Cara a cara: la simetría en la relación terapéutica – Enrique Galán Santamaría

ENRIQUE GALÁN SANTAMARÍA

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Enrique Galán S. es Licenciado en Psicología y un profundo conocedor de la obra de C.G. Jung. Miembro de la SEPA, EFPA, SIDPaJ y de la Fundación Carl Gustav Jung de España, donde fue su primer presidente y ejerció el cargo durante dos periodos. Coordinador de la edición (1996-2006) de la Obra Completa de C.G. Jung (Trotta Ed. 1999ss) y autor de la introducción de los volúmenes 1, 4, 8, 10, 14, 15, 16 de la citada obra. Ejerce como analista en práctica privada. El autor autorizó la publicación de este artículo en esta página.

         Es cosa sabida dentro de la profesión que una de las notas diferenciales del psicoanálisis junguiano es realizar el trabajo psicoterapéutico «cara a cara» sin hurtarse el analista, con sus reacciones y la rica comunicación no verbal, a la mirada del paciente. Y evitando también que éste dirija su discurso a la nada, a una pared ajena a cualquier influencia. Un discurso para sí mismo. «El hombre del magnetofón», lo denominó J.P. Sartre.  Sobre el célebre diván, que ha quedado como el signo inequívoco del psicoanálisis freudiano, y que el mismo Freud justificó por razones personales, Jung señaló desde el principio que se trataba de una reminiscencia de la práctica de la hipnosis y que sugería la subordinación del paciente al analista.

            El psicoanálisis como técnica de captación de contenidos inconscientes planteó en su origen la importancia de procurar artificialmente estados regresivos que neutralizaran los mecanismos de defensa, en el mismo espíritu que la hipnosis. El resultado de un planteamiento tal fue infantilizar al paciente, privilegiando los contenidos familiaristas y sus necesarias dependencias. En este contexto teórico, el analista ocupaba el papel del padre castrador o la madre devoradora, en forma de sujeto supuesto saber o madre omnipotente. El analizando sólo podía constituirse como sujeto a través de la resistencia o la seducción transferencial.

            Ante tales obstáculos que brotan de una práctica basada en el silencio y el análisis transferencial, y  que transforman el análisis en una «neurosis de transferencia» donde la figura del analista se superpone a cualquier objeto de la pulsión, Jung explicitó muy pronto que la relación terapéutica es un diálogo entre iguales que se ocupan de la investigación de las dificultades vitales del paciente, y que la pretendida «neurosis de transferencia» «no es “nueva”, ni “artificial” ni creada, sino que es la misma vieja neurosis» (16, § 357, n. 16)[1]

Un vistazo a Jung

            La obra de Jung, a pesar de la complejidad y amplitud de los temas que trata, puede entenderse como una fundamentación de la psicoterapia. Para ello ha tenido que elaborar una psicología general, que hoy muchos autores (Shamdasani, Bernardini, por ejemplo) quieren denominar Psicología Compleja, tomando en consideración las escasísimas veces que Jung así la denomina, para referirse a una psicología consciente de su propia epistemología. De esa complicación epistemológica que surge de la hipótesis de un inconsciente colectivo —cuyos arquetipos delimitan, cuando no determinan, significados y conductas de individuos y grupos— y de la empiria del sí-mismo —ese sujeto transcendente al yo. La incertidumbre radical constituye así la base de la psicología analítica. Que no por ello ha dejado de iluminar a su manera la psique humana en la época de la apoteosis de la Modernidad.

            La psicoterapia que se desprende de dicha psicología está contenida en muchos textos de Jung, no sólo en los compilados en el volumen 16 de su Obra completa, dedicado, como indica su título, a la práctica de la psicoterapia, pues constituye la perspectiva desde la que enfoca todos los asuntos que trata a lo largo de su obra. Aquí quiero recordar, además del texto fundamental, La psicología de la transferencia (1946), unos documentos marginales dentro de sus escritos, pero que son muy gráficos. El primero es la correspondencia, mantenida en 1913 con el director médico del sanatorio L’Abri, de Montreux-Territet, Dr. R. Loÿ , y que la prestigiosa Editorial médica, que publicaba simultáneamente en Leipzig y Viena, Franz Deuticke, dio a las prensas en 1914, con el título Cuestiones psicoterapéuticas actuales,  y que se encuentra como tal en el volumen 4 de la OC de Jung, Freud y el psicoanálisis. El otro documento, «Técnicas para un cambio de actitud que conduzca a la paz mundial» (1948), fue escrito en inglés por Jung en respuesta a una petición de la UNESCO, aunque no fue publicado hasta su inclusión en el volumen 18 de la versión inglesa de la OC, Collected Works, en 1976 (18/2, 75).

            Aunque en 1913 Jung ha dejado de ser un freudiano militante, no deja de considerar al psicoanálisis como la mejor forma de psicoterapia. Algunas citas sacadas de esa correspondencia permiten captar la actitud psicoterapéutica de Jung. En primer lugar, entiende que tras la psicopatología, en concreto la neurosis, «se encuentra un conflicto que puede calificarse de moral» (4 § 583) y que «la verdadera solución del conflicto es sólo de carácter interno, pues consiste en llevar al paciente a otra actitud» (§ 606).  Considera el psicoanálisis «la única terapia racional de la neurosis» (§ 623) y escribe que «mi única regla del oficio es considerar el psicoanálisis como una conversación completamente normal y razonable, evitando asimismo cualquier apariencia de conjuro médico» (§ 624).

            Así pues, para Jung, «el objetivo es educar al paciente de tal modo que cure por sí mismo y por su propia determinación» (§ 639), procurando «evitar cualquier violencia y dejar que todo salga del propio paciente» (§ 639).  Sin olvidar que «lo que no consiga él mismo tampoco lo creerá a la larga, y aquello que admita por motivos de autoridad sólo lo mantendrá de modo infantil» (§ 643). Más bien, «el arte del análisis es precisamente seguir sin prejuicios también los llamados extravíos del paciente para reunir así sus ovejas perdidas y dispersas. Un trabajo programático de acuerdo con un esquema preconcebido echaría a perder los mejores efectos del psicoanálisis» (§ 643). En suma, «el objetivo del análisis ha de ser la autonomía moral del paciente» (§ 657)

            No deja de recordar Jung que «el médico actúa nolens volens quizá antes que nada, mediante su personalidad, esto es, sugestivamente» (§ 584). Una sugestión que está sin embargo en manos del paciente, quien la delimita con su transferencia. La carta 10 de esta correspondencia, fechada  por Jung en marzo de 1913, se ocupa monográficamente de la transferencia. Si en una carta anterior, la nº 4,  fechada el 4 de febrero, ha escrito que «no trabajamos con la ‘transferencia hacia el médico’ sino contra ella y a pesar de ella» (§ 601), en ésta señala que es «el problema central del análisis» (§ 656)  y que «ha de valorarse muy diferentemente según el tipo de casos» (§ 660). En términos generales, la ve como «un proceso de empatía y adaptación» (§662), a través del cual «la libido del paciente se apodera de la personalidad del médico en forma de expectativa, esperanza, interés, confianza, amistad y amor» (§ 663), condicionado «por la relación del paciente con la autoridad» (§ 657). De ahí que «actúe en el análisis como una resistencia en cuanto se intenta disolver la actitud infantil» (§ 657). Jung entiende que estas fantasías erótico-infantiles deben contemplarse «más como materiales de comparación o imágenes analógicas de algo todavía no entendido que como deseos autónomos» (§ 662).  Tardará veintitrés años en formular ese «no entendido» de su carta.

            La psicología de la transferencia constituye una avanzadilla de la obra cumbre de Jung, Mysterium coniunctionis, publicada una década más tarde (1955/56). Como toda su obra alquímica, exige del lector una atención especial tanto a su contenido como al aparato documental que ofrece para argumentar sus tesis.  Una tesis que explicita mediante el análisis de 10 de las 20 ilustraciones del tratado alquímico Rosarium philosophorum, en la versión publicada por el impresor de Frankfurt Jacobo Cyriacus en junio de 1550. Se conocen varios libros con ese mismo título pero diferente contenido, que vieron la luz a lo largo de la Edad Media y el Renacimiento, pero este es el primero publicado con la imprenta inaugurada por Gutenberg. No hay que confundirlo con el libro homónimo de Arnau de Vilanova, fallecido en 1311, mucho más sistemático, y que no consiste, como el primero, en una recopilación de citas de diversos alquimistas más o menos míticos.

            Las ilustraciones elegidas por Jung para exponer la temática de la transferencia por esta vía son las diez primeras del original, a la que añade la undécima tras la quinta, con la notación 5a. Esta serie se refiere a la fase alquímica de albedo, que comienza por «La fuente mercurial» (ilustración 1) y finaliza con «La piedra al blanco y el árbol de las lunas» (10). La serie recoge las cuatro «fases de la conjunción del rey y la reina» (2-5) —con el añadido de la ilustración 5a («la fermentación)—, «la putrefacción» (6), «la extracción del alma» (7), «la ablución» (8) y «el nuevo nacimiento» (9). En ese recorrido, rey y reina se fusionan mediante el coito en un hermafrodita cuya alma le abandona ascendiendo para regresar posteriormente de lo alto y animarle de nuevo, triunfando finalmente sobre la luna. Los títulos de Jung  para estas ilustraciones, que analiza con cuidado en sendos apartados, son : «La fuente mercurial», «El rey y la reina», «La verdad desnuda», «La inmersión en el baño», «La coniunctio», «La muerte», «El ascenso del alma», «La purificación», «El retorno del alma» y «El nuevo nacimiento».

            Jung confiesa en el primer párrafo del «Epílogo» (16 § 538) que «exponer los fenómenos transferenciales es una tarea tan difícil como delicada que no he sabido abordar de otra manera que basándome en el simbolismo del opus alquímico», dado que «la significativa función que tanto la hierogamia y las bodas místicas como la coniunctio de los alquimistas desempeñan en el ámbito histórico corresponde al significado central de la transferencia en el proceso de la psicoterapia y en las relaciones humanas normales». No se le escapa que «la problemática de la transferencia es tan complicada y tan compleja que me faltan las categorías necesarias para elaborar una exposición sistemática». Y que «el simple intento de llevar a cabo una exposición de conjunto es una empresa arriesgada».

            En cualquier caso, su intento es brillante y sugerente. Y aunque señale en su «Prólogo»  el «carácter provisional de mi investigación» ( 16 , p. 161), remite a lo esencial. En primer lugar, que «todos los casos que precisan de un tratamiento prolongado giran en torno al fenómeno de la transferencia» (p. 159), aunque su «importancia es relativa» (p. 160), sin olvidar «la forma negativa de la transferencia, que se manifiesta como resistencia» (p. 160, n. 1). «Se trata de un fenómeno completamente natural» ( § 358, n. 17) , pues «no hay casi ninguna relación íntima entre personas en que los fenómenos de transferencia no intervengan» (§ 357, n. 15). Recuerda que hay que contar en la transferencia con el aspecto erótico o sexual pero también con el relativo a la voluntad de poder (§ 360), y que «a menudo está en pleno funcionamiento antes de que el médico haya abierto la boca [… y que] se ve envuelto en ella más como una víctima que como su productor» (§ 357, n. 16).

            La transferencia es la expresión de esa «imagen a priori» que es la coniunctio, la unio mystica, las «bodas místicas» alquímicas, que dan lugar a una «combinación», un «mixtum compositum de la salud espiritual del médico con el equilibrio trastornado del enfermo» (§ 358), produciendo «cierto trastorno o daño de su salud nerviosa» (íbid), pues «el médico y el paciente se encuentran en una relación basada en la inconsciencia común» (§ 364), incluso una «identidad inconsciente de médico y paciente» (§ 376). En último término, se trata de una «unión transubjetiva de figuras arquetípicas» (§ 469), pues «la coniunctio es una hierogamia de los dioses y no una aventura amorosa de los mortales» (§ 500).

            Dado que «la transferencia está lejos de ser un fenómeno unívoco, […] lo mismo se puede decir de su contenido específico, el llamado incesto» (§ 362), que «simboliza la unión con el propio ser, la individuación, llegar a ser uno mismo, […] la unión de lo homogéneo» (§ 419). De ahí que lo que se pone en funcionamiento en la transferencia es una «libido de parentesco» (§ 431) y por eso la estructura de la transferencia es para Jung el «cuaternio matrimonial» (§ 425), en el que las figuras actuantes son los yoes (conscientes) y sicigias (inconscientes) de analista y analizando, proyectadas en el partenaire  transferencial. Se constituye así una estructura cuaternaria de afinidades y oposiciones cuyo objetivo es la realización del sí-mismo, la integración de los contenidos trans-yoicos proyectados en el otro, investido de un poder que no le pertenece a través del «vínculo humano, […] el núcleo indestructible del fenómeno de la transferencia, pues la relación con el sí-mismo es al mismo tiempo relación con el prójimo» (§ 445) y que «la producción de la totalidad es un proceso intrapsíquico que depende esencialmente de la referencia del individuo a otra persona» (§ 454, n. 150). Pero «el auténtico sentido de la coniunctio es producir ese nacimiento que representa lo uno y unido» (§ 458), «el nacimiento de hijo divino o, dicho en el lenguaje de los místicos, del hombre interior» (§ 482).

            Así entiende Jung el fenómeno de la transferencia, una búsqueda de la totalidad propia a través de la vinculación con un otro que sirva de percha para la proyección de «todas esas cualidades que no hemos realizado como propias» (§ 534) y hacernos conscientes de ellas. La complicación erótica y política, la «enemistad» (neikos) y amistad (filía) que según Empédocles dan forma y dinamismo al mundo, están en la base de ese fenómeno «clínico» denominado transferencia y que explica «al menos aparentemente el éxito o el fracaso del tratamiento» («Prólogo», p. 159). Todas esas complicaciones de tan difícil elaboración, que tanta suspicacia han levantado hacia el psicoanálisis, revelan de forma meridiana que «lo que falta a nuestro mundo es el vínculo anímico» (§ 539). Estas palabras de Jung, publicadas en 1946, humeantes aún las ruinas de la II Guerra Mundial, no han hecho sino confirmarse.

            Todo lo anterior indica cómo el acto terapéutico se fundamenta en la reciprocidad, más allá de las actitudes conscientes de analista y analizando, que se ven llevados por su propio inconsciente a una complejidad que les obliga a sortear las corrientes de lo inconsciente colectivo. Se entra en el análisis con la ingenuidad de ofrecer comprensión profesional (el analista) y de encontrar comprensión (el analizando) de sus conflictos personales, psíquicos, morales, familiares… para verse arrastrados ambos a sus propios límites de entendimiento y contención, de soporte y anhelo. El terapeuta quisiera para su paciente acrecentar su libertad —afianzar su sujeto moral.  El paciente —sujeto a su pasiones— quisiera del terapeuta guía y esperanza, amor y confrontación. Pero la realidad del encuentro rompe con todas las expectativas. La desorientación se enseñorea de ambos en cuanto se cierra la puerta del consultorio, y sólo se cuenta con la «neutralidad benevolente» de uno y la «asociación libre» del otro para sortear lo inesperado, en la confianza de llegar a un buen puerto que no está registrado en ningún mapa.

            La clave está en entender el análisis, la psicoterapia, como un «procedimiento dialéctico», en el que  «el principio de colaboración es fundamental porque este método incluye no sólo factores intelectuales, sino también valores sentimentales y sobre todo la importante cuestión de la relación humana» (18/2 § 1391). Esta reflexión pertenece al «Memorando para la Unesco», que empieza definiendo la psicoterapia como «una técnica para cambiar la actitud mental» (§ 1388), pero afirmando que «ningún intento de cambiar las actitudes mentales puede tener éxito permanentemente si no establece primero un contacto nuevo con lo inconsciente» (§  1389).

            En este texto, Jung se ciñe a lo más empírico de la psicoterapia y utiliza un estilo sintético que en esa época (1948) no es ya muy habitual en él, inmerso en la alquimia. Partiendo de que «la actitud es determinada por factores tanto mentales como morales» (§ 1390), entiende que «la actitud de una persona no puede cambiar si no toma en cuenta los aspectos más cuestionables y dolorosos de su propio carácter» (§ 1392). La tarea no es fácil, y Jung sintetiza su «método» de psicoterapia en 9 puntos, centrados en la sinceridad del relato biográfico y la atención a los sueños, sabiendo que «la aplicación provisional o experimental del método produce rara vez el efecto deseado, el cambio completo de actitud» (§ 1391) y que «el éxito no es fácil de obtener  y el método no es infalible» (§ 1395). El objetivo explícito es «la integración en la consciencia de  contenidos anteriormente inconscientes» (§ 1402), aunque «cabe esperar mucho autoengaño» (íbid).

            Las condiciones no son muy halagüeñas: «inmadurez psicológica» (§ 1396) —pues «nuestro conocimiento y nuestra autoeducación no van al mismo ritmo que nuestro horizonte exterior, con su expansión permanente» (§ 1397)— y «egoísmo directo e indirecto, es decir, la inconsciencia de la igualdad de todos los seres humanos. El egoísmo indirecto se manifiesta sobre todo en un altruismo anormal que con la excusa del amor cristiano, la humanidad y la ayuda mutua impone a nuestro vecino algo que nos parece bueno o correcto. El egoísmo siempre tiene el carácter de la avaricia, que se muestra sobre todo de tres maneras: el impulso de poder, la lujuria y la pereza moral. A estos tres males morales se añade un cuarto mal que es el más poderoso de todos: la estupidez» (§ 1398) .  Inmadurez, egoísmo y estupidez que son moneda corriente y ante los cuales nadie está inmunizado.

            Así pues, la tarea psicoterapéutica que propone un cambio de actitud no es fácil. Aparentemente, quien se ve espoleado por el sufrimiento que acompaña a todo conflicto psíquico y moral está ansioso por cambiar su actitud, pero las tan frecuentes resistencias revelan que los deseos de cambio no están tan claros, pues «el cambio nunca es neutral, […] es un desafío al ser humano completo, y hemos de considerarlo un riesgo, el riesgo que encierra el desarrollo ulterior de la consciencia del ser humano» (§ 1402).

            Hasta aquí, algunas de las reflexiones de Jung sobre el arte de la psicoterapia, sus limitaciones, complejidades y realizaciones. Hay mucho más que decir, y en su obra se encuentran jugosos comentarios útiles a psicoterapeutas, psicólogos, filósofos, historiadores y sociólogos de la salud mental. Basten esas citas para hacerse una idea de cómo entiende Jung la psicoterapia: una relación dialéctica en la que a través de la atención puesta sobre los contenidos psíquicos que concebimos como inconscientes en el paciente, se producen movimientos anímicos que escapan a nuestro interés y control consciente pero que vehiculan las transformaciones necesarias para la integración psíquica y la maduración existencial, con el objetivo explícito de hacer consciente el sí-mismo que define la individualidad del sujeto singular.

            Quiero ahora ampliar el marco de reflexión para establecer algunos de los contextos históricos y conceptuales necesarios para calibrar la propuesta y originalidad de la obra de Jung.

Presupuestos generales

            Hay al menos dos temas nucleares que fundamentan y dan razón a esta práctica que denominamos psicoterapia. El primero toca a la dialéctica locura/cordura. El segundo, a todo lo relativo a la transformación psíquica individual.  Temas de gran calado que sólo puedo encarar aquí superficialmente, ciñéndome a sus notas más características.

Cordura y locura

            La locura es un universal antropológico. No hay comunidad humana sin sus correspondientes locos, definidos según el orden simbólico que la determina. Locos que ocupan el lugar del excluido, extraño o chivo expiatorio, el ajeno al consenso. Eso les da su valor, pues establecen con su carácter de loco los límites de la razón social y la moral correspondiente. En la precaria fundamentación de toda razón social (relativa culturalmente por definición), el loco es una figura fundamental, es la sombra cognitiva de la consciencia colectiva y un escándalo para su conciencia moral.

            De aquí se desprende que la locura no puede definirse por sí misma. Es el límite de lo que se define como cordura. De ahí, por ejemplo, que Dioniso sea el dios de la locura, de la manía, en la medida que rige extramuros de la ciudadela social regentada por la razón de Apolo. Por eso las formas de la locura son tan variadas culturalmente, es decir, histórica y geográficamente. Con el corolario de lo que para una comunidad es locura puede ser para otra cordura.

            Esta característica negativa de la locura (su oposición a la consciencia colectiva desde la que se define la cordura) la hace muy útil políticamente, tanto intra- como extraculturalmente, pues es un argumento fundamental para neutralizar y violentar a quien se manifiesta como ajeno a la moral dominante. El ostracismo dentro de una cultura y el sometimiento entre culturas encuentra en la locura un recurso ideológico de gran potencia. La adscripción de locura a un individuo o grupo permite encubrir el acto de dominio bajo otros ropajes, sean filosóficos, morales o médicos, diferentes al más evidentemente político, que se fundamenta en la dominación física (represión policial y guerras), jurídica (derecho), económica (relación social) y mítica (realeza). Así pues, la locura, desde este punto de vista estructural social, es una faceta fundamental de la ideología (el núcleo de poder existente en cualquier ámbito de la consciencia colectiva).

            Más allá de esta pragmática de la locura, podemos intentar definirla mediante algunos rasgos abstractos que ofrezcan la ilusión de una definición interna, como un fenómeno por derecho propio. Ello supone encontrar el común denominador de las diferentes formas que ha tomado históricamente, según han sido definidas por las distintas culturas y civilizaciones. Sin poder entrar aquí detalladamente en este fascinante cometido, sí puedo señalar que los criterios desde los que se ha descrito culturalmente la locura se basan en argumentos religiosos (abandono del dios correspondiente), filosóficos (representación engañosa), médicos (desequilibrio de los esfuerzos), morales (cuestionamiento de las costumbres) y jurídicos (vulneración de la ley).

            Desde estas diversas perspectivas y reduciendo al máximo las diferencias para subrayar las identidades, pueden señalarse tres ejes sobre los cuales determinar la desviación que supone toda locura: exceso/defecto, extrañeza y sufrimiento.  El primer eje es un vector cuantitativo, fácilmente objetivable. La verborrea o agitación de la manía, la lentitud y torpeza de la depresión, la unilateralidad de la paranoia y la obsesión, la incapacidad de integración de la esquizofrenia, la florida escisión de la histeria, el desparpajo moral amorfo de la psicopatía …. por hablar en términos contemporáneos. Excesos y déficits cognitivos, emocionales, fantasiosos, corporales, conductuales, verbales… Excesos y déficits que pueden medirse mediante tests psicométricos, proyectivos, pruebas de esfuerzo, neuroimagen, etc, y que revelan otras afecciones de base.

            Estas afecciones las agrupo dentro de la noción de extrañeza. Una extrañeza vivida desde el exterior del sujeto (Jaspers hacía de la incomprensión del experto un síntoma del paciente) pero también desde el interior del propio sujeto, aquejado de estados anímicos, cognitivos y emocionales que le cuestionan. Sean delirios o alucinaciones. La extrañeza de no reconocer el propio cuerpo o la rúbrica con la que firmábamos; extrañeza ante las ocurrencias que nos asaltan, los sueños que tenemos, las equivocaciones que cometemos o los olvidos incomprensibles que nos sobrevienen en los momentos más inoportunos; extrañeza ante esas emociones incongruentes con lo que pensamos; extrañeza ante la respuestas de otros a nuestras acciones… En fin, miríadas de momentos en los que experimentamos una incongruencia que podemos adscribirnos. Una extrañeza que está en la base de sentirse loco uno mismo y que le tachen de loco los demás. Es precisamente esa sensación de extrañeza la que gatilla la investigación de la psicología profunda tanto como de la psiquiatría descriptiva

            El sufrimiento, finalmente. Omnipresente en toda forma de locura mayor o menor. Sufrimiento del individuo, abrumado por la frustración de sus necesidades y deseos, hundido en su impotencia de cualquier tipo. Y sufrimiento de quienes le rodean, que ven fracasar sus expectativas sobre él. El sufrimiento es la clave no sólo de la locura sino de la respuesta que elicita. Por eso se habla tan alegremente de “terapia” con sus resonancias médicas. Se trata de enfrentar ese sufrimiento, paliarlo o hacer de él un acicate de transformación.

            El sufrimiento, con sus variedades (dolor, aflicción, tormento, drama, tragedia), enciende las alarmas, moviliza la petición/oferta de ayuda, mueve el sentimiento (juicio de valor), instaura el dominio de lo Real impepinable a través de la emoción y la sensación. La locura no sería nada si no estuviera acompañada por un sufrimiento intenso. Si la alucinación fuera una mera lectura de lo real, el delirio una manera de pensamiento, la depresión una pose, la manía, gozosa vitalidad, la escisión psíquica, creatividad, la obsesión, productividad, la angustia, religión, la ansiedad un fuerte impulso, el insomnio, oportunidad, la nostalgia, mera literatura… la locura sería esa placentera manera de expandir la consciencia y ampliar los cauces vitales. Pero no es así. Por ello existimos los psicoterapeutas.

            El hecho es que la locura existe. Y, con ella, su reflejo luminoso, la cordura. Esa cualidad que permite vivir y alegrarse de ello. La cordura, cuya etimología remite a “corazón” (el latino cor-, cordis), integra la cordialidad social, el coraje existencial, el acuerdo y el recuerdo. Porque la cordura instaura el valor del sentimiento, que es precisamente el juicio de valor. Es decir, la racionalidad relacional, afectiva.

            El campo semántico de la cordura es puramente positivo: razón, conocimiento, discernimiento, juicio, prudencia, sensatez, reflexión, acierto (Cf. v. “cordura” en el diccionario de María Moliner). Se asocia a la sabiduría, el tino, el tiento (ver diccionario de Julio Casares). No hay duda sobre la necesariedad de la cordura para poder vivir. Aunque no siempre nos acompañe en nuestro deambular esa cordura anhelada y nos veamos muchas veces insensatos e imprudentes.

            La cordura, en la medida que implica sopesar capacidades, oportunidades y circunstancias, tiene tanto de juicio de hecho (pensar) como de juicio de valor (sentir), pero también apela a las otras funciones psíquicas no racionales (en la concepción de Jung), la sensación y la intuición. Es decir, la cordura supone un sólido principio de realidad, algo que por definición está exiliado en la locura. Lo que en la locura es desmesura (exceso/defecto) y desatino , en la cordura es mesura y tino (discernimiento, prudencia) . Lo que en la locura es ilusión desiderativa, en la cordura es reflexión y sensatez. Lo que en la locura es fracaso, en la cordura acierto. Lo que en la locura es sufrimiento desplazado, en la cordura es sufrimiento legítimo. Lo que en la locura es violencia, en la cordura, cordialidad. Lo que en la locura es huida de la realidad, en la cordura es coraje y entereza. Si en la locura estamos presos de la fantasía, en la cordura nos sostenemos en la imaginación. Si la locura es error, la cordura es efectividad.

            La labor psicoterapéutica consiste precisamente transformar la locura, como materia prima indiferenciada, en cordura capaz de diferenciación. El enloquecimiento agitado de la pasión desbocada puede así  derivar en eutimia, buen humor, sensatez. Consciencia de los límites, asunción de las limitaciones para encararlas parsimoniosa y confiadamente.

Transformación psíquica

            Difícilmente podríamos encarar la labor psicoterapéutica si no fuéramos conscientes de la naturalidad de la transformación psíquica. Una transformación evidente en el proceso biográfico que hace de cada cual quien es para sí y los demás. De la cuna a la tumba se dan múltiples momentos iniciáticos que determinan la personalidad del sujeto. Cambios físicos, anímicos, espirituales, sociales dentro de la propia dinámica histórica a la que todos estamos sometidos.

            La naturalidad de la transformación personal encubre una complejidad que vence cualquier estadística. La mera aparición de la vida en la Tierra es un hecho estadísticamente improbable, si bien es indiscutible. Lo mismo puede decirse de la vida singular. Aparentemente, todo es azar en nuestra existencia, aunque la realidad revele su estricta necesariedad. Es indudable que en asuntos de la biografía lo contingente es necesario. Todo podría haber sido distinto, pero es lo que es.

            Esta singularidad biográfica es la que permite hablar de un proceso de individuación. Conviene recordar aquí dos asuntos. Uno, la diferencia entre individualización (diferenciación del otro) e individuación (realización del sí-mismo y autorrealización). El segundo, que puede hablarse de un proceso de individuación en sentido amplio (la realización biográfica) y en sentido estricto (la conscienciación del sí-mismo). La individuación, en consecuencia, implica la individualización (la retirada de las proyecciones miméticas), pero no siempre desemboca en la realización del sí-mismo (la delimitación consciente del sujeto trans-yoico individual). La labor del análisis junguiano es precisamente hacer consciente ese sujeto inconsciente que determina nuestro destino biográfico. Lograrlo o no depende de muchos imponderables, más allá de la buena voluntad del analista y de los esfuerzos del paciente.

            El peso de la prueba recae, lógicamente, sobre el analizando. Él es el único que tiene acceso directo a su interioridad. A su subjetividad. Sólo él puede saber qué piensa, anhela y padece. Qué significado da a sus vivencias. Qué está dispuesto a hacer con su vida. Sólo el analizando —que llamamos paciente en la medida que se ve llevado por el pathos, la pasión— puede atender a esos contenidos conscientes como a los inconscientes revelados en sueños, fantasías y síntomas. Que los enfrente o no, que los comunique o no, que los elabore o no es asunto suyo, aunque lógicamente el analista es presumiblemente su auxiliar para esa elaboración.

            Esta libertad individual, de carácter yoico, está delimitada internamente por la voluntad inconsciente, que suele expresarse precisamente por un fracaso de la voluntad consciente. Ese fracaso revela la autonomía del alma. Nuestra alma, esa entidad que podemos definir como fuente de imaginación y pasión sin poder adscribirle un lugar material, nos dirige en cada momento. Ahora se me ocurre esto, ahora experimento aquello. Me lo explico así o asá, me conduzco de esa u otra manera en función que lo que vivo en ese momento concreto. El alma, pues, es anterior a la consciencia, como bien señalan los neuropsicólogos a su manera. Y, con suerte, obedientes o no a sus designios, vamos tirando. Sujetos a las imágenes que nos brinda (representaciones) y a los estados a que nos conduce (emociones) para poder elegir, no siempre de forma predecible, nuestro comportamiento.

            Es esa dialéctica entre nuestra voluntad consciente y la inconsciente la base de nuestro deambular vital. El hombre propone y Dios dispone. Es esa autonomía del alma el motor de nuestra existencia. Toda decisión, incluso la tomada bajo la férrea determinación exterior, sea un fenómeno natural o social, lo es en relación a ese movimiento anímico en el que necesariamente debemos reconocernos. Y es el sumatorio de decisiones de mayor o menor calado que determinan nuestra vida lo que denominamos biografía. Pues las cosas nos pasan, pero nos pasan por algo. Y para algo.

            Así pues, la transformación psíquica, que lo es también corporal y social, es un despliegue de nuestra alma. Nuestra vida, como decía Unamuno en La agonía del cristianismo, es «hacer alma», esa expresión que ahora adscribimos a Hillman («make soul»). Y este despliegue del alma, ser uno lo que es desde un principio, es lo que entendemos por individuación en sentido lato. Por eso hay que entender los conflictos anímicos, los desfallecimientos vitales, los problemas psicopatológicos como el modo en que se manifiesta un conflicto entre la voluntad consciente del yo y la inconsciente del sí-mismo. Un yo que debe lo que es al mundo social circundante, con sus afectos y desafíos, y un sí-mismo que está más al tanto del alma del mundo y los arquetipos que le sirven de mensajeros. Encajar esa consciencia personal (finita) con lo inconsciente colectivo (infinito) es la labor vital, que se produce naturalmente, con o sin consciencia de ello.

            Una dialéctica semejante, que podemos entender de muchas formas (trágica, heroica, erótica, hedonista, religiosa, óntica, mística, material…), mueve fuerzas tan poderosas como la propia Naturaleza o la Historia. El mero hecho de salir adelante físicamente, sin que una enfermedad infantil siegue nuestra vida, convoca todas esas fuerzas. Y seguir viviendo, equivocándonos y acertando, exige el apoyo de entes materiales e inmateriales. Toda vida es una victoria sobre la muerte, que nos acompaña a cada paso como compañera fiel. Por eso la biografía es un conjunto de iniciaciones, que desde este punto de vista son otras tantas burlas a la muerte.

            Es en este contexto donde sitúo la importancia del sufrimiento. El sufrimiento, en el arco que va del dolor a la tragedia, es la razón de la psicoterapia. Y no hay vida sin sufrimiento. Estados carenciales, por mínimos que sean, desencadenan su dominio. Aquí vale tanto un sufrimiento indiscutible, como la enfermedad, o muy discutible, como la frustración por un deseo insatisfecho. Es el sufrimiento el signo fundamental de la necesidad de cambio de estado, sea una transformación psíquica o un mero acomodo de posición corporal. El sufrimiento es la clave.

            Hay muchos modos de sufrimiento y, en consecuencia, muchas maneras de enfrentarlo. Puede pensarse incluso que el impulso civilizatorio como tal se basa en un intento de limitar el sufrimiento y ampliar los modos del placer. Desde esta perspectiva, el sufrimiento es el gran acicate para la creatividad, que constituye el hecho humano por antonomasia. Toda la técnica, de las hachas de sílex al silicio de los teléfonos móviles, de la carroña cruda a la gastronomía, del descubrimiento del fuego a la constitución de bibliotecas,  de las conchas de cauri a los tramposos asientos contables, han hecho a este homo faber como homo ludens el más inquietante rey de la creación. Y toda esa técnica, en forma de múltiples tecnologías de lo visible y lo invisible, se ha constituido contra el sufrimiento y a favor del placer. Creando nuevos sufrimientos y placeres. El fenómeno humano.

            Entender el sufrimiento como un hecho necesario para la constitución del sujeto humano abre las puertas a toda forma de sadismo y dominación, como vemos en tantas confesiones religiosas, en tantos modos despóticos del poder. A fin de cuentas, el sufrimiento —físico, moral, económico— es el instrumento fundamental del poder político. La psicoterapia se levanta contra esa pretensión, ofreciéndose como un dispositivo que hace del sufrimiento la materia prima de la liberación. Eso la emparenta con tantas formas culturales, como la medicina, las religiones, la filosofía, las artes.

            El sufrimiento del que se ocupa la psicoterapia es una forma específica de malestar. Pero su objetivo es el mismo que anima a otras fuerzas civilizatorias: transformar la confusión en claridad, la impotencia en capacidad, la inermidad en poder. Y su instrumento es idéntico: la creatividad. Sea la creatividad anónima de la constitución de un punto de vista complejo o la creatividad pública del descubrimiento de una verdad que nos hace libres.

            Al entender que toda transformación psíquica, incluso la que desemboca en el horror de la abyección y la muerte, supone un movimiento anímico que se materializa creativamente, la psicoterapia encuentra unas bases sólidas desde la que ejercer su función. Sabe qué debe enfocar: emociones y representaciones que revelan un conflicto entre la consciencia y lo inconsciente de aquellos sujetos que sufren por haberse desviado de su propia línea vital, por haber desatendido la voz de su sí-mismo. Que se expresa en forma de síntomas, sueños, sincronicidades. Y cómo actuar atendiendo a esa voz, expresada precisamente en los sueños, síntomas, ocurrencias.

De la psicoterapia

            Planteada la psicoterapia como una práctica de descubrimiento de sí, su complejidad responde a la antropología que le sirva de fundamento. Una antropología mecanicista que entiende al ser humano como una máquina química da lugar a una psicoterapia diferente que la basada en la noción de organismo complejo en concordancia con el cosmos. El modo de entender la psique como el resultado de un juego neural la describe de una manera muy distinta a si se piensa en un alma platónica ajena al cuerpo. Hay muchas antropologías —culturales, religiosas, científicas, filosóficas…— y consecuentemente muchas formas de encarar el sufrimiento psíquico humano. Muchas delimitaciones de ese sufrimiento y muchos abordajes para paliarlo. La psicoterapia tal como la entendemos es una creación cultural que tiene una historia.

Carácter de la psicoterapia

            Aunque podemos establecer una arqueología de la psicoterapia desde el chamanismo del paleolítico hasta ahora mismo, el término psicoterapia, en su formulación actual, se debe a Daniel Hack Tuke, que la utiliza en su libro, publicado en 1872,  Ilustraciones sobre la influencia de la mente en el cuerpo en la salud y la enfermedad en aras a elucidar la acción de la imaginación. Su capítulo XVII se titula «Psico-terapéutica. Aplicación práctica de la influencia de la mente sobre el cuerpo en la práctica médica», y muestra mediante el relato de casos que se pueden aplicar las técnicas elaboradas para enfrentar la alteración psíquica a estados somáticos. Es decir, la noción de psicoterapia, por ser médica, se asocia directamente con la psicogénesis de las enfermedades, intentando la Medicina utilizar esa fuerza llamada imaginación para curar lo que ella misma, en un uso mórbido, enferma. La idea es que «la Imaginación, Expectativa y Atención desempeñan el papel más importante» («Apéndice», p. 466 de la 2ª edición, de 1884).  En ese mismo mismo capítulo XVII trata del mesmerismo (o magnetismo animal) y del braidismo (o hipnotismo), que explicaría los mismos efectos sin postular un fluido material, por sutil que fuera, y que puede aplicarse más allá de los trastornos nerviosos. La hipnosis quedará desde entonces como la técnica principal de esta psicoterapia que se despliega en el último cuarto del siglo XIX. Su gran mentor será el seguidor de Tuke, H. Bernheim, identificando sonambulismo con sugestión, algunas de cuyas obras tradujo Freud.

            Frente a una psiquiatría degeneracionista presa del nihilismo terapéutico, la psicoterapia, en manos de neurólogos, se muestra mucho más efectiva para enfrentar una nueva psicopatología, agrupada bajo el término general de neurosis. Es el momento de la neurastenia, psicastenia, psicopatía y demás trastornos menores, diferenciados de los grandes síndromes (manía, depresión, paranoia, demencia). Y también en la psiquiatría se presta atención a los estados subjetivos (síntomas) frente a la exclusiva definición de conductas y estados objetivos (signos). La obra de Kraepelin, introduciendo las historias de vida, es cardinal al respecto.

            La psicoterapia se articulará siguiendo dos líneas principales: sugestión y persuasión. La primera, basada en la hipnosis, desembocará en la noción de un inconsciente psíquico, pues los estados hipnóticos revelan un saber inconsciente para el propio sujeto. La segunda, centrada en la conversación y la pedagogía filosófica, alumbrará toda la temática de la comunicación y la relación humana. Con el psicoanálisis de Freud, que de algún modo amalgama estas dos líneas rechazando la hipnosis, se produce un punto de inflexión que inaugura la psicoterapia tal como la conocemos en la actualidad, en su despliegue de más de un siglo. El siglo XX.

            La profundización psicológica que ha supuesto el ejercicio de la psicoterapia se ha acompañado a su vez por el desarrollo de la psicología como tal, en el arco que va de la neuropsicología a la etnopsicología, pasando por el análisis factorial, diferencial y sociológico. La imagen del ser humano que nos brinda la psicología en sus diferentes paradigmas es de una complejidad creciente. Sin embargo, la moral como comportamiento general predecible es de una simplicidad demoledora en nuestras conformistas sociedades de consumo, sujetas al economicismo más craso.

            La psicoterapia, una práctica de autoconocimiento que atiende a la libertad interior, también está sujeta a este espíritu del tiempo que busca una rentabilidad que dé fe del éxito. Se busca en la psicoterapia ser más efectivo, lograr los fines impuestos de la adaptación. Resolver los conflictos personales, familiares, educativos, sociales para evitar el ostracismo, el aislamiento, el fracaso. La oferta es abundante, desde el coaching que asesora cualquiera de las conductas, el mindfulness que con su «atención plena» permite abrir algún hiato en la vorágine cotidiana, las terapias cognitivas que determinan tecnológicamente los rasgos de carácter y conducta que deben conseguirse en determinados plazos, las muchas actividades grupales para sentirse perteneciente a algo, los interminables análisis en los que se aprende a obedecer a un sujeto supuesto saber que se auto-niega retóricamente, las terapias sistémicas que recuerdan que los grupos naturales no son un simple sumatorio de miembros, encontrando que las familias son ya un hecho del pasado, puro imaginario, las terapias específicas para conductas adictivas, las constelaciones familiares para vivir la vida ajena como propia en actos de participación mística, las muchas tecnologías para significar las enfermedades como hechos existenciales, los ejercicios de «inteligencia emocional» para medrar en las Empresas, la reviviscencia de la revelación en forma de auto-ayuda… En fin, todas estas «tecnologías del yo» que revelan un cambio espiritual, al menos en eso que llamamos Occidente, que es ya un sistema-mundo del que nadie escapa lo quiera o no.

            La psicoterapia, que aparece en Europa por vía médica en plena consolidación de una Modernidad nacida en el Renacimiento y madurada en la Ilustración, se institucionaliza tras las dos guerras mundiales que mostraron que el planeta Tierra unifica al final a todas las civilizaciones y hoy uno de los fundamentos de la moral dominante, revela su sentido, su valor religioso. Es una respuesta a la nietzscheana «muerte de Dios». De un Dios cristiano cuyo concepto estaba en manos de los filisteos —en el sentido de Nietzsche—, determinando la salvación futura del amo y el esclavo. La puesta en evidencia del aspecto «humano, demasiado humano» de ese Dios que administraban (y administran) las instituciones religiosas que trabajan para la resignación de los individuos, gatilló la práctica de la psicoterapia.

            La población ilustrada europea, y en ese sentido descreída, se encontró de golpe, dentro de la mentira victoriana que Freud denunció, sin un garante de su propia hipocresía. La misma dinámica filosófica, de Hegel a Nietzsche, de Kierkegaard al positivismo lógico vienés, puso al sujeto europeo, «occidental», ante sus contradicciones. El malestar psíquico individual era el reflejo de un malestar social. Lo señaló Reich desde el psicoanálisis. Pero no era sólo un problema sexual, como él se empecinó en delimitar, sino espiritual, como se desgañitó Jung en mostrar.

            La libertad individual por la que había luchado la Ilustración provocó la reacción romántica de subrayar el valor del grupo social, histórico, antropológico. Frente al individuo todo consciencia, el Romanticismo recordó al magma colectivo hecho de historia coagulada en los cuentos de viejas que estudió el folklore. Ahí se encuentra el substrato de la noción de inconsciente colectivo: las raíces milenarias de la consciencia individual. Lo señalaron muchos autores (Carus, von Hartmann, Wundt, por ejemplo) mucho antes de Jung. Si el individuo se desgajaba de su historia, se encontraría inerme ante su presente.

            Y el individuo se desgajaba de ese magma colectivo para adaptarse a los nuevos tiempos económicos, cuando pasar del terruño campesino al extrarradio de la ciudad fabril era el modo de lograr liberarse de la tradición asfixiante. Y ser un empresario creador de riqueza era un avance civilizatorio frente a una aristocracia ociosa viviendo de sus antepasados míticos. En esa transformación social, que ha quedado gráficamente representada por el mito de la Revolución Francesa y lo que vino a continuación,  se produjo la quiebra espiritual que deificó a la razón civilizatoria alimentando reactivamente como cultura toda suerte de irracionalismo, cuyo resultado sangriento se llamó nacional-socialismo.

            Hoy estamos al cabo de la calle de muchas cosas. Incluso nos hemos permitido hablar de «post-modernidad» para señalar la constitución de un nuevo sujeto histórico, hecho de relativismos varios. Se ha llegado a denunciar la Ilustración de un Kant como el origen de los campos de exterminio totalitarios. Se da por supuesto que el sujeto individual no es sino competencia lingüística, cuando no una química compleja. Todo el peso de desarrollo personal se pone sobre el individuo, como si no existiéramos en múltiples contextos que facilitan/dificultan nuestra vida. A causa de un pensamiento científico se decretó en tiempos la «muerte del sujeto», hoy se critica como «esencialista» (gran pecado) la realidad de una naturaleza humana, entendiendo como el máximo grado de libertad poder ser un «transgénero», cuando no «trans-sexual» gracias a los avances de la  Medicina. Incluso se ha colocado sobre algo denominado «cyborg» el imaginario heroico.

            En esta situación, descrita, ya lo sé, a brochazos, el objetivo de la psicoterapia, sus posibilidades de acción, adquiere un aspecto que no pudieron imaginar los pioneros de esta profesión, aunque señalaron con precisión las transformaciones antropológicas que estaban ante su vista. Basta con atender a su obra para ver que se veían enfrentados a temas que los superaban. A pesar de su optimismo, no podían dejar de temblar. Pues todos ellos sufrieron en sus carnes, algunos hasta la muerte, la política brutal que les arrastró. Una señal de lo que estaba en juego.

            El sujeto omnisciente gracias a la información abundante que ofrecen las tecnologías (del diario a la Red, de la educación general a las grandes investigaciones militares) ve cómo su realidad personal no puede ya abrazar el poder imaginario que se le ofrece. Por mucho que se esté al tanto, la información supera con creces a cada individuo, cuya respuesta sólo tiene existencia en un muy pequeño registro dentro de esa enormidad. Reich habló de «biopatías» para señalar el resultado de un aumento de la consciencia de constricción personal asociado al aumento de información. Esta dialéctica entre información general y capacidad instrumental individual es una de las fuentes de sufrimiento personal. Estamos cada cual necesariamente por debajo de las expectativas que la sociedad pone sobre nosotros. El grado de exigencia tecnológica es un signo de ello.

            Dentro de este contexto, la psicoterapia tiene un aspecto muy amplio, no circunscrito a lo psicológico. Partimos de un sufrimiento individual ocasionado por un conflicto moral. Intentamos establecer los contextos de ese sufrimiento en los diferentes niveles (individuales, familiares, grupales, sociales). Tenemos que calibrar el carácter de la ‘persona’, el yo, la sombra, la sicigia, el sí-mismo. Hay que atender a los arquetipos que se constelan. Vislumbrar el grado de «energía» (imaginación, atención, voluntad y fe, como decía Tuke) que es capaz de poner en juego nuestro paciente. Comprender cuáles son las constricciones y los puntos de fuga que entran en juego en una situación dada (qué hacer con mi pareja, mi trabajo, mi hijo, mi enfermedad, mi vida…) y lograr que el paciente no pierda de vista la complejidad de la situación sin dejarse vencer por la imposibilidad (esto es, su inconsciencia, su ignorancia). No parece un trabajo fácil.

            Afortunadamente, sabemos que el sufrimiento, sea del tipo que sea, es un signo cardinal. Frente a los intentos de liberarse del sufrimiento, nosotros como psicoterapeutas atendemos más bien al sentido que vehicula. No se trata tanto de señalar lo que muchas veces es evidente (si se juega con fuego lo normal es quemarse) sino indagar gracias al malestar qué es lo que en el fondo se busca, cuáles son las consideraciones superficiales que nos hacemos para quejarnos «cargados de razón».

            Creo que es aquí, en la lucha que diariamente emprendemos con nuestros pacientes para que no se instalen en el tópico que les haría irresponsables de su sufrimiento, donde estriba todo el esfuerzo psicoterapéutico.  No dejarse vencer por ese «sentido común». Mantener una visión lo suficientemente amplia como para integrar lo impensable. En suma, saber que el sufrimiento no sólo tiene sentido, sino que alumbra el sentido de nuestras vidas. Como decían los alquimistas, la piedra se encuentra en el estiércol. Poder trasladar ese espíritu esperanzado a nuestros pacientes es el ABC de nuestra profesión. La investigación parsimoniosa de cada elemento, si nos dejan, viene después.

Relación psicoterapéutica

            La investigación comparada de las formas de psicoterapia concluye que el aspecto central de toda psicoterapia lo constituye la relación terapéutica. En ese sentido, más que la técnica, lo fundamental es la personalidad del terapeuta y su actitud. Los rasgos evidentes de la actitud terapéutica, orientada a la comprensión del paciente, integran, más allá del respeto básico,  la empatía, la intuición, la cordialidad, la sinceridad y el optimismo. Por supuesto, todos aquellos rasgos de carácter que promuevan la confianza del paciente ayudarán a su adhesión a la tarea. Una tarea que no es fácil, pues implica enfrentar las propias inferioridades, los miedos, el fracaso personal. No sólo del paciente.

            La relación psicoterapéutica es, como toda relación asistencial, asimétrica. El estado de sufrimiento, cuando no incapacidad, genera  una debilidad que determina una posición necesariamente pasiva y subalterna. Hay alguien necesitado y alguien que puede ofrecer ayuda. Según sea el ámbito afectado, los profesionales son diferentes. También sus tecnologías y estrategias. No es lo mismo el campo de la medicina, que se ocupa del cuerpo, que el de los servicios sociales, que atiende el nivel de marginación social del individuo o grupo, el de la confesión religiosa, que responde a la confusión espiritual, o el mundo de la enseñanza, que capacita la mente. Médicos, asistentes sociales, sacerdotes, filósofos, profesores, investigadores e ingenieros (expertos) ofrecen sus diferentes soluciones a los problemas de supervivencia y bienestar de los individuos.

            El psicoterapeuta tiene su propia especificación, aunque comparte rasgos con algunas otras figuras. Las más cercanas son las del médico y el sacerdote, pero también el filósofo, el investigador y no pocas veces el actor. Si es un psicoterapeuta muy directivo, también puede verse como un profesor o un ingeniero. El modelo más adecuado a su función es el del chamán, del que por otra parte ha surgido históricamente toda esa recua de expertos. Pues el chamán es el experto originario para tratar con entes invisibles que tienen un propósito que escapa al que está aquejado del miedo, la debilidad y la confusión que forman parte de la locura y la enfermedad, del infortunio.

            Pero hay un rasgo específico que caracteriza al psicoterapeuta, al menos desde el paradigma del psicoanálisis: ser conscientemente el receptáculo de las proyecciones, que en el resto de las figuras son implícitas, inconscientes. Dicho así, parece que las proyecciones son evidentes, cuando elucidarlas no está exento de complicaciones y riesgos. Conviene mantener un cierto escepticismo, como respecto a cualquier interpretación,  pues definir algo como proyección es una interpretación. Aún así, si asumimos que vemos la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, el dispositivo analítico está precisamente diseñado para que se manifiesten de la forma más nítida posible tales  proyecciones y, a su través, cobrar consciencia de lo inconsciente.

            El objetivo es, por lo tanto, delimitar al sujeto inconsciente que determina la vida del individuo más allá de su yo consciente, el cual no puede asumir como propio el rasgo o contenido proyectado en el analista. Para éste, recibir la proyección no es un hecho baladí o retórico, sino una verdadera conmoción emocional, una contaminación psíquica. Ser tratado como alguien excelso o despreciable, aguantar una demanda masiva de amor, comprensión o antagonismo, ver tergiversadas las palabras o dadas la vuelta las intenciones para él evidentes, agredido o estimulado, seducido de mil maneras y engañado de otras tantas, etcétera, no es fácil de sobrellevar. En eso consiste, sin embargo, su trabajo. Recibir la proyección, calibrarla desde la contratransferencia y devolver la interpretación correspondiente que permita retirar la proyección, estableciendo en lo posible su sentido. Se dice fácil.

            Esta dinámica tiende a la diferenciación. La diferenciación subjetivo/objetivo y emoción/representación. La retirada de proyección permite la delimitación de lo subjetivo, el aspecto fantasioso que se entendía como apercepción indiscutible hasta ese momento.  El sentido de la proyección permite entrever cómo la emoción determina la representación. Esta dinámica sólo es posible dentro de una relación, pues se necesita a apreciación de un otro para establecer esa diferenciación. Como se precisa del otro para establecer la objetividad desde la intersubjetividad.

            La psicoterapia es, por lo tanto, un laboratorio de la relación humana. Tanto en la psicoterapia individual como el la grupal,  el aspecto relacional y comunicacional está en primer plano, por encima de cualquier otro tema, entendido como un simple vehículo de la emoción puesta en juego. Hablar de la familia, las parejas o los amigos (ámbito privado), de las sensaciones, recuerdos, emociones o pensamientos (ámbito íntimo), de las actividades profesionales, laborales y sociales (ámbito público) es para la mirada psicoterapéutica una oportunidad de establecer la jerarquía axiológica del sujeto, el modo en que utiliza su principio de realidad, las necesidades y deseos a los que presta su atención. La mirada psicoterapéutica tiende así a que el sujeto se haga consciente de su propia subjetividad y caiga en la cuenta de que no son los hechos, sino el modo de definirlos y valorarlos, lo que habla de él. Que el mundo al que se refiere es su mundo y que no coincide necesariamente con el mundo que capta el otro, sea cercano o lejano, gracias al cual construye la objetividad que le sirve para determinar su conducta íntima, privada y pública.

            La relación terapéutica, concebida así como un dispositivo de análisis de toda relación, más allá de la personalidad de terapeuta y paciente, se basa en la idea de que el paciente quiere saber, que adquirir consciencia tiene para él un valor existencial. Si el paciente sólo quiere justificar su existencia, alcanzar una preeminencia sobre sus prójimos a causa del análisis, escudarse en él para seguir autoengañándose, ganar tiempo, etc., todas esas conductas que se fundamentan en la ignorancia acecentándola, el trabajo analítico chocará en hueso. Las capacidades del psicoterapeuta serán en ese caso puestas todo el rato en suspenso, cuando no en entredicho. Es lo que llamamos resistencias.

            Pero si la actitud es la deseada profesionalmente, esto es, la confianza en que caer en la cuenta, el insigth, gatilla una posición moral, una decisión voluntaria consciente, la liberación es evidente. Lo que antes era una cárcel hecha de concepciones indiscutidas, de emociones incomprendidas, se revela como un horizonte de posibilidades. La vida propia, entendida hasta entonces como un compromiso con los demás, hecha de proyecciones, necesidades y anhelos inconscientes, se muestra como lo que es, un proyecto existencial, el lugar de la libertad.

            Tal es la propuesta psicoterapéutica. No un adoctrinamiento, sino la asunción de sí. Por eso la actitud psicoterapéutica se basa en la mutualidad, lo que llamamos alianza terapéutica. Es un intento de transformar la asimetría de partida en la simetría propia de la relación humana ideal. Transformar la demanda formulada desde la sensación de autosubordinación —proyectada— en autoafirmación. Una autoafirmación que no pasa por la victoria sobre el otro, sino sobre la asunción de la propia sombra. No un aplastamiento de esa sombra, sino la cuidadosa atención al mensaje que porta. Pues lo que nos dice la sombra, mal que nos pese, es que somos individuos incompletos que buscamos en el dominio sobre los demás (familia, amigos, compañeros) esa completud que sólo conseguimos asumiendo la responsabilidad personal de nuestros límites. Es decir, la comprensión de nuestras limitaciones (físicas, sociales, morales) como el resultado de fuerzas que en parte están en nuestra mano y en parte no. La trampa está en considerar que las fuerzas propias nada deben a las ajenas. El narcisismo no es poder real, sino imaginario. Asumir cuánto debemos a los demás es lo que nos permite asumir lo que somos.

            La psicoterapia enfrenta este mundo ilusorio con instrumentos bastante efectivos. Al definir operativamente los fenómenos de transferencia/contratransferencia y resistencia, con lo que comportan de proyección, deseo y necesidad, establece un punto de vista escéptico sobre los propios valores, sobre la ilusión que tiñe lo que creemos ser. Abre la vía de la desidentificación con todos esos personajes funcionales mantenidos con la familia, en la vida de relación y el papel social en el que nos reconocemos. Ante el psicoterapeuta, el paciente puede despojarse de todos esos disfraces que consideraba su personalidad. Lo conseguirá en la medida en que encuentre en el psicoterapeuta no un adversario que detenta la razón («sujeto supuesto saber») sino el hermético trickster que desencadena un proceso de reflexión sobre uno mismo.

            La psicoterapia es así una conquista de la confianza humana, un modo de atravesar todos los juegos de dominio y valorar el apoyo mutuo, la reciprocidad, la interdependencia. No tratar al otro como superior o inferior, sino entender que el otro ve lo que yo no capto, que sé lo que él desconoce, que para enfrentar la complejidad de este mundo necesitamos unir fuerzas, conocimientos, deseos y proyectos. El mero vínculo social, que suele ser el origen de toda psicopatología por las capas de hipocresía que lo visten, es el que en muchas ocasiones nos vemos los terapeutas obligados a reparar. Esto es, liberarlo de la visión estrictamente negativa o funcional-defensiva que orienta la conducta del paciente.

            Todas las desconfianzas que están en la base de la paranoia, la esquizofrenia, la obsesión, la histeria y que justifican la depresión, los narcisismos varios y sus perversiones, la psicopatía que es sociopatía hasta la delincuencia o el crimen, toda esa psicopatología que puede reducirse a la dificultad para confiar en uno mismo y en el otro, debe enfrentarse en la psicoterapia creando una confianza que tal vez no ha vivido nunca el paciente.

            Una confianza que sólo puede consolidarse  desde la simetría, esto es, el respeto al otro. Incluso aunque el otro no nos respete. Pues lo que se juega en la psicoterapia no es la satisfacción personal o profesional de sacar al paciente adelante, sino procurar que quien vive preso de su defensa asuma su poder escondido tras ella. No el poder de manipular, que es lo propio de esa psicopatía reinante que se ofrece como modelo de comportamiento, sino la capacidad de desplegar su verdadero carácter y no esa personalidad impostada en los procesos de adaptación al medio social.

            Le toca al psicoterapeuta ser tratado como no es por quien está alienado de sí, y conseguir idealmente a través de la relación terapéutica que esa alienación se muestre claramente como fracaso vital, y que mediante el respeto del paciente al analista aquél recupere su propio autorrespeto, y recíprocamente. Pues podemos entender toda psicopatología como el resultado de abandonar la naturaleza propia. No se trata de una desviación de la norma social —la definición pública de locura— sino desviarse de la propia senda.

            Puede entonces comprenderse que el objetivo terapéutico cardinal sea la simetría de la relación. Pues en esa simetría se pone en juego el respeto al otro y a sí mismo. Respeto que exige un mínimo conocimiento y reconocimiento. La aceptación de los límites que nos definen y las limitaciones con las que se manifiesta lo Real para cada cual.

Resultados

            Los resultados de toda psicoterapia se miden en función de sus presupuestos teóricos. En la psicología profunda, fundamentada en la noción de inconsciente, el objetivo pretendido en la ampliación de consciencia, entendiendo que con esa ampliación se podrán tomar las decisiones morales correspondientes. A fin de cuentas, el conflicto psíquico aparece en la consciencia como un conflicto moral, y darle respuesta produce liberación.

            La clave se encuentra en la noción de inconsciente. Desde el punto de vista freudiano, es el lugar de lo que no se quiere saber en un momento dado. Desde el junguiano, de lo que no se puede saber por el momento. La primera perspectiva exige por lo tanto el levantamiento de la represión, la comprensión de las defensas, la asunción del deseo y su realización/sublimación. La segunda perspectiva añade la profundización simbólica, la captación de lo numinoso, la diferenciación del arquetipo. Si la primera procura la flexibilización del yo, la segunda, la realización del sí-mismo. Hay una continuidad, con solapamiento, de las dos perspectivas aquí esquematizadas. El núcleo es la relación que guarda el yo, como complejo consciente subjetivo, con lo inconsciente, entendido como psique objetiva.

            Este proceso individual se produce dentro de la relación terapéutica. Es en esa dialéctica entre la consciencia y lo inconsciente de analista y analizando donde se delimitan las muchas diferenciaciones necesarias para procurar dichos fines. Diferenciaciones que establece la consciencia dialógica común a ambos participantes en la conversación, creándose esa cultura analítica que asegura la marcha del proceso de apreciación de lo inconsciente.

            En suma, la psicoterapia es una capacitación.

Poder en psicoterapia

            El estado que conduce a la psicoterapia consiste en una impotencia de uno u otro estilo. Siempre implica la merma de un poder tenido o de un poder necesario para afrontar las tareas. La incapacidad de conseguir la tranquilidad, para concentrarse, dormir, mantener la atención, vivir los afectos, entender lo que me pasa, etc., es lo que gatilla acudir a un profesional en busca de remedio de esa inermidad. En busca de armas psicológicas para enfrentar la situación. Considerando que el terapeuta será capaz de responder a esa demanda. Bien ofreciendo instrumentos, bien ayudando a que afloren en el paciente.

            El asunto del poder en la psicoterapia fue tratado en un primer momento por Alfred Adler, tanto en lo referido a la psicopatología (complejo de inferioridad, protesta masculina) como en lo tocante al poder, y abuso de poder, del terapeuta. Adler hablaba incluso de cómo la noción de inconsciente podía servir para avasallar al paciente. En el psicoanálisis clásico, la temática del poder gira alrededor de la noción de complejo de castración. En psicología analítica, se habla de complejo de poder.

            Respecto al paciente, podemos jugar con el propio término. Pues si bien paciente viene de pathos, que remite a las pasiones, en Galeno cobra un significado técnico que toca a la postración, a la pasividad. Y es en esa subordinación a un agente que tiene más fuerza que la de nuestra salud, voluntad y actividad, donde experimentamos el malestar, la «enfermedad». En el ámbito psíquico, el sufrimiento surge de la frustración de nuestro impulso, de nuestro deseo, de nuestra voluntad. Las cosas no son como queremos. La vida no está completamente en nuestras manos. La impotencia, sea al nivel que sea (real, imaginario, simbólico) se pone en primer plano.

            La primera reacción ante esta impotencia es la dependencia, como aprendemos de bebés. Alguien se ocupa de nosotros cuando estamos enfermos, perdidos, confusos. Esta dependencia permea la relación terapéutica desde el principio. Intenta paliarse en lo posible a través del intercambio económico, de tal modo que el paciente, siendo cliente, sea menos pasivo, menos dependiente, pues a fin de cuentas paga el servicio que se le brinda. Pero el deseo de dependencia es muy fuerte y gran parte de las transferencias llamadas positivas brotan de él. Se proyecta sobre el analista la imagen del salvador, en un reflejo omnipotente de nuestra impotencia.  Se hace de él un «sujeto supuesto saber» que será la luz que nos guíe en nuestra oscuridad.

            Desde esa posición que privilegia la dependencia, la pasividad ante agentes omnipotentes, es fácil dar el paso al victimismo, esa ideología que esconde tras el fracaso explícito una autoridad moral indiscutible.  Mi sufrimiento se debería entonces a las experiencias de abandono y traición de las personas a las que amamos, a la decepción de no vernos valiosos ante la mirada de aquellos a quienes consideramos poderosos. Ser amados por los padres, por la persona admirada, por el superior jerárquico. Si no es así, la postración, el sufrimiento. El llanto del bebé o la queja por el estado del mundo.

            Es la queja el material primero de toda psicoterapia. A veces no ceja jamás.  Queja sobre el estado propio, el comportamiento de los demás, la mala suerte en la vida, etc. Queja que puede ir acompañada de rabia o desesperación y que siempre revela frustración e impotencia. La queja indica cuál es la escala de valores del individuo, cuál su deseo, su imagen de lo adecuado, y cómo no puede conseguir materializar su designio.

            En la psicoterapia se trata de transformar esa demanda quejosa en comprensión de su aspecto ilusorio, delimitar los verdaderos fines que esconde y las capacidades necesarias para conseguirlos. Eso implica enfrentar el infantilismo y aceptar los límites y limitaciones para alcanzar una perspectiva operativa, realista, pragmática. Muchas veces echamos de menos fuera lo que tenemos dentro, o proyectamos en el exterior lo que no queremos aceptar de nosotros, con lo que la queja hacia el exterior encubre no pocas veces el temor a caer en la cuenta de nuestra sombra. Son estas proyecciones las que nos debilitan, nos confunden y desorientan.

            Desde este punto de vista centrado en el poder, el objetivo es calibrar y aumentar el poder del paciente. Un poder sobre sí mismo (autodominio) que permita desplegar la libertad propia desde la asunción de la responsabilidad (la capacidad de respuesta) personal. El primer paso será retirar la proyección de ese poder puesto en el analista del cual depender, lo que no suele resultar fácil. Pues la esperanza de curación se alimenta de esa proyección. Y alimentando esa captación del poder individual, ir tanteando el paciente las decisiones saludables que puede tomar en su vida.

            En una palabra, se trata de pasar de la dependencia a la independencia. De la dependencia al imaginario familiar o social a la independencia de criterio. De la dependencia emocional a la independencia sentimental. De la dependencia a las figuras de poder a la aceptación del poder propio. El papel del analista consiste aquí en despojarse del poder que supone la voluntad de curar y la identificación con el estatuto del experto, para servir a la  dialéctica del analizando entre el poder de su sí-mismo y la relativa impotencia de su yo cuando se identifica con la persona sufriente.

            A fin de cuentas, la cordura (pensar y actuar desde el corazón) implica aceptar el poder personal y graduarlo en aras de lo que uno considera adecuado. Es por respeto a uno mismo y por respeto al otro como uno debe utilizar sabiamente su poder en los diferentes ámbitos (físico, emocional, cognitivo, social) con un fin determinado. Por supuesto que no siempre seremos muy conscientes del poder que tenemos o se nos brinda, pero precisamente será el objetivo que nos marquemos el que dará su medida.

            Es por lo tanto el poder del analizando el que marca la marcha de la psicoterapia. Su termómetro. Cuando su poder es mero antagonismo (resistencia) o pura dependencia (transferencia) aún hay mucho que trabajar. Cuando su poder es la medida de cómo va resolviendo sus conflictos, superando obstáculos, haciéndose gozosamente con su vida, esto es, cuando se refiere exclusivamente a él mismo, puede irse pensando en poner fin al tratamiento.

El valor del fracaso

            Lo dicho sobre el poder podría sugerir una visión heroica del análisis. El inerme paciente confuso, desorientado, acogotado por un mundo que le supera,  saldría de él con la mente clara, las fuerzas en acción, el éxito en su mano. Sabemos que no es así. Que bastante se consigue si en vez de seguir destruyéndose preso de concepciones invalidantes, parapetado en defensas que le asfixian y justificando relaciones que le frustran, puede poner una cierta distancia y calibrar que su vida podría ser más satisfactoria de lo que vive y teme. Que gracias a la psicoterapia haya podido captar que hay mucho de autoengaño en su visión del mundo, que la existencia tiene más matices de los esperados y que gran parte de sus grandes problemas personales ni son tan personales ni tan grandes, sería suficiente. Pues se habría despertado algo de ese autoescepticismo que es básico para vivir.

            Vivimos en un imaginario del éxito. Un mundo de ganadores y perdedores. Las grandes hazañas científicas y tecnológicas, los números determinándolo todo, el dinero como la regla indiscutible, el ejercicio del matonismo político elevado a ley se nos presentan diariamente como una moral aplastante. Los individuos debemos seguir esos dictados: luchar por el dinero, conseguir dominar la tecnología, evitar caer en el  otro lado de la línea, en las tinieblas regidas por el fracaso. Debemos obedecer a los poderes, independientemente de su legitimidad. Comulgar con ruedas de molino. Ser winners, huir de los loosers.

            Este imaginario permea también la práctica de la psicoterapia. Una vez más, se entendería la psicoterapia como adaptación al mundo reinante, a la capa dominante del mundo reinante. Y la efectividad terapéutica se concebiría entonces como el acercamiento a la soleada superficie del éxito y el alejamiento de las frías estancias del fracaso. Ser una persona de bien y no un marginado sería el objetivo dentro de ese imaginario social. Ser un individuo de éxito y no un fracasado sería la prueba fehaciente de la efectividad de la psicoterapia. Ser un analista de éxito sería tener una voluminosa agenda de pacientes agradecidos. Un prestigio profesional basado en la felicidad ajena.

            La psicoterapia es otra cosa. Como cuidado del alma individual, poco tiene que ver con el relumbrón social. Más bien consiste en un descubrimiento de sí, no en una imposición al otro. Es un trabajo propio de la interioridad, no un despliegue de la exterioridad. Toca al sí-mismo, no a la ‘persona’. Eso no quiere decir que la conquista de sí no suponga una acción exterior, sino que el objetivo del trabajo no es alcanzar el éxito.

            Pues el éxito, como tal, es un hecho social y responde al imaginario del momento. De ahí su estrecha relación con las modas. Nada puede ser más ajeno al trabajo psíquico, que empuja al individuo hacia la profundidad, con sus peligros,  que la superficie y sus brillos. Lo singular se define por contraste con lo colectivo. No como oposición, necesariamente, simplemente como diferencia. Por eso puede ser tan dolorosa la búsqueda de sí, pues de hecho aísla en alguna medida del medio. Para la perspectiva psicoterapéutica, la meta es lograr un principio de realidad interior que asegure la concordancia entre sentimiento, pensamiento y acción en el individuo. Lo fundamental es la congruencia con uno mismo. Independientemente de lo esperado por el medio familiar y social.

            Desde el punto de vista estrictamente personal, éxito y fracaso se relacionan más bien con la imagen ideal de nosotros mismos. Responde a la dialéctica entre el ‘yo ideal’ y el ‘ideal del yo’. Estos conceptos freudianos remiten, el primero, a la visión omnipotente de uno mismo basado en la indiferenciación de la madre omnipotente, la identidad con ella; el segundo a la asunción post-edípica del complejo de castración que instaura un superyó que determina la autoexigencia moral. En la medida que nos identificamos con la primera figura, experimentamos un éxito ilusorio. Si es con la segunda, debemos partir del fracaso para adquirir penosamente el éxito. Desde un punto de vista clínico, podemos entender la nostalgia del yo ideal como una depresión narcisista y la inseguridad ante la consecución del ideal del yo como una angustia paralizante.

            Más allá de este detalle clínico, quiero indicar que la sensación de fracaso puede ser un hecho puramente imaginario y que el éxito real supone el penoso trabajo de transformar al superyó  inducido en un yo autosatisfecho por los logros conseguidos. El primero remite al tiempo mítico de los orígenes, un no-tiempo, el segundo al tiempo lineal del desarrollo de la personalidad.

            En esta dialéctica se juega entonces el éxito o fracaso del análisis. Desde un punto de vista objetivo, el éxito del análisis se relaciona con la asunción del tiempo lineal y el fracaso con  la fusión desesperada en el no-tiempo. En términos más empíricos, el éxito del análisis, su final, corresponde a la comprensión de la incertidumbre de vivir y la asunción de la libertad propia. El fracaso, por el contrario, consiste en aferrarse al imaginario de una felicidad oceánica, prenatal, previa a cualquier asunción de responsabilidades, anterior a la constitución de la libertad individual, pura dependencia de un poder externo vivido como propio.

            Desde un punto de vista subjetivo, el éxito/fracaso del análisis, su final/frustración, puede no ser común a analista y analizando. El analista puede sentir que el analizando ya está listo para enfrentar su libertad y el analizando considerar que no ha recibido todo el apoyo que precisaba. O, por el contrario, el analista sentir que el analizando no ha asumido la responsabilidad de vivir y el analizando considerar que nadie en su vida le había ayudado y apoyado tanto.

            Pero la práctica permite pensar más bien en un acuerdo entre los dos polos de esta relación, y que cuando se da por finalizado un análisis lo que se pone de manifiesto es el acuerdo entre analista y analizando en que el trabajo realizado no ha caído en saco roto y que ambos protagonistas han salido fortalecidos de él. Aunque tal vez esto sea pedir mucho. La realidad empírica es que el paciente, si no aprovecha unas vacaciones para desaparecer sin dar más señales de vida, comente en algún momento que se encuentra mejor y considera llegado el momento de terminar con su tratamiento. A veces podemos esperar que un sueño oriente esa decisión.

            Independientemente de estos asuntos más concretos, lo que considero más relevante es entender el análisis, en su carácter de psicoterapia, como un modo de enfocar la atención sobre la vida psíquica sin plantearse tanto unos fines concretos, definidos de antemano, sino que el propio análisis vaya modificando los puntos de partida, tanto los sintomáticos como la autoimagen positiva. Pues entiendo ortodoxamente el análisis como un dispositivo para ampliar la consciencia. Y eso significa ir encontrándose con lo inesperado, modificar perspectivas, puntos de vista, concepciones y agudizar la captación de estados y contenidos psíquicos.

            No sabemos al iniciar un análisis a qué va a dar lugar, cuál va a ser su duración y qué temas van a resultar relevantes. Precisamente es esa actitud de apertura, de indeterminación e incertidumbre, lo que ofrece el análisis, frente al encarcelamiento en posiciones que están impidiendo la vida. Se trata en un principio de cuestionar esas posiciones e indagar sobre las nuevas actitudes posibles que se están formando en el paciente. En términos más estructurales, teóricos, abstractos, el objetivo es salir del desequilibrio que produce la unilateralidad de las identificaciones ilusorias. Unilateralidad de función psíquica, de actitud consciente, de ideología política, religiosa, cultural.

            Más concretamente, en el análisis se busca no tanto la realización de un modelo, por adecuado que resulte, sino la nueva composición de la pluralidad psíquica. Podemos hablar de la desaparición de los síntomas, de la redención de la función inferior, de la integración de la personalidad, de la realización del sí-mismo, de la asunción de los límites, de la roca de la castración, la recomposición de las relaciones, la revitalización instintiva, etc. Son muchos los elementos a tener en cuenta para definir la asunción de la propia cordura, que siempre lo será de una conducta que se despliega en un medio natural, familiar y social dado, con sus propias determinaciones. Para cada individuo, la «curación» toma los modos específicos que necesita en ese momento concreto de su vida.

            Tal variabilidad, tal idiosincrasia influye necesariamente en lo que entendemos por éxito/fracaso de una psicoterapia. Siempre serán relativos, no en un sentido cuantitativo sino cualitativo. Y, desde luego, la palabra final la pone el paciente, sea para alegrarse de lo conseguido o dolerse por el tiempo perdido sin conseguir sus fines. No es pues el analista quien determina el nivel alcanzado, aunque pueda dar fe de él, definirlo y argumentarlo. El célebre caso de Freud conocido como «El hombre de los lobos», de quien tenemos la documentación de sus propias experiencias y de lo que sus egregios analistas dijeron de él, debe hacernos reflexionar a todos los que nos dedicamos a estos menesteres.

            En una palabra, el fracaso profesional es un hecho subjetivo de terapeuta y paciente. Incluso si es tan objetivo como la escena temida del suicidio del paciente, no sería tan fácil delimitar cuál es la responsabilidad del terapeuta en ese trágico final del paciente. Aunque para el terapeuta ese hecho, como tantos otros de menos calado, sea una pesada carga y afecte a su ‘persona’ profesional. Precisamente, una de las características de esta profesión es que el éxito del análisis se da necesariamente cuando el analizando ya no acude a la consulta. Mientras lo siga haciendo no habrá roto con el vínculo con su analista, lo que revela una traza de dependencia (intelectual, emocional, sentimental, social….) no resuelta. Quiere esto decir que en términos generales el analista no puede saber de forma precisa cuál es el resultado de su trabajo. Sólo tiene la sensación general de que esa persona se ha ido mejor que cuando vino al análisis, y el registro, si lo tiene, de sesiones, sueños y demás datos relevantes, fácticos, del paciente, con los que podrá elaborar estudios de casos clínicos o discursos teóricos a los que sirvan de prueba o ejemplo.

            Más allá de estas apreciaciones, puedo decir para terminar que a pesar de los discutible de esta práctica profesional, de su dificultad de objetivación, de los posibles errores monumentales que cometemos a diario (Bion habla de un porcentaje de 51/49 errores /aciertos por sesión), creo que la psicoterapia, en su decurso histórico desde Mesmer, cuando no desde el chamán paleolítico, ha permitido a quienes la han experimentado cuestionar muchas de las posiciones que les impedían vivir, reflexionar como no lo habrían hecho nunca si no hubieran seguido su psicoterapia, liberarse de mucha inconsciencia e ignorancia, de mucho tópico, accediendo a una experiencia más rica que la de la mera vivencia.

          Pues la psicoterapia, como hecho espiritual de Occidente en el hundimiento del orden simbólico cristiano, ha dado lugar a una revolución moral que ha fortalecido al individuo señalándole todo el poder inconsciente que la superstición, aunque se vistiera con los ropajes de la teología, estaba bloqueando, causando ese bloqueo la psicopatología que desencadenó su aparición histórica dentro de la psiquiatría y la neurología, y que hoy constituye una antropología plural y optimista, una imagen del ser humano que le permite ser más justo con lo que en otros momentos se adscribió a las imágenes de Dios.

            Pues no es que los dioses estén conformados a la imagen del hombre, como demuestran los hechos más explícitos, sino que lo divino en el hombre se manifiesta en su máxima inermidad, en su patología, que revela precisamente la represión de lo divino en él. Una divinidad abisal —inconsciente— que podemos llamar physis, logos, pneuma, telos, sentido, Dao o con los mil nombres de los dioses que han sido y serán, que expresan con su presencia —imaginal, emocional, filosófica, cotidiana— que por dolorosa que pueda resultar a veces, la libertad es el fenómeno humano por antonomasia. La psicoterapia, desde mi punto de vista clínico, es un dispositivo para desplegar esa libertad, también conocida como creatividad.

Enrique Galán Santamaría

Madrid, agosto, 2018

 NOTA

[1] La notación corresponde a la Obra completa de Jung, dando en negrita el número de volumen y con el signo § el de párrafo. Cuando el segundo término no lleva el signo §, se refiere al número de documento en el volumen correspondiente, siguiendo la notación elegida en 19, o a página (p)

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