Necesidades extra-profesionales del analista

Frieda Fromm-Reichmann

Frieda Fromm-Reichmann (1889-1957) fue una psiquiatra alemana contemporánea de Sigmund Freud, quien emigró a los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Su paciente más famosa, Joanne Greenberg, escribió una autobiografía novelada, Yo no te prometí un jardín de rosas, en un hospital mental. Fromm-Reichmann acuñó la expresión “madre esquizofrénica” que influenció al movimiento antipsiquiátrico. Colaboró estrechamente en institutos psicoanalíticos en Nueva York, con Erich Fromm, Clara Thompson, Harry S. Sullivan, David Rioch y Janet Rioch. Este documento corresponde a un segundo segmento del Capítulo 2 de su libro Principios de psicología intensiva (1977), Buenos Aires: Editorial Paidós.

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 Frieda Fromm-Reichmann

 ¿Cómo influirá, por lo tanto, la necesidad de satisfacción y seguridad del terapeuta sobre su capacidad de escuchar, además del peligro anteriormente tratado de permitir que el material recibido del paciente despierte su propia fantasía?

Se ha mencionado la satisfacción del hambre como un logro necesario; en nuestra cultura esto implica tener o ganar el dinero para comprar los alimentos. El analista gana ese dinero mediante su trato profesional con sus pacientes. En este sentido, la práctica de su profesión es una legítima fuente de satisfacción para él. Lo que debe evitar, sin embargo, es hacer de la psicoterapia con un paciente, la única fuente de su satisfacción. Para impedir que ello ocurra, se recomienda que el joven analista comience su ejercicio privado de la psicoterapia con dos pacientes, o combine la psicoterapia intensiva con un paciente con actividades psiquiátricas adicionales de otra índole, como pueden serlo la dedicación parcial al trabajo en instituciones, enseñanza, consultas, etc. A pesar de que para el inexperto esto pudiera parecer como carente de importancia, la psicoterapia con un solo paciente, como única fuente de ingresos, puede estar fácilmente predestinada al fracaso.

La satisfacción sexual ha sido citada como otro objetivo de satisfacción en la vida del hombre. El terapeuta debe evitar estrictamente usar al paciente, realmente o en su fantasía, para la búsqueda de placer sensual, de modo que no interfieran con la capacidad de escuchar del analista las fantasías sexuales respecto del paciente o de las personas a quienes éste menciona, o las identificaciones con el paciente o sus compañeros, en lo que se refiere a sus experiencias sexuales.

Naturalmente, la necesidad de dormir del hombre no tiene que ser llenada por el terapeuta mientras atiende sus obligaciones profesionales. Empero, desgraciadamente, no revelo ningún secreto al declarar que hay terapeutas que se duermen mientras debieran estar escuchando, en especial si se sientan detrás de sus pacientes y no se ve uno al otro. Hasta hay racionalizaciones de parte de analistas para tales errores imperdonables de procedimiento, tal como, «yo sólo me duermo si el paciente dice cosas sin importancia y me despierto tan pronto éste refiere algo atendible». En marcado contraste con tal endeble racionalización, deseo subrayar firmemente mi punto de vista, de que la respuesta del terapeuta a las nimiedades del paciente no debe ser una siesta, sino el escuchar con suficiente vigilancia de modo que pueda interrumpir y dirigir al paciente hacia la producción de un material más importante. Esta aserción implica un cambio de actitud con, respecto a la técnica de las «asociaciones libres», tal como se usa en el psicoanálisis clásico.

Ampliaré este tema más adelante. Si el analista se dedica a dormir durante la sesión psicoterapéutica esto interfiere con su capacidad para escuchar y dirigir la entrevista adecuadamente. También trae como consecuencia una mengua del autor respecto del paciente, al evidenciar el médico lo poco interesado que está en el paciente y en lo que relata. Esto puede resultar muy desastroso para el proceso psicoterapéutico, porque la autoestima de un paciente psiquiátrico es de por sí muy baja. A sabiendas o no, su falta de autor respeto y su inseguridad son, por regla general, una de las razones de su necesidad de psicoterapia. Uno de los principios importantes de la psicoterapia intensiva, a que tendré que referirme repetidas veces, es qué el analista se esfuerce por mejorar el auto respeto del paciente, y que evite por todos los medios herirlo.

La ubicación psicoanalítica clásica del analista sentado detrás del paciente, éste acostado sobre un diván, puede llevar implícito el peligro de alentar al analista a dormitar si éste fuere proclive a ello. En la época en que se desarrollaron la técnica y los métodos de la terapia psicoanalítica clásica esta posición fue considerada la deseable con el fin de incitar un estado de completo relajamiento del paciente, lo cual lo posibilitaría para la libre asociación, y eliminaría su embarazo durante el relato del material delicado y doloroso. Más aún, el fundador del psicoanálisis clásico, Sigmund Freud, no se sentía dispuesto a someterse durante ocho horas diarias a las miradas de sus pacientes, y suponía que muchos de sus colegas podrían encontrar la misma dificultad (38).

Desde entonces ha habido un notable desarrollo en la compenetración y técnica psicoanalítica (93). Muchos psicoanalistas creen que ya no es necesario escuchar las asociaciones libres durante un largo período, para conocer la psicopatología de los pacientes y administrar cualquier intervención psicoterapéutica activa (5, 6). Ello se debe al incremento del conocimiento de la dinámica de los procesos mentales, adquirido durante los últimos cincuenta años. Por añadidura, en el lapso del último medio siglo, para mucha gente de esta cultura, muchos tópicos, cuya comunicación se hacía antes con extrema vacilación y timidez, han perdido gradualmente la connotación de embarazo. Indudablemente, las enseñanzas de Freud son en gran parte responsables de una actitud más normal hacia la discusión del tema sexual, prohibido anteriormente. Las sugerencias en cuanto a la técnica, formuladas por él originariamente para conformarlas con la sensibilidad de sus contemporáneos, son actualmente anacrónicas, justamente como resultado de sus enseñanzas.

En cuanto a lo penoso que podría ser para el analista recibir durante ocho horas diarias las miradas del paciente, creo que entonces existían dos razones, ambas desechables hoy. Una era que el terapeuta podía verse en la situación de compartir el embarazo de sus pacientes durante las comunicaciones dificultosas. La segunda era el concepto psicoanalítico original, de acuerdo con el cual el terapeuta no debía exhibir ningún signo de reacción o de participación en las relaciones del paciente. Cuanto más inexpresivo e inanimado se mostraba el rostro del analista, tanto más cerca estaba del ideal de servir al paciente como una máquina grabadora, en la que podía registrar todo lo que estuviera en su mente. Esta actitud inanimada también servía de preventivo contra la posibilidad de que el analista se viera envuelto personalmente con sus pacientes y con las experiencias emocionales que le referían. El continuo control de la expresión facial, postura y gestos que el analista tenía que ejercer en estas condiciones, hacían que al exponerse al escrutinio visual de sus pacientes durante todo el día, fuera sin duda una tarea muy dura para él (63, 64).

Actualmente, muchos analistas ya no consideramos al terapeuta como alguien que no responde y es solamente un espejo de los pronunciamientos de sus pacientes. Lo consideramos como un observador partícipe en el proceso psicoterapéutico. Tampoco creemos necesario ni deseable que el analista ponga coto a sus reacciones espontáneas en el escenario psicoterapéutico, siempre y cuando sus expresiones faciales de respuesta no puedan ser usadas por los pacientes como un medio de orientación que guíen inadvertidamente sus producciones y comportamiento. Además, naturalmente, deben ser respuestas genuinas a los relatos de los pacientes, y no estar coloreadas por sus experiencias colaterales privadas.

Teniendo en cuenta estos dos conceptos, considero desde todo punto de vista mucho más deseable tener un arreglo que posibilite al paciente y al terapeuta mirarse o no según la ocasión lo aconseje. La prohibición de usar el contacto visual como una ayuda en el proceso terapéutico es un antídoto innecesario y crea una situación irreal. Esto tiene vigencia especialmente para los pacientes psicóticos cuya falta de orientación en el mundo exterior debe ser contrabalanceada por la realidad visible y audible de otra persona. Ampliaré luego este .terna durante la discusión del proceso psicoterapéutico (65).

En lo que se refiere al cuarto objetivo de la satisfacción humana, el evitar la soledad física, no hace falta insistir en que el paciente no debe ser usado para su logro. Con esto no se postula que el analista tenga que ser un ciudadano obsesionado de nuestra cultura, en la que el contacto con otra persona es considerado tabú a menos de que haya una relación íntima. Lo contrario es la verdad. A veces puede ser indicado y apropiado estrechar la mano de un paciente o, en el caso de un paciente muy perturbado, tocarlo tranquilizadoramente, o no rehusar sus actitudes que buscan afecto y cercanía. Sin embargo, siempre se recomienda que uno sea parco en la expresión de cualquier contacto físico.

Un analista solitario debe hacer que su propia necesidad de contacto físico no interfiera en el logro de conclusiones correctas respecto a las necesidades de los pacientes. Debe estar prevenido contra una falta de vigilancia en el escuchar producida por esta interferencia de sus propias necesidades no resueltas.

Las operaciones de seguridad deberán interferir en la misma medida mínima tanto en la capacidad de escuchar del analista, como en sus necesidades personales de satisfacción. El analista que ha menester del paciente individual para edificar su prestigio y probar asimismo de que es capaz de usar sus poderes y sus destrezas exitosamente, estará en peligro de tratar de impresionar a su paciente, en lugar de ser impresionado por las necesidades y dificultades de éste. Esto puede ser verdad especialmente para el analista joven, quien podría contrarrestar su propia inseguridad de dos modos que obstaculizarían su capacidad de escuchar. Primero, podría verse llamado a esconder su inseguridad tras la pomposidad profesional. Tal actitud es muy indeseable; en realidad, puede condenar el procedimiento psicoterapéutico al fracaso. Como se ha dicho antes, todo paciente mental sufre de una alteración de la seguridad en sí mismo, es decir, que es inseguro y ansioso. Siendo así, será muy sensible a los intentos de otra persona a disfrazar su inseguridad. Si esta otra persona es su analista, la inseguridad mal oculta de éste se sumará a la ansiedad del paciente, quien no podrá confiar en el analista y en su capacidad de escuchar. En consecuencia, la colaboración psicoterapéutica fracasará. Incidentalmente, los analistas adiestrados en Europa Central y que actualmente hacen psicoterapia en este país, deberán tener en cuenta que a sus pacientes anglosajones les desagradará todo despliegue de pomposidad en mayor medida que a sus pacientes europeos.

El joven analista que puede verse tentado a impresionar a sus pacientes, deberá recordar cuan innecesario es esto, porque los pacientes que vienen a verlo desean ayuda. Ellos esperan que sea competente en ofrecer este auxilio basándose en su preparación y/o porque fue recomendado por otro paciente tratado con éxito, o por un analista de más edad. Los pacientes tienen una tendencia hacia la salud, y son solitarios. Su deseo de socorro, su tendencia a la salud y su soledad, son mucho más importantes para ellos que la edad cronológica o profesional de la persona a quien acuden en busca de ayuda.

La segunda manera en que el analista pueda tratar de dominar su inseguridad es mediante el cultivo de la dependencia y la admiración del paciente, y por ello resulta igualmente desechable. Esto puede trabar la capacidad del analista para escuchar, aún más que el despliegue directo de solemnidad. El cultivo de tales actitudes empuja a sus pacientes a un estado de dependencia, en lugar de promover el crecimiento, la independencia y la capacidad para usar su propio juicio. Digámoslo de otro modo, el analista duplica las demandas de un amor incalificado y la aceptación de autoridad que los padres u otros adultos de significación en la infancia del paciente puedan haberle impuesto en su detrimento. En la terminología de Freud, cultiva artificialmente la transferencia positiva de los pacientes. Mientras haga esto, puede tener una razonable certeza de que a la larga obtendrá resultados contrarios. Los pacientes rechazarán la interferencia del analista en sus tendencias y deseos de crecimiento e independencia, dado que éstas son una de las razones por las que han acudido al médico, y resentirán a su presunto auxiliador por haberles fallado. En otras palabras, los intentos del analista para cultivar artificialmente la transferencia positiva de sus pacientes, engendrarán necesariamente una actitud negativa en el paciente respecto del analista.

Debemos mencionar aquí algunos resultados desgraciados provocados por la necesidad del analista inseguro de usar a su paciente como un tubo de ensayo para sus capacidades y poderes. Tal analista puede estar tan preocupado por la idea de que sus pacientes deben curarse, para el bien de su reputación, que los escuchará y conducirá el tratamiento de una manera tal que desatenderá y será sordo a las reales necesidades del paciente y a su lucha por mejorar. O el analista inseguro puede creer que el paciente debe entender todas las acotaciones que se le ocurran, sin preguntarse si éste está preparado para comprenderlo. Del mismo modo podrá responder a la incapacidad del paciente de comprenderlo mostrando una gran irritación, lo que a su vez obstaculizará que se traten los legítimos temas del proceso psicoterapéutico. Por otra parte, el paciente puede sentir que se lo emplea como un medio para confirmar la reputación del analista, más que como un objeto de tratamiento por derecho .propio. Esta actitud bien puede llevar al fracaso del tratamiento. A este respecto, recuerdo el infeliz hijo neurótico de un padre influyente y poderoso, cuya vida estaba dedicada solamente a acrecentar el prestigio y la reputación de su progenitor. Esperaba que todo aquél con quien se vinculara, obrara solamente para impresionar a su influyente padre o buscara prestigio como éste. Por supuesto, el paciente esperaba que el analista se comportara en consecuencia. «Si me curo, manifestó en su primera entrevista, será realmente un galardón para usted.» Por fortuna el analista no estaba preocupado por su reputación, por lo que escuchó al paciente y a las implicaciones de sil observación sarcásticamente cortés, y con gran sorpresa del paciente, contestó simplemente que su reputación ya estaba establecida, independientemente del éxito o fracaso de un caso dado. Y tan pronto el paciente volvió a darle la oportunidad de hablar, añadió que no tenía interés en impresionar a su padre, sino tan sólo en poderle ser útil al paciente por derecho propio, siempre y cuando éste deseara la colaboración psicoterapéutica. Muchos años después, cuando por fin el paciente logró llegar a la recuperación, señaló esta conversación como el comienzo del éxito terapéutico.

También los analistas inseguros pueden insistir en que sus pacientes realicen cosas para las cuales no están todavía preparados. Éstos pueden tratar de hacerlas para agradar y alentar a sus médicos, mientras ellos mismos caen en el desaliento debido a estos esfuerzos prematuros. Sin duda no deberá llevarse al paciente a la situación de tener que tranquilizar al facultativo. Por suerte hay pacientes que son capaces de ver y verbalizar este peligro. El analista que no se preocupe demasiado por la búsqueda de hallar seguridad a expensas de sus pacientes, podrá prestar oídos a sus advertencias. Esto acaeció, por ejemplo, en el caso de una enferma catatónica, a quien el analista intentó empujar prematuramente hacia la reanudación de las relaciones sociales. La paciente declaró que estaba en vías de curación, aunque las relaciones sociales todavía le resultaban repulsivas. «En un próximo futuro, señaló ella, cuando esté convencida de que nadie me empuja por motivos especiales, usaré mis propias alas para volar.» Eventualmente, el analista escuchó esa advertencia, aunque no se adhería a las pautas convencionales del tratamiento del hospital y por lo tanto menoscababan su prestigio en ese lugar. De haber continuado forzando a la paciente a sociabilizar, aun contra el aviso de la misma, podría haber demorado su recuperación o ponerla al borde del fracaso.

Esta admonición a los analistas que presionan a un paciente en una cierta dirección para beneficio propio, no debiera confundirse con una prevención general contra la validez terapéutica de cualquier presión sobre los pacientes contrariando, algunas veces, sus propios deseos y convicciones. En ciertos tipos de casos que serán tratados más adelante se indica y resulta útil el proceder activamente.

La preocupación del analista inseguro por afirmarse a sí mismo a costa de sus pacientes causa otra consecuencia desafortunada: la fantasía de que éstos pueden ser «arcilla en las manos del escultor» y de que los puede modelar a su propia imagen. Tales deseos pueden conducir al terapeuta a fantasías de semejanzas inexistentes entre él y sus pacientes, las que lo tornarán resistente a adquirir un cuadro real de las personalidades de los enfermos y de sus dificultades emocionales específicas en la vida. Se espera que el paciente acepte o llegue a las mismas soluciones para sus problemas personales, que las que el terapeuta ha decidido para su propia vida. Estos pacientes no recibirán la ayuda que necesitan en la búsqueda de sus propias respuestas. En otros casos, se espera que los pacientes acepten la serie de valores personales del analista, en lugar de suministrárseles aliento para hallar los suyos propios y aprender a seguirlos en forma independiente.

A través de situaciones ilustrativas como las mencionadas podemos deducir lo siguiente: el analista debe poseer una autoestima razonablemente estable, con el fin de evitar errores terapéuticos; lo cual es otra razón más que hace necesario el psicoanálisis del analista antes’ de emprender la psicoterapia intensiva con otros.

La experiencia siguiente ilustra la significación benéfica que tiene para el paciente el hecho que su terapeuta demuestre ser un individuo que se respeta a sí mismo. Una mujer que había tenido que interrumpir su tratamiento por haberse mudado a otra ciudad, volvió después de cierto tiempo y solicitó una entrevista con el analista. La paciente le manifestó cuan contrariada estaba por los resultados de su propio tratamiento, y por algunos fracasos del analista, que ella había notado en otros pacientes. Le expresó entonces sus dudas en cuanto a sus capacidades en general y su resentimiento por no haberla advertido antes de que ella llegara a sobreestimarlo. El médico examinó las quejas de la paciente y lamentó la sintomatología residual de la misma. Continuó diciéndole llana y tranquilamente que él todavía se consideraba un analista razonablemente bueno. La paciente exhaló un suspiro de alivio y respondió: «Eso es todo lo que quería saber». Lo que ella quería expresar era que nada importaba en tanto pudiese contar con la estabilidad del respeto propio de su ex terapeuta.

Existe otra razón más debido a la cual él auto respeto del analista tiene primordial importancia para el procedimiento terapéutico. Si es cierto que la capacidad de un individuo para respetar al prójimo depende del desarrollo del respeto por sí mismo, se deduce que solamente un analista que se respete a si mismo será capaz de respetar a sus pacientes y de tratarlos sobre una base de mutua igualdad humana. El analista que se respeta debe recordar que se halla en una categoría superior en comparación con sus pacientes únicamente en virtud de su preparación especial y de su experiencia, y no necesariamente en otro sentido. Sus pacientes pueden o no tener mayores cualidades personales que él. Repitiendo lo que se dijo en la Introducción: el hecho de que una persona requiera auxilio psiquiátrico en el manejo de sus dificultades emocionales en el vivir, no significa» en modo alguna una inferioridad básica. Solamente el analista que comprenda esto será capaz de escuchar a sus pacientes en una forma que conduzca al éxito terapéutico.

El respeto del analista por sus pacientes también le ayudará a salvarlo del error antes señalado, de asumir una actitud de «autoridad irracional» personal, en lugar de prestar oídos y de conducir la terapéutica en el espíritu de guía colaboradora (56). El comportamiento autoritario irracional será dañoso no sólo porque interferirá per se con la tendencia del paciente hacia el crecimiento y la maduración, sino también, lo que es de mayor importancia, porque constituirá una repetición traumática de los aspectos autoritarios del modelo cultural de conducta en general, y del modelo paternal en particular, a los que la mayoría de los pacientes mentales han estado sujetos de un modo nocivo durante su pasado (146).

Lo que antecede no pretende descartar que el analista adopte una postura firme y definida, como la de un experto que establece su «autoridad racional» en sus sugerencias psicoterapéuticas. Pero si prohíbe que aproveche la inclinación del paciente apesadumbrado, intimidado y sobre dependiente, para que lo coloque, como persona, sobre un pedestal autoritario. Para muchos analistas la tentación de hacerlo puede estar presente como medio de vengarse de una molesta dominación autoritaria, a la que ellos mismos estuvieron sujetos por sus padres, maestros o superiores, y en forma anónima por la sociedad en general.

Si el analista se respeta a sí mismo y a sus pacientes, su capacidad de escuchar no se verá trababa por fantasías de omnisciencia o perfeccionismo. Verá claro que no tiene el deber de ser un mago del cual se esperan milagros terapéuticos. Será capaz de admitir errores, limitaciones y defectos cuando éstos ocurran.

Los analistas inseguros e imbuidos de la necesidad de estar siempre en lo cierto no pueden soportar su imposibilidad de comprender las comunicaciones de los pacientes, sin desarrollar sentimientos de ansiedad o resentimiento. Estos profesionales no pueden entender que el paciente mental, a quien se supone alienado, pueda expresar cosas significativas que el analista, supuestamente cuerdo, sea incapaz de entender.

Este aserto podrá parecer redundante a los analistas que solamente trabajan con neuróticos ambulatorios. Aquel que trata a {nicóticos trastornados, empero, se verá enfrentado muchas, veces con su incapacidad de entender el contenido de las informaciones de sus pacientes. Esto es cierto, a pesar del hecho de que los analistas han aprendido de Freud a revisar los postulados de la psiquiatría clásica, que ensenaba que la mayoría de las manifestaciones de los psicóticos carecían de sentido, tanto para •I paciente como para el médico. Sin embargo, no es necesario entender todo lo que el paciente dice. Por regla general, el paciente trastornado es indiferente al hecho de que el terapeuta no alcance a comprender el contenido de sus comunicaciones, -en tanto éste sea franco al respecto y no trate de disimularlo. El terapeuta deberá abordar todas las informaciones, incluso las ininteligibles de los psicóticos, del mismo modo que aborda los sueños de la gente sana y de los neuróticos. Tendrá la esperanza de entender algunos de ellos y quedar en ayunas respecto de otros; pero sabe que la gran mayoría tienen un significado para el que suena.

Hubo un tiempo en que nosotros, los analistas, rebosábamos entusiasmo debido al descubrimiento de las comunicaciones potencialmente significativas de nuestros enfermos. Esto condujo a la psicoterapia psicoanalítica hacia la falsa dirección de concentrarse en el contenido de las informaciones de los pacientes y de sobreestimar la utilidad psicoterapéutica de comprenderlas. Tal cosa es aplicable tanto a las manifestaciones de los psicóticos como a las comunicaciones inadvertidas de los neuróticos, sus lapsus y otros fenómenos, que Freud ha descrito bajo el título de Psicopatología de la vida cotidiana (49). Esa época pertenece al pasado. Ahora consideramos terapéuticamente más efectivos, el origen, el momento y la dinámica de las manifestaciones neuróticas y psicóticas, sin eliminar, por supuesto, nuestro interés por comprender su verdadero contenido.

Por ejemplo: una esquizofrénica paranoide hospitalizada de unos treinta y cinco años, que estaba ostensiblemente trastornada desde hacía trece años, comenzó a mostrar signos de recuperación después de muchos meses de psicoterapia intensiva. Hasta ese momento uno de los síntomas principales había sido el delirio de la aparición de «La Línea». Hasta entonces la paciente no le había dicho al terapeuta qué era «La Línea»; puede que ella misma no lo supiese. Sin embargo, le había podido relatar, gracias a las indagaciones del terapeuta, los eventos que precedían a cada aparición de «La Línea», hasta que finalmente descubrieron qué tipos de acontecimientos en la vida del paciente condicionaban el fenómeno. «La Línea» desapareció y su eliminación parece haber contribuido en gran medida a la mejoría de la enferma (Para un amplio estudio de la historia y tratamiento de esta paciente, ver Staveren, Ref. 143).

Este ejemplo debe recordar al analista dos hechos importantes: Primero, su interés por la investigación debe ser secundario a su anheló de descubrir datos, estrictamente pertinentes a sus obligaciones psicoterapéuticas. Segundo, no debe obstinarse en buscar y transmitir comprensión al paciente, a expensas de observar lo que acontece dentro del mismo. Con frecuencia no es ventajoso terapéuticamente el actuar así. Como dijera Freud, «La tarea del psicoanalista es ayudar al paciente, no demostrar cuan inteligente es el médico», una explicación más amplia sobre el significado del origen y de la dinámica de las comunicaciones del paciente versus su contenido, será incorporada en la exposición sobre el proceso psicoanalítico.

La advertencia contra la indulgencia de los analistas en permitir que fantasías de omnisciencia y perfeccionismo interfieran con su capacidad de escuchar y de admitir estos errores en su fuero interno, no implica necesariamente que el terapeuta deba siempre sentirse obligado a reconocer sus equivocaciones frente a sus pacientes. Éstos tienen suficientes preocupaciones propias sin necesidad de que el terapeuta las aumente, o mucho menos que los use como padre-confesor, agobiándolos así por un errado concepto de sinceridad, producido por la preocupación del analista por sus propios yerros. Lo que realmente importa es que éste sea capaz de admitir francamente sus equivocaciones para poder obrar luego con inteligencia.

Por otra parte, como en los siguientes casos, hay ocasiones y circunstancias en las que es aconsejable terapéuticamente que comente sus errores con el paciente, de una manera intrascendente y no masoquista. Un joven catatónico estaba muy enojado con su analista por razones desconocidas. Su racionalización consistía en que la analista era una extranjera con un marcado acento foráneo. «¿No puedo tener un médico que hable un inglés decente?», exclamó. Luego se tornó violento. Unas seis semanas después el paciente estaba muy satisfecho por cierta muestra de sensible comprensión de parte de la analista. «¿No es usted de Cambridge?», le preguntó. La terapeuta no captó la implicación de que el paciente quería expresar su deseo de perdonar su acento extranjero, ni tampoco cuando le dijo: «Su forma de hablar suena tan bien como un auténtico inglés de Boston». La analista, en consecuencia, negó ser de Boston, y se refirió a su tierra natal y a su última residencia en Europa. El paciente insistió en que debía ser de Cambridge, exclamando: «Estoy seguro de que había una muchacha de Cambridge, quizás usted no la conocía lo suficiente». Ese día, sólo cuando hubo dejado a su paciente, le resultó evidente a la analista la conexión existente entre la sesión de seis semanas atrás, cuando el paciente le reprochó su acento, y la última, en que le había hecho un cumplido por su inglés. Si un catatónico corre el riesgo de exponerse lo suficiente como para pedir perdón y cumplimentar al terapeuta esto lleva la connotación de un enorme regalo. Si el analista no lo comprende, y no acepta el presente, el paciente puede tomarlo como una gran reprobación. Por ello, la analista creyó que en este caso era conveniente comentar su falta de comprensión. En la sesión siguiente, dijo al paciente que se había dado cuenta de lo tonta que había sido en la última entrevista al relatarle sus antecedentes, los que el paciente ya conocía, en lugar de comprender que ya no resentía su acento. El enfermo sonrió y pareció concordar enteramente con la mofa que la analista había hecho de sí misma. El curso de la sesión confirmó la esperanza de la analista en los resultados benéficos de reconocer su falla.

Hemos extraído otro ejemplo de la historia-del tratamiento de la muchacha catatónica a la que me referí en mi trabajo, Remarks on íhe Phüosophy of Mental Disorder (70). Esta paciente expresaba su ansiedad provocada por muchos meses de hospitalización, repitiéndole a la analista casi a diario, que ella, la enferma, debía abandonar el establecimiento. Decía que si los médicos se oponían a que fuese dada de alta, le debían informar con exactitud en qué consistía su enfermedad residual. La analista reconoció lo legítimo del pedido y solicitó a la paciente uno o dos días de plazo, durante los que trataría de concebir algo que tuviera un significado y le fuera útil a la enferma. Una vez formulado, le resultó sensato a la paciente, y lo aceptó. Sin embargo, al día siguiente volvió a insistir en su deseo de ser dada de alta. La analista quedó contrariada, se impacientó, pero se dio cuenta de ello, y sintiendo que debía admitir su fracaso, se disculpó. La paciente manifestó su aprecio por esta actitud de la analista, declarando que era ella quien debía disculparse, no la analista, ya que había colmado la paciencia del médico con su conducta reiterada. Paciente y terapeuta pudieron entonces convenir sobre los aspectos favorables de una relación médico-paciente, en la cual ambas se sentían en libertad de disculparse mutuamente.

Algunas veces, si el analista previera dificultades que podrían surgir de contrastes específicos entre la conformación» de su personalidad y la del paciente, sería aconsejable que el terapeuta expusiera esta posibilidad a aquél, señalando el peligro de su interferencia en el progreso de la psicoterapia. La experiencia que sigue ilustra lo dicho. Un psicópata muy brillante, inteligente y astuto, muchas de cuyas relaciones interpersonales sé manifestaban en términos de manipulaciones de poder, recibió de parte del analista, luego de la segunda sesión, la confesión de que se consideraba razonablemente inteligente, pero mucho menos listo y astuto que el paciente, y que no le costaría mucho al enfermo obstaculizarlo si se decidiera a emplear su sagacidad superior y su astucia con tal fin. Lo invitó entonces a optar, entre usar del analista para lo que éste pudiera ayudarle, o en hacerlo blanco de sus manejos. A .pesar de esta advertencia que el médico ofreció para el bien de ambos, el paciente más de una vez logró engañar al terapeuta durante el tratamiento. Dado que esto estaba previsto, fue fácil volver a la declaración inicial para malograr cualquiera de las sagaces, aunque inútiles, manipulaciones de poder del paciente.

El sentido de seguridad del analista es sometido a la mayor prueba de resistencia cuando debe encarar el despliegue de hostilidad del enfermo mental. No estoy de acuerdo con los postulados del análisis clásico, según los cuales las personas nacen para ser hostiles y agresivas, v. g. con la doctrina de Freud del instinto de la muerte (4.3, 105). En este nuestro mundo hostil, toda persona —ciertamente todo enfermo mental— tiene suficientes razones para aprender a desarrollar reacciones de hostilidad. Los pacientes mentales reaccionan con hostilidad a la conducta hostil, y a los defectos de los adultos significativos de su ambiente; incluso a las fallas de su terapeuta, y le transfieren la ira y el resentimiento producidos por sus experiencias anteriores. Más aún, interpretan la conducta y las comunicaciones del terapeuta según la pauta de sus experiencias desfavorables, pasadas con otra gente. De aquí se infiere que todo enfermo mental tendré que expresar un marcado grado de hostilidad en el curso de si intercambio interpersonal con el terapeuta. Siendo así, la psicoterapia solamente puede llegar a feliz término si el analista es lo bastante seguro de sí mismo, como para tratar adecuadamente las reacciones hostiles de sus pacientes.

Existe otra fuente inevitable de reacciones hostiles de los pacientes contra el terapeuta; proviene de la bipolaridad de la dinámica de los trastornos mentales. Se ha dicho en la Introducción, que los síntomas mentales son una expresión de la ansiedad de los pacientes. Al mismo tiempo, constituyen una defensa contra la misma, es decir, un intento de impedirla. Las actitudes de los pacientes hacia el psicoterapeuta son, inevitablemente, un reflejo de este doble significado de sus síntomas. El médico que combate la sintomatología de los enfermos será objeto de los sentimientos amistosos de estos pacientes, en la medida en que sus actitudes sean motivadas por su tendencia inherente a recuperar la salud. Pero, al mismo tiempo, los pacientes mentales se aferrarán a su sintomatología, debido a su cualidad defensiva. En consecuencia, el analista será también el blanco de su hostilidad, puesto que sus esfuerzos terapéuticos están dirigidos a privarlos de estas defensas. El reconocimiento de la bipolaridad dinámica de la sintomatología de los pacientes mentales, debiera ayudar al analista a sobrellevar estas explosiones de hostilidad, que son determinadas por la función y no por la .personalidad del analista. Algunos analistas creen que pueden exhibir su capacidad para escuchar sin alterarse los estallidos hostiles de los pacientes y los «invitan a expresar su hostilidad», por así decirlo. Por supuesto, que fracasan. Primero, el paciente no está dispuesto a aceptar ninguna sugerencia de una persona por la que siente ira o resentimiento y mucho menos la invitación de expresar este resentimiento. Segundo, no es probable que lo lleve a cabo porque nadie realmente siente o piensa respecto de su ira, en términos de «hostilidad». El mismo empleo del vocablo abstracto puede hacer que el paciente sienta que su ira, su rabia, su furia, su resentimiento, etc., son subestimados o tomados en broma, cuando se los denomina «hostilidad». Por ello, el analista que invita a su paciente a expresar hostilidad, se protege a sí mismo, a sabiendas o no, de convertirse en el verdadero objetivo de esta hostilidad.

Algunos terapeutas han aprendido a fortificarse para sobrellevar el ataque abiertamente hostil de un paciente, de un modo terapéuticamente válido, es decir, impersonal. Sin embargo, estos mismos analistas no pueden mantener su capacidad profesional de escuchar a sus iracundos pacientes, si esta ira se expresa en profesionales del médico. Los analistas que hacen psicoterapia con paciente de hospital o clínica pueden sentir la tentación de neutralizar las invectivas hostiles contra sus instituciones. Dado que puede existir una necesidad de ser leal y de defender los lugares con los que están vinculados, los analistas pueden pasar por alto el hecho de que con mayor frecuencia los pacientes solamente parecen criticar o repeler el hospital o la clínica. En realidad, pueden estar usando las instituciones como blanco de la expresión de sentimientos negativos que van dirigidos contra su terapeuta, quien es parte del establecimiento.

Otra manera corriente de engañarse respecto de la hostilidad o las críticas de los pacientes, proviene de sus quejas acerca de oíros médicos que los han tratado. La tentación de sentirse halagados al ser considerados mejores que los colegas mencionados, puede inducir al analista a desatender el hecho de que estos juicios son usados por el enfermo tan sólo como una pantalla para expresar juicios o sentimientos negativos, en momentos en que el paciente, en realidad, está hablando de su analista actual.

El analista puede sentir que su seguridad se encuentra aún más amenazada por la crítica velada o directa de su paciente, cuando la considera objetivamente justificada. Es muy de desear que un analista se sienta suficientemente seguro, tanto corno persona como en su trabajo, de suerte que pueda escuchar y discernir correctamente la crítica justificada de la injustificada. Si la reconoce como correcta debe tomarla en su valor real y sacar conclusiones útiles. Si la considera injustificada, debe ser capaz de escuchar con atención y enfocar las averiguaciones subsecuentes en las razones emocionales de la necesidad del paciente de criticar.

La hipersensibilidad hacia una estimación o subestimación justificada o injustificada de las capacidades del analista, debido u una falta de respeto propio, obstaculizará de modo particular sus contactos constructivos con algunos grupos de psicóticos. Debido a su marcada ansiedad, esa gente ha desarrollado una continua vigilancia sobre su medio y están muy alertas en cuanto a las experiencias interpersonales. Como consecuencia, frecuentemente pueden captar emocionalmente, detalles que pasan Inadvertidos para otros, incluso para el analista. A través de lo» gestos, actitudes, palabras inadvertidas y acciones del analista, el enfermo psicótico a veces, puede adquirir un notable conocimiento médico ignora. Una seguridad bien desarrollada es necesaria para que el analista pueda escuchar sin resentimiento los comentarios de sus pacientes sobre estas tendencias de su personalidad, indeseables frecuentemente, y que hasta entonces no conocía.

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