del alma y significa básicamente la representación de la mujer interior. De una manera más amplia, podríamos decir que Luz es en la novela una representación del anima (1) , del aspecto misterioso de lo interior, del elemento receptivo o yin de la naturaleza. Es así como Whitmont afirma al respecto:

El anima representa lo eterno femenino –en todos y cada uno de sus cuatro aspectos posibles y sus variantes y combinaciones: Madre, Hetaira, Amazona y Médium–. Aparece como la diosa de la naturaleza, Dea Natura, y como la gran diosa de la Luna y la Tierra que es madre, hija, amada, destructora, hermosa hechicera, bruja fea, vida y muerte; se muestra como una sola persona o como varios aspectos de una; aparece en innumerables imágenes de figuras femeninas encantadoras, terribles, amistosas, atentas, peligrosas, o incluso en figuras animales…que la mitología asigna a ciertas divinidades femeninas.” (Whitmont, 1994, p. 51).

El eterno femenino está así asociado a la naturaleza y al misterio, también al encuentro con el mundo interior. Por ello, Luz ejerce sobre Mariana una especial atracción, le representa la encarnación viva de la belleza, de la elegancia y de lo inasible. A la vez, Luz está asociada, una vez llegadas a México, a una línea femenina que incluye a abuela y tías, que se convierten en figuras cotidianamente presentes. Sin embargo, ninguna mujer ejerce sobre la niña un encanto mayor que el que produce su madre y en ese sentido es ella el pivote central de la infancia de la protagonista. Así describe Mariana lo que le produce:

Luz ejerce sobre mí una fascinación especial. Me hechiza. Y es que anda en el mundo como alucinada pendiente de los signos que le vienen de dentro y que la hacen sobrellevar lo que sucede a su derredor. Nunca sabe uno qué va a llamarle la atención; de allí lo sugestivo de sus ausencias. ¿A dónde ira? De allí también sus infinitos silencios. Por eso cualquier palabra de mi madre, el menor gesto pueden ser la clave del misterio. (Poniatowska, 1997, p. 216).

Ahora bien, como lo indicamos antes, en la novela La “Flor de Lis” se puede encontrar una valoración del universo de lo femenino que llega por la línea de lo materno no sólo de su madre, sino en general de lo doméstico, de la casa, de las mujeres de la familia de quienes Mariana es heredera del contacto con la naturaleza y también del acercamiento a lo intangible. En la primera parte de la novela, encontramos una reivindicación especial del universo femenino de la infancia y una incidencia menos destacada de la presencia del padre y de lo masculino. Mariana habla en un pasaje simbólicamente significativo del legado de las mujeres de su familia asociado al cuidado de las flores, de la vida. La imagen de lo femenino está ligada a lo que contiene, al ánfora, al recipiente, al vientre que recibe, al agua que permite que las plantas den frutos, a las flores. Ser mujer está conectado con el cuidado, con el ser recipiente para que la vida florezca.

Todas las mañanas Francisca, como lo hace mi abuela, como lo hizo mi bisabuela la rusa, una chaparrita malísima, arregla las flores…Mamá les habla: “No te seques no te vayas a morir”, tiene grandes remedios para evitarlo…Muchos aromas se mezclan en las tres casas, la de mi abuela, la de Francis, la de Luz. En la de mi abuela, “la señora grande” como le dicen las criadas, los nardos…, en la de Luz los crisantemos…, en la de Francisca las rosas…

Estas mujeres que van relevándose en cambiar el agua de las ánforas son mis antecesoras; son los mismos floreros que van heredándose de madre a hija, el de vidrio de pepita, el que pesa tanto de cristal cortado y que a mí jamás me ha gustado, el amarillo de Carretones, el que tiene asas. Me toca la cosecha de recipientes llenos de agua para que les vaya metiendo uno a uno los tallos verdes, el agua que se me escapa entre los dedos, las palabras se me licúan y allá van resbalando hasta encharcarse, estoy a punto de tirar la vasija que se resbala. Dicen que las flores chinas de papel, florean en el agua.

A diferencia de las flores de mi bisabuela, de mi abuela, de mi madre, mi tía, las mías serán de papel. Pero ¿en dónde van a florear? (Poniatowska, 1997, p. 84–86).

A la línea de su familia materna Mariana la asocia con el cuidado de las flores. Las flores por supuesto están entonces ligadas con lo femenino: bello, receptivo y nutricio. Mariana relata la tradición familiar de cuidar flores y expresa su diferencia con la tradición familiar de mujeres, sus flores serán de papel, dice, con cierta inquietud: ¿dónde van a florear? A través de ese universo femenino de Mariana, encontramos respuesta y compensación al requerimiento cultural de contar con imágenes que reconozcan el carácter sagrado de lo femenino, así como su complejidad, riqueza y poder nutricio, inspirado en su capacidad de cuidar, alimentar y participar en el mundo natural. Siguiendo a Downing, podemos decir que en el mundo contemporáneo:

Buscamos imágenes que afirmen que el amor que las mujeres reciben de las mujeres, de la madre, la hermana, la hija, la amante, la amiga, llega tan profundamente y es tan digno de confianza, necesario y capaz de apoyar como lo es el amor simbolizado por el padre, el hermano, el hijo o el marido. (Downing, 1999, p.15).

De la mano del arquetipo del anima, Mariana nos lleva de vuelta a sus orígenes en la madre y en la tradición que comparte con otras mujeres de su familia, mostrando una forma propia de narrar y alentada por la imagen de lo femenino eterno. Entendemos entonces ese femenino eterno como aspectos que están asociados a la vida de las mujeres y que convencionalmente fueron subvalorados por la tradición patriarcal. En este punto podemos retomar una cita de Whitmont, que se relaciona con lo planteado por Smith (1991), citando a Chodorow, que muestra el dilema del predominio de lo individual sobre lo comunitario en el ejercicio autobiográfico tradicional –agencia–comunión–, en el cual el primero está asociado al orden masculino, mientras que el segundo lo está al femenino:

Como patrón de conducta, el arquetipo del anima representa aquellos elementos impulsivos que se relacionan con la vida en cuanto vida, en cuanto fenómeno impremeditado, espontáneo y natural, con la vida de los instintos, la vida de la carne, la vida de lo concreto, de la tierra, de la emocionalidad, dirigida hacia la gente y las cosas. Es el impulso hacia la entrega, la conexión instintiva a otra gente y al grupo o la comunidad que nos contiene. Mientras que la individualidad separada se personifica como elemento masculino, la conexión o arraigo –el inconsciente <contenedor>, el grupo y la comunidad– se experimenta y personifica como una entidad femenina. (Whitmont, 1994, p. 52).

Por esto, el arquetipo del anima estaría asociado a lo femenino y la comunidad. Adicionalmente en la novela se hace alusión a la comunidad de mujeres de la familia con otras imágenes como las de la casa, el jardín y el árbol, que también se pueden asociar al universo de lo femenino. Encontramos cómo estos elementos son relacionados por Mariana de manera prospectiva al nido como futuro espacio de contención, incubación y recogimiento. La casa y sus cortinas le hablan a la narradora del mundo de la intimidad previa a la salida al mundo exterior y el árbol del jardín le habla de la fortaleza de las mujeres de su familia que son sus raíces. Con espíritu romántico imagina en el árbol el nido para el amor. Mariana así lo dice convirtiendo a su casa en una mujer:

La casa se sienta como una señora a tomar el té en su jardín. Junto al sabino, enorme como los de Chapultepec –el ahuehuete que exhala tanta memoria–, la casa busca su latido. En el alba del agua el ahuehuete somnoliento, me mira todavía oscuro, me mira y lo miro, a su lado, acaricio su piel, la beso, tallo mi espalda contra su lomo. Su fortaleza es la nuestra; la de mi abuela, la de mi madre, la de tía Francis, mujeres fuertes, frágiles en la intimidad. La casa es mi universo, más allá no sé; aún no me asomo a la ventana. ¡Qué dulces son las cortinas que resguardan; dulces como la voz de nuestras antecesoras en su tono familiar!

El ahuehuete llama al amor, al que me ame he de sentarlo aquí, recargado contra su corteza, decirle que vea el cielo a través de sus ramas. Y el nido. (Poniatowska, 1997, p. 81).

Por otro lado, en el libro Las palabras del árbol que Elena Poniatowska escribe sobre su amigo y maestro: Octavio Paz, gran hombre de la palabra de México, ella comenta la importancia que tienen los árboles como referente para la vida del escritor motivo del título de este libro que escribe en su honor. Al nombrar al árbol mexicano evoca al ahuehuete que es precisamente el árbol del jardín de la infancia de Mariana. La escritora le dice a Octavio Paz en el libro mencionado: “Los árboles son en ti un automatismo, brotan desde tu sonaja de semillas, desde tu tallo de agua. En México son ahuehuetes (que llamas sabinos), pirules, fresnos, membrillos e higueras, en la India, tamarindos y laureles, araucarias, papayos, mangos, chirimoyos y el Nim.” (Poniatowska, 1998, p. 157).

Podemos ver aquí que el gran árbol de ahuehuete del universo de la infancia de Mariana tiene un sentido más amplio como árbol mexicano y también tiene un valor simbólico de manera más universal asociándolo al jardín. Así Mariana reconoce maravillada la frondosidad de la tierra Mexicana, la sensación de inmensidad, de extensión sin fin, de colorido, de fertilidad: “Pero ¿qué clase de país es este que tiene árboles que producen flores?” (Poniatowska, 1997, p. 130). Encontramos una vez más la relación de México con el arquetipo de la Gran Madre Tierra que vendría a estar estrechamente ligado al jardín como Edén. Octavio Paz en la obra mencionada de Elena Poniatowska comenta lo siguiente, cuando ella le pregunta por la cantidad de imágenes del jardín que aparecen en sus poemas:

–Sí, hay muchos y todos ellos son el mismo jardín: es el espacio de la revelación. El jardín es naturaleza, pero naturaleza transfigurada. El jardín es uno de los mitos más antiguos y aparece en todas las civilizaciones. Piense en el Jardín del Señor, en el Edén, en el Paraíso Terrenal. Es el reino perdido: la inocencia del primer día. El jardín simboliza la unidad primordial, fundada en el pacto entre todos los seres vivos. En el paraíso el agua habla y conversa con el árbol, con el viento, con los insectos. Todo se comunica, todo es transparente. El hombre es parte del todo. La ruptura del pacto, la expulsión del jardín, es el comienzo de la inmensa soledad cósmica: las cosas, desde los átomos hasta los astros, caen en sí mismas, en su realidad solitaria; los hombres caen en el abismo transparente de su conciencia sin fin… El jardín restaura, así sea parcial, provisionalmente, el pacto del principio, la unidad original de la pareja, la reconciliación con la totalidad cósmica. (…) El jardín es el teatro de los juegos de la infancia y de los juegos pasionales del amor. En mi caso, dos jardines: el de mi niñez, en Mixcoac, y el de mi madurez, en Delhi. Hablo de ellos en “Cuento de dos jardines”…La existencia de jardines en todas las civilizaciones y sociedades se explica, quizá, por la universalidad del deseo que satisface esa singular creación. Nostalgia de la unidad primordial entre el mundo humano y el mundo natural. Restaurar esa unidad, así sea precariamente, es entrever nuestra condición original. ” (Poniatowska, 1998, p. 97–98).

A partir de esta cita encontramos cómo Octavio Paz nos ayuda a vincular el jardín con el regreso al origen en la naturaleza, a la unidad, a la comunión, a la totalidad, a los juegos de la infancia, es decir, a ese eterno femenino del que hablamos asociándolo al arquetipo del anima y de la Gran Madre Tierra, que es México para Mariana. Por otra parte, encontramos que la abuela de la protagonista está también asociada al árbol de sabino –ahuehuete–, el cual pareciera servirle a Mariana de imagen de protección y resguardo frente al peligro y la amenaza que representa la presencia del padre Teufel en su vida, precisamente, en aquellos momentos en que pareciera que la cordura de su madre flaquea. Dice Mariana:

Mi abuela que ha sido el sabino en que todos nos apoyamos, la buena sombra, con la edad se ha alejado de todo lo que no se parezca a un árbol ¡oh mi abuela intrépida échame la bendición, abuela líbrame de todo mal! Tantán, ¿quién es? Es el diablo. Tantán ábreme abuela, ampárame, de mí tu vista no apartes, no te alejes, haz que entre lo bueno y salga lo malo. Tía Francis sólo se preocupa por mamá y papá por el laboratorio. (Poniatowska, 1997, p. 237).

Veremos ahora cómo la aparición del Padre Teufel representa para Mariana la llegada de un orden masculino desestabilizador del reino de la madre y de lo femenino. En un primer momento, el padre Teufel instaura un lugar de novedad y autoridad en Mariana que luego también ganará ante Luz su madre. La presencia del sacerdote es contundente para ellas, así como innegable el impacto que causa en la dinámica familiar. Por otra parte, Casimiro –el padre de Mariana– es una figura masculina más débil que la figura del padre Teufel. Esto lo podemos ver, si tenemos en cuenta que a su llegada para encontrarse con su familia en México se percibe que él no genera un impacto tan grande en la vida de Mariana, como sí lo hará más tarde el padre Teufel, pues Casimiro estaba profundamente afectado y debilitado por su experiencia de la guerra. Sin embargo, la narradora hace una descripción amorosa de su padre tímido, al volverlo a ver en casa:

Él esta cohibido; en el fondo es un hombre tímido, inseguro, nos mira con esa sonrisa que esboza otra sonrisa más fuerte, más grande, que no llega a ser porque no se atreve. Se queda en la orilla. Así será siempre; se quedará en la orilla… A papá lo quiero cuando me rehuye, cuando sus ojos son ese verdor de inseguridad y de expectación que después sabré que jamás se cumple, porque mi padre no conoce el camino, no sabe por dónde entrarle a la vida. Quizás los que han estado en la guerra, después no saben bien a bien cómo se vive, cómo se sigue viviendo. (Poniatowska, 1997, p. 87).

El regreso de Casimiro a la vida de Mariana no representa la llegada de aspectos masculinos como la decisión, dominancia, claridad y fuerza; éstos se perciben más bien en el momento en que entra en escena el padre Teufel. Debido al fuerte impacto que genera este personaje en la vida de la protagonista y de su madre, que han sido hasta el momento los pilares de la narración, pasaremos a continuación a abordarlo como el otro personaje que tiene una gran carga arquetípica para Mariana. Sara Poot comenta también la importancia de la aparición de este personaje en la escena familiar, que hasta ese momento se ha desarrollado en la novela:

Mariana transfiere el amor a su madre a un personaje que irrumpe la cotidianidad y enfrenta a los demás personajes con su historia. Es un hombre, pero no es un hombre cualquiera, es un sacerdote francés con apellido alemán, que quiere decir diablo. Teufel sustituye la figura del padre de Mariana y debilita transitoriamente la obsesión de ésta hacia su madre. (Poot, 1990, p. 102–103).

3.1.3. Teufel: animus, viejo sabio y ángel caído

El padre Jacques Teufel hace su aparición durante unos retiros de cuaresma a los que Mariana asiste después de su regreso del convento de monjas donde estudió por un par de años en Estados Unidos. Ya desde su aparición el sacerdote introduce frente al grupo de estupefactas jovencitas que lo escucha las siguientes preguntas: “¿Qué es el mal?… ¿Qué es el bien?…A ver, ¿qué es la libertad interior?” (Poniatowska, 1997, p. 117). Como se puede ver, desde estas frases de presentación, Teufel introduce a Mariana en preguntas fundamentales relacionadas con el sentido de la vida, a la vez que la pone en contacto con aspectos sombríos de la existencia humana: el pecado, la injusticia, la desigualdad, la locura, el poder, entrarán de la mano de este personaje, tomando un lugar preponderante en la narración de la segunda parte de la novela. El sacerdote tiene un efecto emocional muy fuerte en el desarrollo de Mariana, imprimiendo una experiencia transformadora, que podría ser identificada con la pérdida de ingenuidad.

Para Mariana, Teufel es el hombre que habla, que interroga, que pone en cuestión los valores existentes en su familia y que, a la vez, ofrece un camino alternativo de libertad, igualdad y justicia social. Por estas características iniciales con que se presenta al padre en la novela, podemos asociarlo con el arquetipo del animus. Así, Teufel es una representación del animus a través de lo que trae a la vida de Mariana: un discurso, una verdad que se declara públicamente por medio de juicios y una clara opinión. Le brinda a Mariana un discurso sobre la consciencia de clase –inquietud que le era propia desde niña–, sobre la justicia social, sobre la liberación de la mujer. Teufel es una figura que siempre tiene muchas palabras, pues es el universo de los discursos y de las verdades. En ese mismo sentido, el arquetipo del animus ofrece al individuo el carácter racionalizador, la capacidad de logos, la claridad de pensamiento y la generación de opiniones, pero como imagen se asocia usualmente a un grupo de hombres más que a una sola figura. Así lo describe Frieda Fordham en su libro Introducción a la psicología de Jung:

El animus es más bien semejante a una asamblea de padres o dignatarios, que dan juicios incontrovertibles, “racionales”, ex cathedra. Cuando se examina más de cerca a estos exactos juicios, se comprueba que son casi siempre dichos y opiniones traídos más o menos inconscientemente…comprimidos en forma de un canon de verdad, justicia y racionabilidad normales, compendio de prescripciones, que obliga en seguida con su opinión en cuanto falta un juicio competente y consciente. (Fordham, 1968, p. 62).

El animus funciona como lo contrario y complementario del anima y ambos son mediadores entre la mente consciente y el inconsciente, su representación aparece por tanto en sueños, como en figuras de los mitos y de la literatura. Para Jung, en su autobiografía Recuerdos, sueños, pensamientos: “El Animo es, en su primera forma inconsciente, espontáneo, formación de opiniones no intencionada, que ejerce una influencia dominante en la vida afectiva;…El Animo por ello se proyecta preferentemente en autoridades <espirituales> y demás héroes” (Jung, 2002, p. 471–472). Siguiendo este camino de amplificación arquetípica, podemos ver que en la novela, Mariana proyecta en una autoridad espiritual como el padre Teufel el animus. Es así como la protagonista casi al finalizar los retiros tiene una cita con el sacerdote en la que él le habla sobre las clases sociales y la necesidad de renovar la sociedad, es decir, hacer una sociedad nueva. Mariana hierve de emoción y dice:

Sí, sí, lo que él diga, a dónde él diga, lo que él pida. Quiero ir hacia lo nuevo, con él, pasar el resto de mi vida junto a él. Nadie ha permanecido indiferente a este sacerdote, por eso debe ser Dios, qué fuerte emoción nos produce a todas. Y en mí confía, en mí confía: es a mí a quien Dios está llamando. Voy a ser una gran santa, me van a canonizar. (Poniatowska, 1997, p. 147)

Esta fascinación que siente Mariana por Teufel y su discurso se expresa también como una especie de enamoramiento, lo que se conjuga con la necesidad de ser heroica para recibir su reconocimiento. Mariana siente el arrojo de luchar por los ideales que él le presenta, a la vez que se siente atraída por él como hombre. Por ello, Mariana le dice a su amiga Casilda, que la acompaña durante el retiro:

– Me muero por Teufel.
– Híjole Mariana, ya estas igual de exagerada que Sofía.
– Me muero por él. Quiero ser heroica para él, quiero ser digna de él, quiero dar a morder mi amor al hambriento.
– Cálmate, ¿no?
–¿No te parece guapo, Casi?
– No se cambia de camisa, no se bolea los zapatos, su traje negro ya parece costal. (Poniatowska, 1997, p. 148)

Este arrojo y encanto producidos por el sacerdote durante el retiro pone en confrontación el afecto inmenso que ha sido el centro de Mariana hasta ahora, su madre. Por un momento la narradora se pregunta cómo conjugar estos dos grandes amores; cómo abandonar el de su madre, si es fundamental. En medio del último día del retiro y hablando sobre el marxismo con el padre Teufel, Mariana se dice: “Si mato a la de la esperanza, mato todo lo que está por venir, mi esperanza es mi madre, Luz. Lo que ella dice es más fuerte que el marxismo. Lo más fuerte de mi vida es su voz. Tanto que apenas oigo el barullo de las otras hasta que me apresa la de Teufel” (Poniatowska, 1997, p. 155).

Sin embargo, el sacerdote también representa lo nuevo, la posibilidad de cambio y eso resulta también profundamente atractivo. Una vez concluido el retiro, evento que pareciera un rito de pasaje que anuncia el cambio venidero, Mariana pide a su madre invitar al sacerdote a cenar a su casa. En medio de su exaltación la invitación se realiza; y lo percibe anticipadamente como el que viene a resolver los misterios de la existencia: “Su visita va a transformar todo. Sabré por fin cómo debe ser la vida, cómo querer, cómo ayudar. El padre ha venido al mundo a guiarnos, a rescatarnos, la estrella de David se ha detenido sobre nuestra casa, somos los escogidos” (Poniatowska, 1997, p. 161). Para su felicidad la familia termina ofreciéndole al padre Teufel, durante la temporada de su estadía en México, el pabellón en el fondo del jardín. El padre se instala allí, iniciando con ello una modificación en la dinámica familiar, que termina con una fuerte afectación en Luz, que impacta también a Mariana.

Con esa alusión de guianza y de poder transformador, que Mariana le atribuye al padre Teufel, entramos ahora en el terreno de otra figura arquetípica que es representada por este personaje: el senex o anciano sabio. Este arquetipo incorpora elementos como la sabiduría a la vez que las restricciones propias de la edad avanzada, la capacidad de reflexión y recogimiento, la gestación pausada de los cambios, la ley inexorable de vida, muerte, transformación y cambio. Frieda Fordham comenta que “Jung llama en ocasiones al sabio anciano <el arquetipo del significado>; pero puesto que aparece en otras varias formas –por ejemplo, como un rey o un hombre, un hombre de la medicina o salvador–, puede tomarse claramente <significado> en su sentido más amplio” (Fordham, 1968, p. 65). En la novela, Mariana encuentra en Teufel el referente para responder las preguntas fundamentales; para ella es alguien a quien seguir, en quien creer, es un sabio, un salvador, un maestro. Por ello, Mariana se siente muy fuerte a raíz de la presencia de Teufel en su vida, se siente capaz de todo:

Despierto con miles de resortes dentro, en la yema de los dedos, en los tobillos, ¡cuánta fuerza Dios mío, cuánta! Genero fluido eléctrico, mi cabeza toda es pura vibración, cada día que pasa el vigor se incrementa…qué fuerte soy, cuánta fuerza me dio el retiro, el padre me ha hecho capaz de las más grandes proezas; todo lo voy a ser, hasta curar con las manos; … Se me atravesará un manco y haré crecer su miembro como una rama de árbol: “No, no me dé las gracias, no es cosa mía, soy simplemente un medio por el cual se manifiesta el padre Teufel”.”(Poniatowska, 1997, p. 172)

Ahora bien, las imágenes arquetípicas tienen contenidos opuestos, lo que significa que toda imagen arquetípica tiene tanto aspectos luminosos y creativos como otros oscuros y destructivos; en esta ambivalencia se halla la energía dinámica intrínseca a estas imágenes. Es así como el arquetipo del viejo sabio si se infla guarda un riesgo destructivo:

Este arquetipo representa un peligro grave para la personalidad porque, si se le despierta, un hombre puede llegar a convencerse fácilmente de que posee el mana, el poder mágico y la sabiduría que contiene…Un hombre tal puede incluso reunir muchos seguidores, ya que al extender su actualización del inconsciente hasta este punto ha ido en efecto más lejos que los demás; mas todavía hay un poder impulsante en el arquetipo que las personas intuyen y al que no pueden fácilmente resistir. Están fascinados por lo que <él> dice, aún cuando al reflexionar ven que es incomprensible. Pero este poder puede ser destructivo y llevar a un hombre a actuar más allá de los límites de su fuerza y sus posibilidades. (Fordham, 1968, p. 65)

La situación aquí mencionada la encontraremos actuando en el Padre Teufel, que al mismo tiempo que representa el camino y el faro para Mariana termina desequilibrando a Luz y él mismo desequilibrado. Se dice del arquetipo del viejo sabio que cuando se considera a sí mismo un redentor, se actúa más allá de sus límites adquiriendo un poder destructivo. A este arquetipo en su doble faceta, creativa y destructiva, se le asocia mitológicamente con el dios romano Saturno, viejo Rey, padre de todo que a la vez todo lo consume, con un temperamento frío habla de la fría realidad a la vez que está en un extremo remoto de la realidad. James Hillman en su artículo titulado El Senex, habla así de Saturno: “Como señor del submundo, contempla el mundo desde fuera, desde tales profundidades que lo ve, por así decir, cabeza abajo, pero de manera estructural y abstracta” (Hillman, 1994, p. 227). Como señor del submundo el Senex se puede también asociar a Hades, dios griego del mundo subterráneo, los Infiernos o Tártaro.

Con esto entramos así en contacto con el lado oscuro de este personaje, el padre Teufel, que además de tener al diablo en su apellido también lo representa. Frieda Fordham muestra cómo el arquetipo de la sombra –a nivel del inconsciente personal– incluye todos aquellos deseos y emociones que son incompatibles con las normas sociales y con nuestra personalidad ideal, todo aquello que nos avergüenza, que no queremos saber de nosotros mismos. Ahora bien, la sombra es algo más que el inconciente personal puesto que es común a toda la humanidad, es un fenómeno colectivo. “El aspecto colectivo de la sombra se representa por la imagen de un demonio, una bruja o algo semejante” (Fordham, 1968, p. 55). Vemos entonces que el demonio en un sentido colectivo está emparentado con el arquetipo de la sombra en el nivel personal; en este sentido comenta Fordham:

Al escoger la palabra sombra para describir estos aspectos del inconciente, tiene en su mente Jung algo más que el deseo de sugerir algo oscuro y vago en sus contornos. No hay –dice él– ninguna sombra sin sol y ninguna sombra (en el sentido de inconsciente personal) sin la luz de la conciencia. En la naturaleza de las cosas está el que haya de haber luz y oscuridad, sol y sombra. La sombra es inevitable y sin ella está el hombre inacabado.” (Fordham, 1968, p. 55).

Aparece así el aspecto del padre Teufel asociado a lo oscuro, lo demoníaco, la sombra, aspectos de la vida más desconocidos para Mariana y a la vez profundamente atrayentes. Como lo afirma Jung, no hay sombra sin luz y resulta así interesante el carácter doble de la sombra y por tanto también del demonio. El demonio es parte constitutiva de la naturaleza humana y hace parte de las oposiciones inexorables de la vida: día y noche, nacimiento y muerte, felicidad y desgracia, bueno y malo. Así como hay luz en Teufel también hay sombra, pues representa tanto el caos como un nuevo orden para Mariana y su madre –significativamente llamada Luz en la novela–.

Una vez que la presencia del padre Teufel enrarece el ambiente en la casa, Mariana narra que después de que su madre visita a la tía Esperanza, que representa la voz de la cordura, Luz escribe en su diario: “Una vez a solas debí contarle a Esperanza lo que tenía sobre el corazón. Un pensamiento me atravesó ¿Quién era él? Por vez primera desde mi niñez regresó una palabra: el diablo” (Poniatowska, 1997, p. 220). Ya desde el retiro Mariana, la niña, había percibido con su espontánea sabiduría las múltiples facetas de este personaje; tal vez con ello intuía que los opuestos lo constituyen, que alberga tanto el camino de la luz como el de la oscuridad. Mariana, hablando de la habitación del sacerdote, dice: “Castillo del mago, o guarida del monstruo, o cueva del ogro. No importa, sea lo que sea, la escojo” (Poniatowska, 1997, p. 136). El padre Teufel es asociado desde la espontaneidad de Mariana con un gavilán, un ave de rapiña, sus palabras son las fauces de una fiera que devora a las jovencitas quienes en contraste son palomas (2), eso sí lujuriosas.

El padre está rodeado de palomas inocentes y lascivas. Un blando calor de plumas se estremece al alcance de sus manos y él tiene la elocuencia del gavilán que planea sobre el palomar. Se saben protegidas porque es un sacerdote a pesar de que los ojos hundidos dentro de su cuenca tienen la fijeza del ave de rapiña y la voz se hace ronca, dura, con palabras que son fauces. (Poniatowska, 1997, p. 141).

Estos atributos animales asociados al padre Teufel son una expresión del diablo como figura arquetípica que ha tomado diversas formas en diferentes culturas. Nichols (2002) refiere la de serpiente o cocodrilo en el caso de Set, dios egipcio del mal, o la de murciélago con garras y cuernos en el caso de Tiamat, diosa babilónica del caos. En ese sentido, la escritora comenta en su estudio sobre el diablo que es uno de los arcanos mayores del Tarot:

El Diablo es una figura arquetípica cuyo linaje, directa o indirectamente, procede de la antigüedad. Allí aparecía como una bestia demoníaca más poderosa y menos humana que la figura representada en el Tarot…El hecho de que la imagen del diablo se haya humanizado en el transcurso de los siglos significa, simbólicamente, que estamos más preparados para verla como un aspecto sombrío de nosotros mismos que como un dios sobrenatural o un demonio infernal. Quizá ello significa que estamos ya dispuestos a enfrentarnos con nuestro lado oculto, satánico. (Nichols, 2002, p. 363)

Ese lado oculto, oscuro de la naturaleza humana, implica precisamente entrar en contacto con la sombra, de la que hablamos anteriormente. El Diablo como representación colectiva de la sombra nos resulta repulsivo a la vez que atractivo, lo que significa que ciertamente ha de tener algún papel importante en la experiencia humana. Por ejemplo, en el caso de Mariana encontramos la gran atracción que suscitó el sacerdote a pesar de percibir desde el inicio su cara demoníaca. El acercamiento a lo oscuro pone en contacto con aspectos desconocidos de nosotros mismos y de esa manera introduce a la consciencia de todo lo que contenemos: día y noche, bien y mal, vida y muerte. El olvido de esa cara negativa es precisamente el origen de muchas pérdidas del mundo contemporáneo, pues al pretender negarla no deja de existir, sino que aparece en mayor escala a la manera de fanatismos, violencia, venganza, confusión y destrucción. Por eso y en medio del temido desequilibrio que produce, el encuentro con el mundo de la oscuridad, con el reino de Hades, representa un importante hito de crecimiento referido a la pérdida de ingenuidad sobre la naturaleza humana. Así podemos encontrar en la novela una conmovedora transformación, tanto en Luz como en Mariana, a través del proceso que viven en su encuentro con el padre Teufel. En relación con el aporte que brinda a la existencia el arquetipo del diablo, Sallie Nichols comenta:

…el papel del Diablo es tan ambiguo que a menudo es imposible conocer cuál es. Por un lado, nos tienta a la desobediencia, invitándonos a probar del fruto prohibido así como a tragar el bocado del bien y del mal. Por otro lado, si no fuera por esta inducción a la acción y al conocimiento, seríamos todavía hoy como niños pequeños presos en el jardín idílico y seguro, pero limitado, del Paraíso. Sin la encrucijada demoníaca entre el bien y el mal, no tendríamos consciencia del ego, no habría civilización ni existiría la posibilidad de trascender el ego a través de la autorrealización. (Nichols, 2002, p. 367).

Es así como Mariana en su juventud es invitada, a la acción y al conocimiento de otros mundos por el padre Teufel. Su universo se amplía de aquel resguardado por el jardín de su casa con el querido árbol de ahuehuete que representa las raíces de sus ancestras. Luz, de su parte, vive una crisis nerviosa detonada después del encuentro, fascinación y posterior revelación sobre la identidad del padre Teufel. Luz como madre siente la necesidad de resguardar a su familia de este personaje siniestro, Mariana relata que su madre la espera una noche a su regreso de una fiesta y la lleva a dormir donde la tía Francisca. Le cuenta que ha echado al padre Teufel de la casa, ya que es un impostor.

Las palabras tiemblan en su boca en un atropello confuso. “Tengo que proteger mi hogar. Tengo que cuidarlas a ti y a tu hermana. Ese hombre está enfermo. Necesita hospitalizarse. Ya era tiempo de que se fuera. Nos ha hecho bastante daño…Es un poseído.” (Y en voz baja:) “Ese hombre es el diablo.”
– ¿Cómo va a ser el diablo? Es un sacerdote.
– No es un sacerdote.
– ¿Cómo que no es un sacerdote? (Poniatowska, 1997, p. 223).

Se revela entonces la identidad de Teufel como hombre común, no como sacerdote. Parece que Teufel tiene una amante de quien recibe cartas y además ha tratado de seducir a la tía Francisca que lo rechazó. “No, no es posible. Frente a mis ojos asustados, el padre se hace de carne y hueso. A él, el orgulloso, lo veo entregado a una mujer. Súbitamente él es el vencido, el que ruega, un hombre con el rostro afanoso, débil.” (Poniatowska, 1997, p. 223). Aparece así la imagen del padre como un ángel caído, que no es otra que la misma cara del diablo, de quien Nichols (2002) cuenta que estando en el cielo como ángel cayó al renunciar a su empleo, o al ser despedido por su orgullo y arrogancia, dimitiendo así a su lugar en el cielo. Después de la partida del padre Teufel, Luz queda trastornada y cae enferma, mientras Mariana deambula sin acabar de comprender todo lo sucedido. En medio de uno de esos días, Mariana en la terraza prepara su clase de catecismo escribiendo en una hoja de papel.

Para mi sorpresa tía Francis se acerca; todos estos días no ha tenido ojos sino para mi madre…
Toma mi hoja entre sus manos.
–¡Pero si son los nombres del diablo!
He escrito:
Lucifer, Belzebú, Elis, Azazel, Ahriman, Mefistófeles, Shaitan, Samael, Asmodeo, Abadon, Apalión, Aquerón, Melmoth, Astaroth, Averno, Infierno, Tartaro, Hades…
– ¿Por qué haces eso, Mariana?
– ¿Qué tiene de malo?
– No entiendo, qué te pasa, qué les pasa a todos, lo que les sucede va más allá de mi comprensión. (Poniatowska, 1997, p. 234)

Es así como el paso de Teufel por la vida de la familia afecta a todos de una u otra manera; por supuesto las más conmovidas son también las más implicadas, es decir, Luz y Mariana. El contacto con lo sombrío tiene cierto halo de misterio que escapa a la comprensión y la experiencia, a pesar del sufrimiento, es a la vez profundamente transformadora. Este es el sentido del contacto con el demonio que viven madre e hija: la pérdida de ingenuidad que moviliza el cambio, la transformación. Teufel es así para Mariana y Luz un ángel caído de carne y hueso que las pone en contacto con el mundo oscuro y subterráneo de Hades.

Pasaremos ahora a explorar el mito que rememora la experiencia vivida por Mariana junto a su madre Luz y frente al ángel caído Teufel. El mito interior de Mariana narrado en la novela La “Flor de Lis” evoca el antiguo mito griego de Perséfone, la hija raptada por el dios del mundo subterráneo: Hades, produciendo un intenso sufrimiento transformador a su madre Deméter.

3.2. El mito rememorado en La “Flor de Lis”: Mariana – Perséfone

Como lo hemos venido mostrando, la trama de la novela teje el mito interior de Mariana que está atravesado por motivos arquetípicos como el paso de la niñez a la juventud –marcado por la pérdida de la ingenuidad–, la tensión entre la búsqueda de pertenencia y la sensación de desarraigo y la relación fundante con la madre como centro magnético de regreso al origen. Estas experiencias, si bien son propias de Mariana, son también comunes a la vida humana en general, solo que adquieren diferentes matices de acuerdo a cada trasegar particular. Se vislumbra en el relato de vida de Mariana el pozo profundo del inconsciente colectivo –como telón de fondo que teje la trama vital–, lo que nos lleva a apreciar cómo la narración de una vida individual rememora modelos míticos vividos desde la antigüedad por la humanidad, es decir, cómo estamos reviviendo mitos. Lo anterior sucede tanto para la vida de personas “reales” como para la “ficción” de personajes de novela.

En la novela La “Flor de Lis” –autobiografía de su protagonista Mariana–, hemos visto que la narración se teje a partir de tres personajes que tienen una múltiple significación arquetípica. Es así como Mariana, Luz y Teufel son los pivotes claves del entramado de la vida relatada en la novela. Podríamos decir que Luz y Mariana –madre e hija–, rememoran la relación de Deméter y Perséfone –madre e hija– en el mito griego, haciéndose especialmente evidente cuando aparece en la escena de sus vidas el padre Teufel, personaje que las conducirá al contacto con un mundo sombrío y desconocido, donde reina Hades –dios de los muertos y del mundo subterráneo–. La historia de Deméter, Perséfone y Hades relata desde una perspectiva mitológica la experiencia fundamental de las relaciones entre madres e hijas, la cual encontramos rememorada en La “Flor de Lis”. Al respecto de este mito Thomas Moore comenta:

Los griegos contaban otra historia sobre una familia mítica, un relato hasta tal punto reverenciado que se lo ritualizó en los misterios eleusinos, el gran sacramento en el que se iniciaba a hombres y mujeres en el corazón de la experiencia religiosa. Estos misterios se centraban en la historia de una madre divina, Deméter, que pierde a Perséfone, su amada hija…La historia de esta madre y su hija la reviven las madres y las hijas actuales, pero actúa también en nuestras relaciones con otras figuras maternales, masculinas o femeninas, o incluso en aquellas instituciones, como las escuelas o las iglesias, que nos sirven de madres. (Moore, 1998, p. 69)

Encontramos que el antiguo mito griego puede ser recordado a través de las historias que vivimos en la experiencia presente con una madre “real” o “ficticia” e incluso con representaciones del arquetipo materno –escuela, iglesia–. De esa manera, podemos reconocer las dimensiones arquetípicas y universales de las propias experiencias, las cuales actúan como modelos míticos que se repiten y son típicos en nuestras vidas, sin por ello dejar de apreciar lo particular de la existencia individual. Esta es precisamente la expresión de la paradoja, ya mencionada en el primer capítulo de este trabajo, entre lo individual–particular y lo colectivo–universal de los textos autobiográficos. Después de realizada la exploración arquetípica de los personajes en el caso de La “Flor de Lis” descubrimos que existe un mito rememorado en la narración de la novela que es el protagonizado por Deméter, Perséfone y Hades.

A pesar de que pueda resultar un poco extenso, a continuación presentaremos el mito señalado tal como es referido por Pierre Grimal bajo el nombre de Deméter en el Diccionario de la Mitología Griega y Romana –amplio compendio de mitología clásica–, puesto que lo consideramos fundamental para las amplificaciones que a partir de éste podemos establecer con el mito de Mariana relatado en la novela.

… Deméter, la Diosa maternal de la Tierra, pertenece a la segunda generación divina, la de los Olímpicos…
Deméter, tanto en la leyenda como en el culto, se halla estrechamente vinculada a su hija Perséfone, y las dos constituyen una pareja a la que con frecuencia se llama simplemente “las Diosas”. Las aventuras de Deméter y Perséfone constituyen el mito central de su leyenda, mito cuya profunda significación era revelada en la iniciación a los misterios de Eleusis.

Rapto de Perséfone. Perséfone es hija de Zeus y de Deméter, y, por lo menos en la leyenda tradicional, la única hija de la diosa. Crecía feliz entre las ninfas, en compañía de sus hermanas, las otras hijas de Zeus, Atenea y Ártemis y se preocupaba poco del matrimonio, cuando su tío Hades se enamoró de ella y, con la ayuda de Zeus, la raptó.

…En el preciso instante en que la doncella cogía un narciso (o un lirio), la tierra se abrió, apareció Hades y llevóse a su prometida al mundo de los Infiernos.
Desde este momento empezó para Deméter la búsqueda de su hija, búsqueda que había de obligarla a recorrer todo el mundo conocido. Al desaparecer en el abismo, Perséfone ha lanzado un grito; su madre lo ha oído, y la angustia oprime su corazón. Al punto acude, pero Perséfone no se encuentra en ninguna parte. Durante nueve días, con sus noches, sin tomar alimento, sin beber ni bañarse ni ataviarse, la diosa va errante por el mundo, con una antorcha encendida en cada mano. En el décimo día encuentra a Hécate, que también ha oído el grito, aunque sin poder reconocer al raptor, cuya cabeza rodeaban las sombras de la Noche. Únicamente el Sol, que todo lo ve, puede informarla de lo ocurrido; pero, según una tradición local, los habitantes de Hermíone, en Argólide, son los que le descubrieron al culpable. Irritada, la diosa resolvió no volver al cielo y quedarse en la Tierra, abdicando su función divina hasta que se le hubiese devuelto a su hija. Adoptó la figura de una vieja y se trasladó a Eleusis…

Sin embargo, el voluntario destierro de Deméter volvía la tierra estéril, y con ello se alteraba el orden del mundo, por lo cual Zeus ordenó a Hades que restituyese a Perséfone. Pero esto no era ya posible; la joven había roto el ayuno al comer un grano de granada durante su estancia en los Infiernos, lo cual la ataba definitivamente. Hubo que recurrir a una transacción: Deméter volvería a ocupar su puesto en el Olimpo, y Perséfone dividiría el año entre el Infierno y su madre. Por eso cada primavera Perséfone escapa de la mansión subterránea y sube al cielo con los primeros tallos que aparecen en los surcos, para volver de nuevo al reino de las sombras a la hora de la siembra. Pero durante todo el tiempo que permanece separada de Deméter, el suelo queda estéril; es la estación triste del invierno. (Grimal, 1965, p. 131–132)

Una vez presentado el mito griego pasaremos a mostrar los ecos encontrados de éste en la historia narrada en la novela. En el mito Perséfone mientras corta flores –alusión al mundo seguro de la infancia– es raptada por Hades estando lejos de su madre, así mismo Mariana es “raptada” por Teufel en el retiro de cuaresma en el que está por unos días fuera del hogar. Como ya lo revisamos en detalle anteriormente, a partir de las diferentes representaciones arquetípicas que representa el padre Teufel para Mariana (animus, viejo sabio, diablo), encontramos que éste simboliza para la protagonista el acercamiento a un mundo desconocido y atrayente, a la vez que peligroso y oscuro, como el mundo de Hades.

Hades es <El invisible>, el señor de los infiernos, del mundo de los muertos. Suyo es el ámbito de las esencias, de los factores eternos que, aun siendo parte muy importante de la vida, son invisibles. Para los griegos el mundo subterráneo era el hogar propio del alma, y si hemos de tener profundidad y alma es necesario que tengamos cierta relación con ese mundo… La imagen del <mundo subterráneo>, en estos relatos, tiene una relación con la muerte real, pero representa también las profundidades invisibles, misteriosas e insondables de una persona o de una sociedad. (Moore, 1998, p. 70).

Ciertas cosas pueden parecer atractivas a pesar de la oscuridad, profundidad y misterio que percibimos en ellas. Sumergirnos en el mundo de Hades es una manera de enriquecernos aunque signifique una peligrosa caída en lo recóndito e inexplorado. Así describe Mariana la sensación de extrañeza y de acercamiento a lo desconocido, que le causa el sacerdote en el retiro:

– ¡Madre de los apachurrados! ¿Qué sucede aquí? ¿Por qué tanto misterio?
Casilda acaba de pasar después de decirme que no iría. ¿Qué la haría cambiar de decisión? En este retiro todo es muy raro, desde el predicador hasta nuestra ausencia de la capilla. Lustro una hoja de la hiedra con tanta fuerza que le hago un agujero. (Poniatowska, 1997, p. 137).

Para Perséfone el momento de encontrar el narciso –verse a sí misma– es el momento del rapto inevitable. El rapto simboliza la ruptura con ese caminar ingenuo recogiendo flores en el jardín idílico de la infancia. Mariana ha disfrutado también del resguardo del jardín de su infancia, en el que vimos que las flores y el árbol son símbolos muy importantes, sin embargo, se ve ahora fuertemente atraída por las nuevas posibilidades representadas por Teufel. Se acerca a esa novedad con un alto grado de ingenuidad, como Perséfone lo hace mientras recoge su narciso, y a partir de ese momento lo que le espera es una importante transformación. En ese sentido Helen M. Luke en su artículo Madres e hijas: una perspectiva mitológica nos muestra el carácter inevitable del rapto sufrido por la mujer.

El momento de ruptura para una mujer es siempre simbólicamente un rapto –una necesidad–, algo que agarra con tremendo poder y no permite resistencia. El Señor del Submundo es el que emerge, irrumpiendo desde el inconsciente con el sobrecogedor poder del instinto. Viene <con sus caballos inmortales> y arrebata a la virgen (el anima en el hombre) de la vida superficial del paraíso infantil, llevándola hacia las profundidades, al reino de los muertos, pues cuando una mujer hace total entrega de su corazón, de sí misma, en su experiencia instintiva se trata de una especie de muerte.” (Luke, 1994, p. 122).

Es así como la ruptura manifiesta en el rapto de Hades a Perséfone y en el de Teufel a Mariana se presenta como el atractivo acercamiento al mundo de lo misterioso, lo desconocido, las profundidades del alma. Pero este rapto produce en Deméter, la madre, un tremendo dolor; sin embargo, a pesar de oponerse a ello no tiene más remedio que aceptarlo sin dejar por esto de sentir dolor y angustia.

Desde el punto de vista de Deméter, el secuestro en las profundidades es una violación atroz. Pero por la complicidad de Zeus sabemos que es también una necesidad. Si Zeus lo aprueba, entonces, lo que está sucediendo, sea lo que fuere, es verdaderamente la voluntad de Dios. Pertenece a la naturaleza de las cosas que nos sintamos atraídos precisamente por las experiencias que nos quitarán la inocencia, nos transformarán la vida y nos darán la profundidad y la complejidad necesarias. (Moore, 1998, p. 73).

A pesar del encanto que Teufel produce no sólo en la hija sino también en Luz –la madre–, es evidente que cuando ella, al igual que Deméter, percibe que Teufel está poniendo en cuestión el orden familiar y que existe el peligro de un ataque hacia sus hijas, se enfrenta a él hasta llegar a expulsarlo de la casa. Así, en su diario relata una de las primeras confrontaciones al poder desenfrenado del padre:

Sofía se había calmado. Bajé de nuevo a la sala y me senté en el mismo sofá en donde estaba el padre.

Refiriéndose a Mariana, me informó:
–No es nada, solo un poco de soberbia.
Desde el otro extremo del sofá , enojada, interpelé al sacerdote:
–¿Con qué derecho les dice a los otros lo que tienen que hacer? ¿Qué derecho tiene usted de decirle a una mujer que no debe tener ocho hijos? ¿Cómo sabe usted si no es su octavo hijo el que la salvará?
Consciente o inconscientemente empleaba su lenguaje. Se puso blanco. Sentí mi rostro por encima del suyo casi en un cuerpo a cuerpo físico.
–¿Era éste el combate con el ángel? (Poniatowska, 1997, p. 191)

Para Deméter, la madre, el rapto de su hija también significa grandes cambios. El sufrimiento de la madre es inminente y difícil de comprender la situación. Para Luke, esta pérdida de la hija tiene un significado: “Es el principio de la lucha, indescriptiblemente dolorosa, de una mujer para separarse de sus emociones posesivas, la única lucha de la que puede nacer el amor” (Luke, 1994, p. 123). En la novela encontramos cómo el paso de Teufel trastorna significativamente a Luz, así como ha sucedido mitológicamente con Deméter que por nueve días va errando por la tierra llena de miedo y dolor. Después de la partida de Teufel, Mariana observa que su madre está misteriosamente enferma; Francisca la cuida todos los días, la visitan médicos y sacerdotes. No la dejan casi ni ver de sus hijos, Mariana relata:

De vez en cuando, mamá abandona su cama, cuando tiene compromisos impostergables, una firma en el Banco, o algo así. Entonces rondo por su recámara buscando la clave del misterio. La atención de todos se centra en Luz. Las llamadas son para ella; quieren noticias, saber cómo se encuentra. A la puerta llegan los ramos de flores pero Felisa y Victorina los colocan en la sala, en el comedor para que no le roben el oxígeno del cuarto. (Poniatowska, 1997, p. 234)

Encontramos que el encuentro con Teufel o Hades produce una gran conmoción. Luz reconoce el espantoso temor sentido en su diario: “sentí el miedo más atroz de mi vida. Era el espanto en todo su horror el que se había alojado en mí” (Poniatowska, 1997, p. 255). Mariana pierde las seguridades sobre su casa, sobre sus padres, se siente desorientada, se pregunta hacia el final de su relato: “¿Qué me dejó Teufel sino está confusión martillante, de picapedrero en el fondo del pozo?” (Poniatowska, 1997, p. 260). La experiencia enriquece el conocimiento de sí mismas y de la existencia en ambas; se genera una renovación a través del contacto con la oscuridad; se acepta la necesidad de pasar por el invierno para salir de la oscuridad renovadas, y con ello se reconoce la necesidad recíproca de la luz y la oscuridad. Como describe Helen Luke, retomando al gran mitólogo húngaro:

Kerényi escribió: <entrar en la figura de Deméter significa sufrir persecución, robo y rapto> (como Perséfone), <enfurecerse y afligirse, no poder entender> (como Deméter), <y al final recuperarlo todo y renacer> (como Deméter y Perséfone, las dos caras de la realidad Deméter–Kore). No hay atajos en esta experiencia. (Luke, 1994, p. 123)

Concluye la novela con la imagen de una escalera en espiral en la que Mariana lentamente cuenta sus pasos. Ella hace parte de una herencia remota de mujeres que también contaron sus pasos, olvidadas de sí mismas y perdidas en el tiempo: entre la vida y la muerte, entre los pensamientos y las tripas, entre el pasado y el futuro, entre sí mismas y las otras, entre la tristeza y la risa. Mariana está suspendida para siempre en una existencia que oscila de manera perpetua entre Luz y Teufel, entre el día y la noche, entre la luz y la oscuridad.

CONCLUSIONES


Después de la lectura realizada de la novela La “Flor de Lis” de Elena Poniatowska, pareciera que no hay nada más universal que lo profundamente individual. Es así como, lo particular que nos revela este texto autobiográfico puede ser considerado, a su vez, como fuente de conexión con lo más colectivo de la existencia humana. Se transforma así cierta separación establecida entre lo individual y lo colectivo, escisión ésta que es ajena al mundo de los mitos y con ello entendemos ahora que también lo es al de las autobiografías. La rememoración que insinúa la narración de Mariana del antiguo mito griego de Perséfone podría parecer que surgió desde el comienzo de nuestra lectura, pero realmente se nos presentó solo hacia finales del trabajo. A pesar de conocer previamente el mito de Perséfone caminando por un jardín del cual es raptada al reino de Hades, solo encontré la proximidad de esta historia con Mariana después de estar sumergida en su lectura arquetípica. Podría ser, entonces, que el universo de amplificación simbólica que potencia dicha lectura favorece la posibilidad de establecer una conexión con lo más colectivo de nuestras experiencias, que, por tanto, al ser ellas profundamente particulares son a la vez plenamente universales. En este sentido, pareciera que el mito asociado a cada texto ya existe y que lo que nos hace falta es tan solo lograr ver su conexión. La relación entre los mitos individuales y los colectivos sólo se nos revela a partir de sumergirnos en el inasible universo simbólico de las creaciones humanas y de los mismos hombres.

Para recoger el ovillo de los hilos desenrollados a lo largo de este trabajo –tarea de toda conclusión-, podríamos preguntarnos inicialmente: ¿Qué aporta a la lectura de textos autobiográficos nuestro camino recorrido de lectura arquetípica de La “Flor de Lis”? En primera instancia, y como acabamos de plantear, podríamos responder que el aporte de esta lectura es subrayar que en lo que parece ser lo más individual –los textos autobiográficos- podemos encontrar en su narración también lo colectivo. Sin embargo, esto no implica desconocer la particularidad de cada vida y su correspondiente relato, ya que sólo podemos encontrar lo común reconociendo precisamente la peculiaridad de la trama vital individual y, así, también la peculiaridad de cada texto. Esto nos lleva a apreciar cómo la narración de una vida individual rememora modelos míticos vividos desde la antigüedad por la humanidad, es decir, cómo aún hoy estamos reviviendo mitos en nuestras narraciones contemporáneas, ya que la fuente inconsciente de lo creativo es en todo momento lo arquetípico. Retomando una vez más a Jung, podemos entonces decir que: “…los arquetipos toman vida solo cuando intentamos descubrir, pacientemente, por qué y de qué modo tienen significado para un individuo vivo” (Jung, 1979, p. 96).

Lo que una autobiografía permite es el tejido del mito interior de una vida, lo que le brinda una cierta sensación de continuidad a la existencia. Este tejido es realmente un dar palabra a la más profunda interioridad. Encontramos así que las narraciones autobiográficas, movilizadas por la necesidad humana de dar sentido a la existencia, manifiestan algo más que su contenido literal o referencial, ya que al ser expresiones simbólicas tienen de por sí más de un significado. Lo que se construye entonces en una autobiografía más que una historia de hechos vividos es el trazado del mito interior de la propia vida; y por ello podemos sostener ahora que la autobiografía es el encuentro con una verdad íntima y personal, la verdad interior de la que nos habla Gusdorf cuando afirma “la necesidad de un segundo tipo de crítica, que, en lugar de verificar la corrección material de la narración o de mostrar su valor artístico, se esfuerce en entresacar la significación íntima y personal, considerándola como el símbolo, de alguna manera, o la parábola, de una consciencia en busca de su verdad personal, propia.” (Gusdorf, 1991, p. 16).

Es así, como en los textos autobiográficos la representación de los acontecimientos ocurridos debe entenderse analógicamente más que como una copia fiel de lo sucedido, ya que su búsqueda es, ante todo, la de generar sentido a través del tejido creado en la narración. Así se diluye el escollo de la incesante búsqueda de “la verdad” de los hechos ocurridos, tan comúnmente ligada a la lectura de textos autobiográficos. Podrían preguntarnos entonces: ¿no se trata acaso de contar una vida en la autobiografía? Ante esta pregunta podemos responder que sí, pero ante todo siéndole fiel al mito o verdad interior que en ella emergió, más que a la referencia a unos hechos ocurridos, que por demás ya no están, han partido, a la vez que han permanecido, pero ahora en la forma de profundas experiencias interiores. La lectura de autobiografías pide entonces un registro simbólico que permita aproximarnos al inmenso mundo interior de quien narra, en nuestro caso de Mariana. Por esto podemos afirmar que, para poder dilucidar los sentidos que ha tenido una vida, la autobiografía debe distanciarse de ser una simple historia narrada en primera persona, pues si la historia se debe atener a unos hechos dados, la autobiografía en cambio es ante todo la búsqueda de aquello más íntimo que se reconstruye y restaura, así como se crea, con el recuerdo y su escritura.

El desarrollo de nuestro trabajo se asemeja al recorrido en un laberinto, que estuvo por momentos acompañado de extravíos y confusiones, así como en otros de sorprendentes hallazgos. Uno de los hallazgos más esclarecedores, el cual ya ha sido nombrado, fue la conexión encontrada entre la novela y el mito griego rememorado a través de su narración. El otro hallazgo que reconozco evidentemente, pues tal vez, otros aun no los veo, fue Nomeolvides, las memorias de Paula Amor, madre de Elena Poniatowska, especialmente cuando descubrí que éstas son tan próximas desde su creación a la hija, y sabiendo además que la madre es tema recurrente en La “Flor de Lis”. Este hallazgo nos permitió realizar un acercamiento a la autora de nuestra novela a partir de las narraciones de madre e hija, pues se presentan así Paula y Elena profundamente conectadas por la escritura.

Ahora bien, la lectura de estas memorias, que incluyen sugestivas y bellas fotos de la familia Amor Poniatowska, representó también un extravío en nuestra ruta de lectura de la novela La “Flor de Lis”, pues en nuestra búsqueda de comprender la autobiografía de Mariana como la revelación de un mito interior, nos topamos con un documento literario que narraba, en la voz de su madre, algunos hechos vividos por Elena que parecían coincidir con hechos narrados en La “Flor de Lis”. Fue entonces cuando cierta tendencia de detective –aludida por Lejeune- se activó en mí buscando corroborar en el mundo “real” los hechos ficcionados, pero finamente pude comprender que más que ante “hechos verificables”, estábamos ante la narración de dos obras, ante orígenes compartidos –coincidencias genealógicas-, y ante relaciones de proximidad más que de equivalencia, entre estas dos parejas de mujeres: Paula y Elena, madre e hija en Nomeolvides, y Mariana y Luz, madre e hija en La “Flor de Lis”. Lo importante aquí fue entonces revelar cómo la relación particular con una madre real o con una madre recreada literariamente en una obra de ficción hace eco de una experiencia universal con el arquetipo materno, que tiene su expresión mitológica en Deméter.

La narración de La “Flor de Lis” teje el mito interior de Mariana marcado por motivos arquetípicos como la inevitable pérdida de ingenuidad en el paso hacia el crecimiento y el conocimiento de la naturaleza humana, la tensión entre la pertenencia y el desarraigo, y la relación fundamental con la madre como centro de regreso al origen. La trama vital de Mariana, protagonista, se va configurando en la novela a través del contacto que ella tiene con varias figuras arquetípicas como: la gran madre, el doble, el anima y el animus, el viejo sabio, la sombra y el demonio, las cuales son representadas por los personajes que tienen una gran carga afectiva en la vida y narración de Mariana, principalmente Luz y el padre Teufel.

Inicialmente, en nuestra lectura arquetípica consideré que en la novela cada personaje representaba un solo arquetipo; sin embargo, con la profundización de la lectura se hizo evidente que cada personaje estaba evocando o encarnando diversos arquetipos en diferentes momentos y bajo diferentes condiciones. Esto se debe a que ni las personas ni los personajes somos uniformes y unívocos, sino más bien diversos y múltiples. Por eso, lo que permite la lectura arquetípica es explorar los textos como la vida misma que está colmada de múltiples personajes y facetas, de matices variados, de subidas y bajadas, facilitando develar en medio de esa maraña el mito interior que ha brindado una cierta continuidad a una vida.

Lo que encontramos en La “Flor de Lis” es entonces la autobiografía de su protagonista Mariana, que narra su trama vital en primera persona y nos revela su interioridad a través de la voz de la niña. Consideramos que las coincidencias genealógicas entre las vidas de Elena y de Mariana se desarrollan en la novela de manera sutil y como figuración literaria; más que como correspondencia directa éstas pueden ser leídas como una correspondencia simbólica. Ciertamente, Mariana no es Elena, pero tal vez Elena se puede descubrir en los acontecimientos que tejen la vida narrada por Mariana. No podemos deshacernos de las similitudes entre ambas tramas vitales – la del personaje y la de la persona-, pero tampoco podemos reducirlas a ser lo mismo. Aquí se muestra ese andar entre fronteras, entre la persona “real” y el personaje, tan típico de Elena Poniatowska.

Es así como una constante de la escritura de Elena Poniatowska, tanto en su trabajo periodístico como en el literario, es dar la voz a los otros; ella tiende a promover en su escritura que los personajes hablen por sí mismos pareciendo que hace desaparecer su propia voz. También es constante la mezcla que hace entre la ficción y la realidad, pues escribir es una forma que ella tiene de acercarse a la vida y a la vez de transformar con ello la realidad. Elena Poniatowska escribe con una mexicanidad ganada desde un arraigo colmado de extranjería, desde una popularidad surcada de refinamiento.

Su origen la hace duquesita habitante de palacios e institutrices; la lleva a aprender varias lenguas, a estar cerca de lo europeo y, así, a vivir en un mundo cada vez más amplio. Sin embargo, su encuentro con México y, especialmente, con ciertas mujeres como Josefina Bórquez y Magdalena su nana es lo que le da arraigo, pertenencia y fuerza vital. Pareciera que el contraste, lo otro, la ayuda a expandirse, a salir de sí e ir hacia otros, para terminar dando su palabra escrita a muchos que no la tienen. El mito interior de Elena Poniatowska está así estrechamente ligado a su pertenencia y arraigo a México, a su gente, a sus costumbres, haciéndolo el escenario central de su escritura. Contar la vida se nos revela entonces como la continuidad del mito interior de Elena Poniatowska: contar la vida de ella, de su gente y de México, rehaciéndola a través de la alquimia de la escritura.

Lo que nos muestra esta escritora mexicana es la posibilidad de generar una escritura próxima tanto a los mundos sutiles y vagos que representa Luz como a los mundos discursivos y certeros que representa Teufel. Una escritura que rescate la afectividad, las relaciones de interdependencia que nos constituyen; una escritura dadora de voz a lo femenino silenciado, al reino del anima, de la Diosa, de lo doméstico, de la tierra, de lo inasible e intangible, pero un acercamiento tal que no por ello sea ciego a la presencia ineludible de lo otro. Las escrituras autobiográficas de mujeres, marcadas por la relación entre madres e hijas, rondan tanto en La “Flor de Lis” como en Nomeolvides. Mariana comenta que lee el diario de su madre Luz. Elena invita a escribir a su madre Paula. De todas manera, Elena da voz a otros con su escritura y con eso se la da a sí misma. La escritura autobiográfica de mujeres se nos muestra así como un camino de creación de universos de sentido, de aproximación a lo simbólico.

No es gratuito que la mayoría de autobiografías vuelvan a la infancia, pues mientras más caminamos la vida pareciera que más nos aproximamos a la tierra de origen, a la tierra de la niñez, retorno mítico que nos muestra que nuestro destino, es decir, hacia donde nos dirigimos, es también nuestro origen. La forma de la vida, materia prima de la autobiografía, es entonces un gran círculo de regreso a casa. Vemos así cómo en la novela estudiada Mariana es la niñez eternizada que a la vez promete el reconocimiento del propio destino. La voz del arquetipo del niño es fundamental en la búsqueda de la verdad interior, para que el proceso de dar sentido a la existencia a través de la revelación del propio mito interior sea posible.

La autobiografía así vista tiene la función primordial de propiciar el diálogo interior del autor con su propia experiencia de vida, mostrando que si bien existen hechos y situaciones externas de las que se ha participado, la escritura autobiográfica es ante todo el ejercicio de tejer una vida desde el interior. Del camino recorrido durante la vida quedan únicamente rastros; la escritura autobiográfica ayuda a tejer aquellos hilos que contribuyen a dar sentido a nuestra interioridad, brindando alguna suerte de continuidad a nuestra existencia.

Para terminar, recordemos ahora una imagen: tenemos un ovillo que se va desenrollando mientras caminamos por el laberinto de nuestra existencia, se trata de un hilo invisible que, sin embargo, va llevando el significado de nuestro recorrido. Tejer una vida a través de la escritura autobiográfica rememora así el ovillo que Ariadna, enamorada, le dio a Teseo, para indicarle el camino de regreso del laberinto en el que mora el Minotauro.

NOTAS DE PIE DE PÁGINA

(1) Jung comprendió al anima específicamente como el elemento complementario femenino en la psique del hombre y al animus como el elemento complementario masculino en la mujer; esta perspectiva se ha ampliado y discutido a partir de definiciones más contemporáneas de los roles de género para comprender al anima de manera más amplia como una imagen afectiva que hace parte tanto de hombres como de mujeres. Se comprenderá así al anima como una figura de mujer que aparece en los mitos y en la literatura como diosa y/o como mujer fatal.

(2) Es importante resaltar que en la ilustración de la portada de la edición de la novela de 1997, pintada por Vicente Rojo, se muestra la imagen de una doncella recostada sobre un animal mitológico parecido a un dragón que muy bien representa lo demoníaco.

 

 

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