Mafalda, el Foie Gras y la Oca – Daniel Samper Pizano

Joaquín Salvador Lavado Tejón, conocido bajo el seudónimo de Quino (Mendoza, julio de 1932 – Mendoza, septiembre de 2020) ​fue un humorista gráfico e historietista argentino. Su obra más conocida es la tira cómica Mafalda, publicada entre 1964 y 1973. Daniel Samper Pizano (Bogotá, junio de 1945) es un periodista y escritor colombiano, colaborador de varios medios de comunicación y libretista de series de televisión, trabajó en medios importantes como el diario El Tiempo y Cambio 16.​ Este documento fue tomado de los archivos de El Tiempo, 27 de junio 1993.

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Aunque este artículo no se refiere directamente a un tema junguiano, me ha parecido oportuno transcribirlo en las entradas de este mes, no sólo por la divertida crónica de Daniel Samper Pizano, sino por el luto que embarga la muerte de ese extraordinario dibujante que fue Quino, tan popular en la vida de todos nosotros. Y me ha parecido que la pluma de Samper refleja muy bien cómo los personajes de Quino representaban partes de él mismo, «complejos» de su psique, si lo analizamos junguianamente.

Juan Carlos Alonso G.
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—¡Encantada! —dice una dama dichosa
cuando le presentan a cierto humorista
centroeuropeo—: ¡Me fascinan sus obras!
—Pues yo lo lamento por usted —responde
el humorista abochornado—. Admirar a un
humorista y llegar a conocerlo, es como
disfrutar del foie gras de oca y un día
conocer la oca.

1. La dama dichosa

Al autor de las páginas que leerán ustedes a continuación le ocurrió algo parecido a lo de la dama dichosa de la anterior anécdota, que es una historia auténtica; solo que en la mía la oca tuvo final feliz. Durante muchos años disfruté todos los días con las tiras de Mafalda (el foie gras), aunque reconozco que, en realidad, el verbo disfrutar es un poco optimista: muchas veces Mafalda me perturbó, me conturbó y me llenó de angustia. De todos modos, la estudié con admiración; la cité en polémicas públicas con políticos y gobernantes, mientras ellos disparaban párrafos de Kant y de Churchill; escribí acerca de ella; coleccioné sus libros; pegué a la pared de mi despacho algunas de sus tiras; participé en mesas redondas sobre la terrible niña y sus amiguitos; la defendí de extremistas de izquierda y de derecha; regalé a mis hijos afiches y parafernalia mafaldiana, para disimular que me los estaba regalando a mí mismo; y descubrí asombrado que esos muñecos articulaban muchas cosas que yo sentía o pensaba pero era incapaz de expresar.

A lo largo de esos años —más de 20— llegué a tener amigos comunes con Quino (la oca) y a saber que él sabía que yo era su admirador, como la dama dichosa. Pero no logré conocerlo. Un par de veces que visité Buenos Aires, Quino estaba en Milán. Y la única vez que he ido a Milán, Quino estaba en Buenos Aires. Hasta que la tarde del 4 de enero de 1990 recibí en mi apartamento de Madrid una llamada del Pelado Eduardo Galimberti, un buen amigo de los dos que ambos heredamos del Negro Fontanarrosa.

—¿Querés conocer a Quino? Venite ya para mi casa, que estamos reunidos aquí.

Creo que no lo dejé terminar la frase. Metí en el bolsillo del chaleco a Pilar, mi mujer —la pobre es tamaño Libertad—, salí atropelladamente, recorrí a velocidad de Fórmula Uno el kilómetro y medio que me separaba del edificio del Pelado Galimberti y subí las escaleras a trancazos, porque el ascensor me parecía muy lento. Pero cuando el Pelado abrió la puerta y divisé a Quino, que desde un sofá estiraba la cabeza con sonrojo y curiosidad, quedé paralizado. Yo, que caí a los pies de Pelé hablando un milagroso portugués sin saber palabra de la lengua cuando pude conocer a o Rei; que tuve la frescura de llamar compadre a Joan Manuel Serrat y cantar a dúo con él La verbena de la paloma el día que me lo presentaron; que invadí los camerinos de Les Luthiers descolgándome por una ventana trasera para que me firmaran un autógrafo, me sentía ahora incapaz de dirigir palabra a Quino. Lo grave es que Quino sufre de timidez enfermiza y, al verme pasmado, se pasmó también. Pasaron así un par de minutos, hasta que Quino reaccionó. Con un gesto nervioso y mudo, pidió al Pelado un libro de Mafalda que estaba sobre la mesa y me lo entregó sin mirarme, luego de dibujar los siguientes trazos:

Quino había escogido al más expresivo de sus personajes para darnos la bienvenida. Flotaban corazones en el dibujo y en el ambiente. Emocionado, solo atiné a humedecer con lágrimas de agradecimiento sus manos generosas, dar al Pelado un abrazo de hermano y salir corriendo con el libro y Pilar en el bolsillo. Meses después volví a ver a Quino. Esta vez nos comportamos como adultos. Almorzamos juntos, tomamos vino, conversamos y lo acompañé al montaje de la gran exposición quiniana que organizó en Madrid la Sociedad Estatal del Quinto Centenario entre abril y junio de 1992. Después de que se me apaciguó la taquicardia, he adquirido ya la serenidad suficiente para entender y poder contar lo que siente un goloso del foie gras cuando le permiten conocer la oca.

2. El foie gras

He creído siempre que hace falta una cronología horizonal cotidiana de Mafalda. Horizontal, ustedes saben, como esos cortes de calendario que ahora llevan en el apéndice los libros serios, donde es posible plantear, presumir y hasta descubrir vínculos mágicos o paradójicos entre hechos coetáneos. Por ejemplo:

Francamente no sé qué relación puede tener la aparición de Manolito Goreiro en la pandilla de Mafalda con el terremoto que sacudió a Chile, o el debut de Felipe con el súbito ataque de nervios del gobierno indonesio con sus vecinos malasios. Tampoco alcanzo a imaginarme por qué razón el estreno de Susanita coincide con las declaraciones y negociaciones de paz y desarme de Washington, la OEA y Moscú, todas ellas fracasadas o engañosas. Ni logro entender que, justamente el mismo día en que los lectores argentinos conocieron a Mafalda y su familia, el Presidente de Venezuela lograra establecer con precisión de físico la transformación de los guerrilleros en bandoleros, como si pasaran del estado sólido al líquido. Pero Dios no es ocioso, no permite que estas cosas ocurran porque sí. Simplemente es mucho más listo que todos nosotros. Para desentrañar los cables subterráneos que unen estos acontecimientos quizá se necesita la ayuda de alguien capaz de atar cabos invisibles; alguien con malicia suficiente como para sembrar el pánico con una pregunta que a primera vista aparece inocente; alguien que abrigue severas sospechas sobre la perversidad de este planeta y la mísera condición humana; alguien que riegue a su paso la duda y la inseguridad.

Alguien, en suma, como Mafalda. Ella sería la única con capacidad de entender esas conexiones que a nosotros se nos escapan y de poner en entredicho el acomodado equilibrio institucional con un comentario que descubra lo que todos sabemos: que vivimos cabeza abajo en el globo, o que “¡paz!” es la onomatopeya de una bofetada. Tal vez Mafalda habría hecho cara de “¿si lo vez?” al darse cuenta de que Manolito debuta el día en que Vietnam del Norte hace volar en pedazos la embajada gringa en Saigón y Estados Unidos borra del mapa una isla norvietnamita, y quizá por eso exclama en algún parlamento: «La guerra es un negocio y los que la hacen son buenos comerciantes».

El caso es que la historieta guarda un escalofriante paralelo temático con la vida real. No es, por supuesto, una coincidencia. Mafalda nace como adorable excreción de la conciencia de un cierto señor llamado Quino, que es, a su turno, lúcida excreción de una cierta angustia generacional. Por eso por sus páginas desfilan y vuelven a desfilar los temas que llenan aquella época terrible y maravillosa de los años 60 en una sociedad urbana del Tercer Mundo: Vietnam, el racismo, la fuga de cerebros, la guerra atómica, la aventura espacial, la amenaza china, la superpoblación, Fidel Castro (Felipe se refiere al problema de Cuba y el azúcar), Lyndon Johnson (Mafalda cree que a Johnson no lo mima su mamá), los militares, la literatura testimonial, los Beatles, la ONU (sospecho que también la OEA), Estados Unidos, la Unión Soviética, las propuestas de Estados Unidos a la Unión Soviética, la Cortina de Hierro…

Pero también preocupan a los personajes de Mafalda otros temas más o menos abstrusos y definitivamente trascendentales. En el mundo de Quino, a diferencia del mundo real, lo urgente sí deja a veces tiempo para lo importante. Algunos de esos temas son la igualdad, la realidad, el envejecimiento, la felicidad, la dignidad, la democracia, la ternura, el porvenir, las diferencias entre el hombre y la mujer, la conciencia, la comunicación, la justicia… Hay, incluso, un lugar para Dios:

Mafalda: Mamá, ¿Dios está en todas partes?
Raquel: Sí, claro.
Mafalda: ¡Pobre!

No vale la pena repetir lo que ya han dicho sobre Mafalda ensayistas tan calificados como Umberto Eco o narradores con la intuición de Julio Cortázar y Gabriel García Márquez. Los personajes de Quino han servido para montar un juego dinámico de inquietudes profundas y permanentes en el marco inmediato del paisaje circunstancial de los años 60. La historieta ofrece muchas caras. Como el cubo de Rubik, cada quien arma la suya: los eternos temas humanos, la libertad, la rebeldía, la Década Prodigiosa, el Tercer Mundo, América Latina en lo que llaman «la encrucijada» , los eternos temas humanos, la sociedad urbanícola, Argentina, Buenos Aires, un barrio de Buenos Aires…

Quizá sea imposible armar de nuevo el cubo como lo montó desde un principio Quino, pues, además de todas las lecturas anteriores, están las familiares, las personales, los guiños a los amigos: Felipe se parece a uno que era periodista, Manolito a un panadero del barrio de San Telmo, Guille a un sobrino de Quino que es flautista… Cada quien, pues, ha de solucionar su cubo a partir de sus propias preferencias, a sabiendas de que el cubo tiene muchos colores y de que lo chévere y lo inquietante del mundo de Quino es que en cada uno de nosotros, sus lectores, coexisten todos los personajes en contubernio. Como ocurre, lo veremos, con él mismo.

3. La oca

Quino es la encarnación de Felipe: tímido, amable, introvertido, parece que anduviese de puntillas por la vida para no molestar a los demás. Alguna vez reconoció que era el personaje con el que más se identificaba y que cuando hablaba de la escuela en las historietas estaba echando mano de sus propios recuerdos. Eran los recuerdos de un niño de Mendoza (Argentina), que quedó hipnotizado cuando vio el primer dibujo de su vida. Lo tiene presente como si hubiera sido ayer. Ocurrió en 1935, una noche en que sus padres lo dejaron al cuidado de su tío Joaquín Tejón. El tío trazó con lápiz azul un caballo piafante en una hoja de papel y aquel instante se convirtió para Joaquinito Lavado en una verdadera epifanía.

«Esa noche descubrí algo maravilloso que me dejó marcado para siempre», dice Quino. Tenía tres años y había ingresado al mundo de los felipes, esos personajes que en vez de ojos podrían llevar en la cara dos signos de admiración.

Un tiempo después Joaquinito —Quinito, Quino— fue sorprendido cuando dibujaba rostros en la mesa del comedor, una tabla clara de madera de álamo. Su madre, que era andaluza, se enfadó, pero no mucho. Llegaron a un acuerdo. Le estaba permitido pintar en la mesa, pero siempre y cuando la lavase después con agua y jabón. Así se consolidó en Quino una doble y admirable vocación: por el dibujo y por el aseo.

Al cabo de otros tres años iba a hacer un nuevo descubrimiento inolvidable. «La primera vez que tuve un asomo de lo que podría sentirse con el sexo —dice— fue un verano en el que llegaron unas primas adolescentes a visitar a mis vecinas. Una de ellas me abrazó en un cariñoso saludo y yo le atisbé el escote y sentí algo muy agradable, una especie de calor instintivo. Fue lo mejor que me ocurrió a los seis años». Después estuvo enamorado de la hija del lechero, pero, como sucede a Felipe con Muriel, las palabras se le atragantaban y las mejillas se le injertaban de tomate cada vez que la veía. Ella, ignorante de que dentro de ese niño flaco ardía una pequeña hoguera, nunca le prestó la menor atención.

En la escuela, Quino prefería hacer trazos que estudiar. La gramática y la ortografía le daban problemas, hasta el punto de que, cuando empezó a dibujar a Mafalda, compró un curso de redacción para que no se deslizaran errores en los globitos. No era malo el curso: a lo largo de las 1.928 tiras que llegó a publicar solo aparecen dos faltas de ortografía: un hechar con h («Mi papá los va a hechar de menos») y un exije con j («Esta vida moderna exije juegos cada vez más breves»). La obsesión por la gramática lo ha acompañado siempre, como si su segunda nacionalidad no fuera la española sino la colombiana. Hace muchos años Quino asistió a una conferencia de Jorge Luis Borges. Y, en un insólito gesto de desparpajo que lo sorprendió a él mismo, se incorporó de entre el público y se atrevió a preguntarle si no pensaba, don Borges, que el verbo aguaitar (espiar, atisbar), que se parece mucho a otros de igual significado en otras lenguas («agguato» en italiano, «await» en inglés), comparte con ellos una raíz latina.

—No —le contestó Borges en forma seca. Y siguió hablando de otra cosa.
«Me sentí un perfecto tonto», confiesa Quino y, aún hoy, se ruboriza.

Quino ya vivía en Buenos Aires. Fue una época dura en la cual contó con la ayuda económica de su hermano. A partir de 1954, cuando publicó su primera página de dibujos en la revista «Esto es», aparecen diversos trabajos suyos: dibujos de humor en media docena de revistas y, a lo largo de cinco años, una caricatura cada 24 horas en el diario «Democracia». En 1962 realiza su primera exposición, que tiene lugar en una galería de Buenos Aires. Eran los tiempos de Juan XXIII, John F. Kennedy, los Beatles, «La dolce vita» y el Ché Guevara: desde un pequeño apartamento en la calle Chile, Joaquín Lavado Tejón asistía a la inauguración de los años 60. Ya estaba casado con Alicia Colombo, a quien le ha tocado asumir la parte manolita de Quino, porque también los humoristas pagan comida, planchado de ropa y alquileres.

Uno de los trabajos comerciales que a la sazón le cayeron consistía en inventar una historieta que iba a servir de apoyo publicitario a una fábrica de electrodomésticos. Los dibujos no hacían mención de la marca —Mansfield—, pero era condición que aparecieran en la escena algunos aparatos eléctricos y que los nombres de los personajes empezaran con la M de Mansfield. Quino había visto en la película argentina Dar la cara a una niña llamada Mafalda, y utilizó este nombre para el personaje central de su historieta. Después bautizó Manuel a un pequeño comerciante inspirado en el padre de Julián Delgado, un periodista amigo suyo desaparecido luego durante la dictadura militar. Miguelito y los padres de Mafalda completaban el precario elenco inicial.

Cuando adivinaron el tufillo publicitario que la alentaba, los diarios se negaron a publicar la historieta. Quino archivó las 12 muestras hasta que, en septiembre de 1964, el propio Delgado se las pidió para la revista Primera Plana. Había nacido Mafalda. Empezó con entregas semanales. Pero tuvo un éxito que el propio Quino jamás soñó y a partir de marzo de 1965 debió hacer una historieta cada 24 horas. «Era un trabajo tremendo, porque yo necesito tiempo para madurar la idea —comenta—. Nunca hubiera creído que podría aguantar diez años dibujando a Mafalda».

Hace ya 20, en junio de 1973, Mafalda dejó de concurrir a la cita habitual con sus fanáticos. Pero ha hecho apariciones ocasionales por motivos humanitarios. En la gran exposición pentacentenarista de Madrid el mundo bidimensional de Mafalda se lanzó a la tercera dimensión escultórica. Fue un suceso sorprendente: los muñecos se volvieron personas y Quino se volvió muñeco. Parte del atractivo de la muestra era un robot made in USA que imitaba a Joaquín Lavado en aspecto, tamaño, vestimenta y profesión. Dirigido por complicados circuitos de computador, el quinotrónico era capaz de mover la cabeza, saludar al público con la voz del actor argentino Héctor Alterio y levantar torpemente la mano. Cuando se lo presentaron, el verdadero Quino lo observó con una mezcla de pavor y simpatía. «No sé —comentaba aprensivo—. El robot este me crea una relación con la muerte que me inquieta mucho».

Pero lo toleró con su habitual sosiego. Y es que Quino ha conseguido anidar en una vida sosegada. Vive en Buenos Aires, pero pasa temporadas en Milán. Viaja mucho. Come poco y magro, porque el médico le ha prohibido la sal y las grasas. El foie gras, por consiguiente, ni verlo. Las ocas, sí; pero no tiene muchas ocasiones de pasar con ellas ratos de ocio. Ama el vino. Odia la corbata. Viste blue-jeans. Habla en voz baja. Es cariñoso con sus amigos. Y sigue siendo timidísimo.

Pero, al fin, quién es Quino? De qué está fabricada esta oca genial a la que debemos el foie gras exquisito de Mafalda? Habría que preguntárselo a sus criaturas. Aunque él —ya lo vimos— confiesa padecer muchas de las dudas ilusorias de Felipe es, en realidad, una amalgama de sus personajes, como lo somos todos. Puede sorprender con las inquietantes preguntas de Mafalda, poner una carga de trinitrotolueno en la reunión con reflexiones estilo Miguelito, hacer el tipo de críticas que uno esperaría de Susanita, mostrar el escepticismo intelectual de Libertad o desnudar sus sentimientos con el candor de Guille.

Uno de ellos fue expuesto en una entrevista que le hicieron aquella vez que visitó España con motivo de la gran exposición. Cuando preguntaron a Quino cómo veía el mundo actual, respondió sin cortapisas: «Mal, muy mal. Me alegro de no ser joven». Podría pensarse que semejante frase constituye una especie de traición o, al menos, de capitulación cuando procede de quien durante diez años creó un universo de jóvenes. Y, sin embargo, habría que ver si los muñecos de Quino son en realidad niños. O si lo que ha hecho Quino es albergar en cataduras infantiles ciertas reflexiones, angustias, ternuras y alegrías sin edad. Con excepción de Guille, los niños de Mafalda seguramente no son ciento por ciento niños. Si ello es así, tal vez lo que se proponía Quino era hacer menos estrepitosas las bofetadas, menos dolorosas las preguntas, menos deleznables las inseguridades. O a lo mejor no se proponía nada, sino que las cosas, simplemente salieron de esa manera. Pero eso no importa. Lo que importa es el resultado, ese genial revulsivo de nuestra tranquilidad que son Mafalda y sus amigos. Al fin y al cabo, sería injusto pedirle a la oca que, además de producir el foie gras, escribiera tratados sobre el funcionamiento hepático en las aves de corral.

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