Tejiendo una vida en la “Flor de Lis” de Elena Poniatowska – Parte 4

«TEJIENDO UNA VIDA EN LA “FLOR DE LIS” DE ELENA PONIATOWSKA.
AUTOBIOGRAFÍA Y MITO INTERIOR, UNA LECTURA ARQUETÍPICA»

Cuarta Parte

Mónica Pinilla Pineda

Mónica Pinilla es Psicóloga, M.S. en Literatura. Es Miembro de la Asociación para el Desarrollo de la Psicología Analítica en Colombia (ADEPAC), Directora del Centro de Asesoría Psicológica de la Universidad Javeriana en Bogotá. El presenta documento es el Trabajo de grado presentado como requisito para optar por el título de Magistra en Literatura en esta misma Universidad, el mes de julio de 2007. Es igualmente el trabajo de promoción en ADEPAC para Miembro Titular. Email:monica.pinilla@javeriana.edu.co


Elena Poniatowska

 

2.4. La “Flor de Lis”, contar los orígenes de una vida

Después de una amplia producción, hasta ese momento, más periodística -testimonios, crónicas, reportajes, entrevistas- que literaria -novelas y cuentos-, Elena Poniatowska publica en 1988 La “Flor de Lis”. Su narración comienza en la infancia de su protagonista, Mariana, y culmina cuando ella es aún joven; y pareciera buscar sentido de vuelta a sus orígenes. Al respecto Sara Poot plantea en el artículo La “Flor de Lis”, códice y huella de Elena Poniatowska:

Pareciera que en el proceso de creación de La “Flor de Lis” se desempolvara un diario infantil de corazones, lágrimas y mariposas, para recoger las palabras y las imágenes de la “casa de migajón” de la niñez, arrancar secretos al recuerdo y recrear la autobiografía de la escritora, que a veces, como hemos visto, deja oír su voz para referirse desde el presente de su escritura al pasado de la narradora de quien conoce y quien conoce su historia, puesto que es una historia compartida…
En La “Flor de Lis”, Elena Poniatowska pone su escritura al servicio de su vida, su vida al pedido de su escritura; vuelve sobre sus pasos infantiles –Francia, México, Estados Unidos, México, siempre México- y tensa el hilo de la memoria y dibuja el árbol de su genealogía y se mete a un caracol, a un laberinto de recuerdos y se pregunta, fragmenta, selecciona, recrea su historia personal. (Poot, 1990, p. 100)

Pasados sus cincuenta años Elena Poniatowska elabora La “Flor de Lis” como una novela autobiográfica, después de haber narrado la vida de muchas otras personas a través del trabajo periodístico y literario realizado hasta ese momento. De esa manera, el oficio de la escritura que la había acompañado desde su juventud, e incluso desde antes en sus diarios y los de su madre, se concreta ahora en la construcción de una ficción autobiográfica en un momento de su madurez, que aborda la narración de la trama vital de su personaje Mariana. No se puede desconocer, sin embargo, la presencia de cierto indicio autobiográfico en su pequeña y primera novela, Lilus Kikus, publicada en 1954 en los albores de su carrera como escritora. Al respecto de sus textos autobiográficos la escritora comenta en la entrevista que le hiciera Reina Roffé:

-Con La “Flor de Lis” usted incursiona en una zona ya transitada en Lilus Kikus: autobiografía y ficción se aúnan para dar cuenta de los efectos que produce una formación católica y elitista. ¿Somos víctimas de una época, de una educación, de una clase social?
– Seguramente. En esos dos libros, sobre todo en Lilus Kikus, hay, al principio, elementos autobiográficos. Se cuenta la vida de una niña que estudia en un convento de monjas (yo estudié en un convento de monjas) y tiene una educación severa, muy estricta, religiosa. Y eso se ve tanto en Lilus Kikus como en La “Flor de Lis”. Ciertas circunstancias de mi vida coinciden con algunas que forman parte de las historias narradas. Como le decía antes, creo que uno escribe siempre a partir de su realidad. (Roffé, 2001, p. 179-80)

Así, Elena Poniatowska hace referencia a la manera como las narraciones de estas novelas tienen conexión con su propia experiencia de vida, por ejemplo en el aspecto de su educación con monjas, sin por ello estar reflejando una realidad literalmente vivida. Lo que por demás sería imposible, pues el pasado se ha desvanecido y sólo contamos con la siempre evanescente remembranza de lo vivido, como lo plantea Gusdorf (1991). Del camino recorrido en la vida quedan únicamente ciertos ecos; la escritura autobiográfica ayuda a tejer los hilos que le dan sentido a nuestra intimidad y brinda alguna suerte de continuidad a nuestra existencia, tal como lo indicamos antes en el primer capítulo. Ya antes de La “Flor de Lis”, Poniatowska había explorado el mundo infantil en su primer libro Lilus Kikus. En la entrevista que Margarita García Flores le hace, le pregunta si ella es esa misma niña de la novela. Elena responde: “Un poco puedo ser yo, pero pueden ser mi hermana o algunas amigas de mi edad y jóvenes que tuvieron la misma educación o formación” (García Flores, 1976, p. 25).

La escritora acepta así que existe cierta relación entre el personaje de Lilus Kikus y su propia vida infantil; sin embargo, también hace énfasis en que esta experiencia puede referirse un poco a ella, un poco a otras niñas como ella. Es decir, se trata de una cierta coincidencia genealógica entre personas y personajes cercanos y, sin embargo, distintos. Aquí se puede hallar la manera en que la autora a través de la evocación del mundo de la infancia se ve a sí misma compartiendo experiencias vitales con otros, lo cual nos pone en la ruta de aquellos aspectos que además de ser particulares, íntimos e individuales tienen la característica de estar conectados a experiencias comunes de otros. Podemos hablar entonces de que estos aspectos nos sugieren un territorio de experiencias arquetípicas –aquellas comunes a todos- que se abordarán en el siguiente capítulo para el análisis de La “Flor de Lis”, cuando nos concentremos en el papel y la función de algunos personajes cruciales en el desarrollo de la narración. Estos arquetipos se hacen presentes a lo largo de las dos partes de la novela.

Elena Poniatowska plantea que una segunda parte de La “Flor de Lis” la había escrito desde 1957 y correspondía a un capítulo titulado “El retiro” que hacía parte de su novela Naranja dulce, limón partido que permaneció inconclusa. En esta segunda parte de la novela aborda primordialmente la experiencia con el padre Jacques Teufel, mientras que la primera parte de la novela la escribe en 1985 en un momento de adversidad –durante la época posterior al terremoto que azotó a Ciudad de México- momento en el cual escribía la crónica de lo sucedido:

Estaba escribiendo el libro sobre el terremoto y empecé a escribir las primeras cien páginas de La “Flor de Lis”, como para pensar en otra cosa, y me resultó fácil escribirlas. Después la uní a la novela escrita en 1957, que ya ni el estilo era igual, y no salí muy segura de ese parche. Pero luego Neus (Espresate) me dijo que la primera parte le había parecido muy babosa, demasiado cándida, pero que a ella la parte del sacerdote le había encantado. Entonces ya dejé las cosas así. Después cuando se publicó leí una crítica de Antonio Saborit y confío mucho en él, y sí estoy de acuerdo con él en que realmente es un parche y yo debía de haber continuado toda la novela como la primera parte, o quizás volver a tratar lo del sacerdote, pero en el mismo estilo en que yo había escrito la primera sección. (Steele, 1989, p. 97)

En relación con la figura de la madre, que prevalece en la primera parte de la novela, a Elena Poniatowska le preguntan en una entrevista la fuerte asociación que hace entre la madre y las imágenes del agua, asociación que por demás ha sido ya desarrollada en estudios críticos. Allí es interesante, como ella misma plantea, el carácter inconsciente de esta asociación, con lo cual hace alusión, de alguna manera, a su carácter arquetípico e inconsciente:

A mi me llamó mucho la atención la constante asociación entre las muchas imágenes de agua y el elemento materno en La “Flor de Lis”. ¿Fue algo que hiciste a propósito?
No, completamente inconsciente, pero ahora que tú lo dices, pienso que tienes razón. Ahora, en cuanto a lo de la cama como un río o como un lecho del mar, hay una canción francesa antigua muy bonita, que dice que “A la mitad de la cama/ el río es profundo/. Todos los caballos del rey/ irán a beber juntos”. Yo siento que en esta canción antigua hay una asociación entre la cama y el lecho del río. Y está ligado con que el lecho de la cama de mi mamá era sagrado. (Steel, 1989, p. 99)

Entre su madre Luz y el padre Teufel se desenvuelven entonces los elementos fundantes de la vida de infancia y juventud de la pequeña Mariana, que de cierta manera habla también de la vida de Elena. Contar la vida a través de la escritura se nos revela entonces como la continuidad del mito interior de Elena Poniatowska: contar la vida rehaciéndola en cada momento -de ella, de su gente y de México- a través de una particular alquimia: la escritura. Examinaremos ahora algunos aspectos relevantes de la novela La “Flor de Lis”.

2.4.1. El título de la novela

Ya desde su título la novela La “Flor de Lis” nos pone en el camino de buscar una lectura simbólica de lo allí insinuado, de ahí que no se puede pasar por alto un comentario sobre el sentido de este título. La “Flor de Lis” hace alusión a dos aspectos claves tanto de la vida de Mariana como de Elena Poniatowska en relación con sus orígenes. Por una parte la “fleur de lis” (en francés) se traduce al español como “flor del lirio” tradicionalmente usada para representar a la realeza francesa y, por tanto a la nobleza, de la cual la escritora y Mariana son herederas: abolengos, coronas, duques y duquesitas, hacen parte de la tradición familiar de ambas. Cuando abrimos el libro encontramos que la portadilla y contraportadilla de la novela están adornadas con un papel estampado con esta flor, símbolo heráldico de la nobleza francesa.

De otra parte, el título La “Flor de Lis” guarda también, paradójicamente, una estrecha relación con lo mexicano, puesto que es el nombre de una famosa tamalería de ciudad de México ubicada en la Calle de Huichapan Nº 17, la cual fue fundada en 1918, según se puede leer en la primera hoja de la novela. Es así como el título dado a la novela indica dos aspectos fundantes de Mariana la niña protagonista –nobleza francesa y pueblo mexicano-, que son coincidentes con la vida de infancia de Elena Poniatowska y de los cuales se alimenta su trabajo literario. Hacía el final de la obra la joven Mariana -narradora de la novela- se dirige a la tamalería LA FLOR DE LIS, para comprar tamales de chile verde mientras afirma su arraigo a México. Mariana dice:

…Me gusta sentarme al sol en medio de la gente, esa gente, en mi ciudad, en el centro de mi país, en el ombligo del mundo…Mi país es esta banca de piedra desde la cual miro el mediodía, mi país es esta lentitud al sol, mi país es la campana al momento de la elevación…, mi país es la emoción violenta, mi país es el grito que ahogo al decir Luz, mi país es Luz, el amor de Luz. “¡Cuidado!”, es la tentación que reprimo de Luz, mi país es el tamal que ahora mismo voy a ir a traer a la calle Huichapan número 17, a la FLOR DE LIS. “De chile verde”, diré: “Uno de chile verde con pollo”. (Poniatowska, 1997, p. 261)

De esta manera, el título de la obra guarda un fuerte simbolismo en la vida de Mariana: la mezcla de la nobleza francesa y del pueblo mexicano. Francia y México, lo noble y lo popular, en un solo nombre La “Flor de Lis”. En esta misma línea de trabajo Sara Poot muestra el sentido vinculante entre Francia y México que encierra el nombre de la novela:

El título del libro, que en la portadilla se adorna con el emblema heráldico de los reyes de Francia, encierra otro título, “Flor de Lis”, famosa tamalería de la ciudad de México, que este año cumple 70 años, como puede verse en el menú que el texto copia del original y lo anuncia. En La “Flor de Lis”, envuelto en hojas de tamales y de lirios, converge lo noble francés y lo popular mexicano; el pasado noble de Poniatowska, el México elegido de Elena. (Poot, 1990, p. 99)

El título de la obra nos revela una vez más el sentido del mito interior que condujo a Elena Poniatowska con un origen francés y noble a buscar un lugar en las costumbres populares de México, tierra de arraigo que la escritora elige, tierra de origen a la que vuelve, tierra que le es propia a la vez que distante desde sus ancestros. En la novela la pequeña Mariana recién llegada a México, después de haber vivido sus primeros años en Francia, hace alusión al gusto que sienten ella y su hermana por los tamales de la tamalería que lleva el mismo nombre de la obra. Así, le pregunta a su madre: “-Mamá ¿cuándo vamos a casa de los Riba? A Sofía y a mi nos encanta porque dan tamales de LA FLOR DE LIS que les queda a una cuadra y chocolate batido con molinillo”. (Poniatowska, 1997, p. 38)

A pesar de tener, en ese momento, poco tiempo de llegada a Ciudad de México, Mariana –la niña recién desembarcada de Francia- hace ya una referencia muy mexicana: la de los tamales con chocolate batido con molinillo que venden en La Flor de Lis. Esta alusión muy popular a la tamalería se combina entonces con la flor de lis como símbolo de la realeza francesa. El doble sentido que se le puede atribuir al título de la novela muestra entonces el origen de Mariana y también de Elena Poniatowska, como mejicanas y a la vez condesas extranjeras. Como en todo mito el origen está enlazado con el punto de regreso: de donde vengo es a la vez hacia donde voy, ciclos y círculos, principio y fin unidos.

Así como el título de la novela guarda el sentido de un origen doble, así también en la obra de Elena Poniatowska es frecuente encontrar la transposición de fronteras. Poniatowska siempre está jugando entre límites: la pertenencia y la extranjería, la ficción y la realidad, el personaje y la persona “real”. Su obra es un andar entre fronteras, entre la voz del otro y la voz de ella, siempre buscando lo mismo: contar la vida. Es así como recientemente con motivo de la aparición del segundo tomo de las Obras Reunidas de Elena Poniatowska, que compila Hasta no verte Jesús mío, La “Flor de Lis” y Paseo de la Reforma, Denise Dresser (2007) escribe un artículo titulado Elena Poniatowska: Soldadera de lo nuestro en la Revista de la Universidad de México en el que afirma:

Difícil colocarla en cualquiera de las categorías tradicionales de la literatura mexicana precisamente porque ha forjado –en años de ser como es- un perfil particular, incomparable: el propio. El de Elena Poniatowska.

Navegando entre la ficción y la no ficción. Entre la extranjería y la pertenencia. Entre el México de los de abajo y el México de los de arriba. Entre la libertad de las calles que recorre Jesusa Palancares y los universos de privilegio que habita Mariana en La “Flor de Lis”. Entre el mundo abierto y agreste de Jesusa Palancares y el espacio cerrado y claustrofóbico de Ashby Egbert, señorito perfumado que pasea a lo largo del Paseo de la Reforma, miembro de una estirpe de aquellos que no ven a los meseros ni a los chóferes de taxi, ni a los vendedores ambulantes. (Dresser, 2007, p.18)

Una vez nos hemos detenido en el significado del título de la novela, a continuación examinaremos la manera como está construida, que como ya lo habíamos mencionado corresponde a dos momentos distintos de redacción.

2.4.2. Dos momentos en la novela

Podemos considerar que en la novela La “Flor de Lis” hay, de una manera sutil, dos momentos que corresponden, al mismo tiempo, a dos periodos distintos de elaboración del texto. Cada uno de ellos contiene períodos diferentes de la vida de su protagonista: Mariana, que narra en primera persona un relato que se desarrolla en fragmentos, los cuales, a su vez, están acompañados de pequeñas viñetas. El primero se centra en el mundo de la infancia, el segundo tiene el tono de la juventud temprana. La parte de la infancia trata principalmente la relación de la protagonista con su hermana Sofía y con sus nanas, el entrañable amor que siente por su madre Luz, el descubrimiento que hace de la tierra mexicana, y concluye con el viaje al convento en Estados Unidos, al que es enviada junto con su hermana a estudiar en su temprana adolescencia.

La segunda parte de la novela empieza hacia la mitad del texto, cuando hace su aparición en el escenario de la vida de Mariana el emblemático personaje, el padre Jacques Teufel. Este personaje es conocido por la protagonista en un “retiro de cuaresma” al que asiste a su regreso del convento –es de anotar que Teufel significa diablo en alemán-. A partir de ese momento tanto Mariana como su familia, y, especialmente su madre, se verán fuertemente influenciadas por el pensamiento y presencia del padre Teufel. En esta segunda parte se introducen nuevos elementos gráficos en la novela, por ejemplo, se empiezan a usar letras góticas al inicio de los apartes y textos cortos en latín.

Adicionalmente, podemos indicar que los dos momentos de la novela corresponden a tiempos diferentes en la escritura de la obra. Es así como Sara Poot lo comenta:
La “Flor de Lis” son las hojas de un inventario de escritura y de vida. Publicada en 1988, no es nueva totalmente. En 1956, dos años después de haberse iniciado como escritora, Elena escribió el primer capítulo de su novela Naranja dulce, limón partido, que permaneció inconclusa. Este capítulo, titulado “El retiro”, se incorpora con algunas modificaciones a La “Flor de Lis”, en una de sus partes más significativas, aquella donde literalmente aparece el diablo. (Poot, 1990, p. 100)

La segunda parte de la obra, concentrada en la presencia del padre Teufel, fue escrita durante la juventud de Elena Poniatowska –aproximadamente a sus veinticuatro años- después de la escritura de su primera novela Lilus Kikus (1954), mientras que la primera parte la empezó a escribir en 1985, después de ocurrido el terremoto de México.

Estos dos momentos de escritura que marcan la novela son comentados en la entrevista que le hizo a la escritora Cynthia Steele (1989). Encontramos cómo el inició de la novela, dedicado a la infancia de la protagonista, fue escrito en 1985 cuando la escritora había pasado sus cincuenta años de edad. El regreso a la tierra recordada de la infancia -el origen-, tan propio del ejercicio autobiográfico, lo hace la escritora después de un largo trasegar por la vida. Con el paso del tiempo, mientras más caminamos la vida, pareciera que más nos aproximamos a la tierra de origen, y así, a desentrañar el mito interior que ha dado cierta continuidad a nuestra existencia. Como lo dice Ernesto Sábato, en su texto autobiográfico Los santos lugares:

A medida que pasan los años, cuando nos vamos despidiendo de sueños y proyectos, más nos acercamos a la tierra de nuestra infancia, no a la tierra en general, sino a aquel pedazo, a aquel ínfimo (¡pero tan querido, tan añorado!) pedazo de tierra en que trascurrió nuestra niñez. Y entonces recordamos un árbol, la cara de algún amigo, un perro, un camino polvoriento en la siesta de verano, con su rumor de cigarras y un arroyito. Cosas así. No grandes cosas sino pequeñas y modestísimas, pero que entonces adquieren increíble magnitud. (Sábato, 2000, p. 29)

Ese mundo de la infancia, esa tierra de la niñez: “un árbol,… un camino polvoriento en la siesta de verano” retornan invitando a regresar al origen. Retorno mítico que nos muestra que nuestro destino -hacia donde nos dirigimos-, es en última instancia nuestro mismo origen, la forma de la vida pareciera ser un gran círculo de regreso a casa. Elena Poniatowska instaura el mágico mundo de la infancia en su novela La “Flor de Lis” con su personaje Mariana. Mariana es la niña que vive su mundo, tanto el que la rodea como el interior, con humor, candidez y asombro. Y a ese mundo será al que regresa.

Sara Poot, conocedora crítica de la autora y de la novela, relaciona las viñetas usadas en el texto con el mundo de la niñez de la protagonista y con los juegos de la infancia. Considera que las viñetas utilizadas en la novela contribuyen a organizar el discurso, puesto que fragmento tras fragmento van ayudando a armar, a la manera de un rompecabezas, la historia de la pequeña protagonista Mariana.

La historia de la niñez de Mariana llena y escinde el espacio textual. Las viñetas que se desprenden del título La “Flor de Lis” ocupan los espacios vacíos que produce la escritura discontinua de la novela. Estas figuras tamaño miniatura rememoran los juegos de la infancia, llenan los huecos del discurso y sirven de trasfondo de la historia y del espacio textual.

Los espacios en blanco y las viñetas contribuyen en la organización de este discurso, básicamente lineal pero discontinuo, que va armando la historia de Mariana, de la niña que nace en Francia y que, mientras su papá como Mambrú se va a la guerra, es llevada junto con su hermana a México por su mamá, que es mexicana (Poot, 1990, p. 100).

2.4.3. El uso de fragmentos y viñetas en la novela

Como hemos indicado antes, la novela La “Flor de Lis” está escrita en fragmentos que parecieran relacionarse con la manera en que el recuerdo hace presencia, más que de manera continua, por ráfagas de memoria. De esta manera, los fragmentos relatados por la protagonista, presentan temas diversos, a la vez que mantienen una cierta continuidad cronológica. Cada fragmento está marcado, en su inicio, por un pequeño elemento gráfico o viñeta que ayuda a demarcarlo de manera visual y también anuncia el ingreso a otro tema. Algunas viñetas pareciera que se presentan como signos gráficos que hacen siempre referencia a un tema en particular de manera reiterada. Por ejemplo, la estrella de cinco puntas en un círculo de fondo negro ( ), aparece siempre que Mariana hace referencia a su padre en la guerra. Un triángulo negro ( ) anuncia que el tema central del fragmento será México. Una flor levantada de cinco pétalos ( ) anuncia que Mariana hablará de su madre Luz. Un ornamento vegetal ( ) aparece cuando Mariana habla sobre sí misma. Otros signos muestran de manera claramente figurativa, es decir, más o menos cercano a lo natural, el tema que se abordará. Por ejemplo, una maleta ( ) aparece al hablar de las vacaciones, un barco ( ) y un avión ( ) para referirse al viaje a México en estos dos medios de transporte, un teléfono ( ) para referirse a una llamada telefónica. Sin embargo, otras viñetas no parecieran referirse a un tema específico, algunas aparecen una sola vez o muy pocas veces a lo largo del texto de la novela . Por lo cual no podemos decir que haya una pretensión permanente de crear un sistema de signos: viñeta-tema-fragmento; más bien, las viñetas pareciera que hacen parte de la ambientación de la infancia y rememoran los juegos de esa época, en los que se establecen relaciones en ocasiones directas y en otras veladas, entre la vida relatada y su representación gráfica.

Esta escritura por fragmentos se relaciona con algo que habíamos esbozado como propio de la escritura autobiográfica frente al dilema del manejo del tiempo – ¿presente, pasado?- y la creación de una identidad continua del personaje a través de la narración. Dicha identidad es realmente discontinua y se encuentra fragmentada por el tiempo entre el yo narrador –presente- y el yo narrado –pasado- que hace, sin embargo, presencia en el momento actual de la escritura y la lectura. En La “Flor de Lis” la estrategia narrativa que Elena Poniatowska usa es darle la voz a Mariana desde un momento eternamente presente. Mariana habla desde su infancia y desde su juventud, logrando dar a la obra un tono de vivencia actual e inmediata. Esta perspectiva narrativa genera así una sensación de continuidad en la identidad del personaje desde las vivencias de su infancia en Francia y México, hasta su juventud marcada por la aparición del padre Teufel.

Siguiendo con el aspecto gráfico, podemos indicar ahora que durante toda la novela hay una serie de apartes que comienzan con una letra versal; y en la segunda parte aparece el uso de estas letras vérsales en estilo gótico, precedidas de pequeños epígrafes en latín y letras minúsculas, los cuales demarcan una suerte de apartes o secciones. También se introduce en esta segunda parte una nueva viñeta en forma de cruz ( ) acompañada de frases en latín y en letra mayúscula. Es evidente que el latín acompaña en la novela la aparición del padre Teufel. El latín representa el idioma que por siglos fue asociado a la iglesia católica y al mundo configurado alrededor suyo, así mismo, las letras góticas son un referente visual asociado a lo religioso. Sara Poot llama también la atención sobre los elementos gráficos que acompañan la aparición del sacerdote y que demarcan la segunda parte de la novela:

Mariana transfiere el amor a su madre a un personaje que irrumpe la cotidianidad y enfrenta a los demás personajes con su historia. Es un hombre, pero no es un hombre cualquiera, es un sacerdote francés con apellido alemán, que quiere decir diablo. Teufel sustituye la figura del padre de Mariana y debilita transitoriamente la obsesión de ésta hacia su madre. La presencia del sacerdote, respecto a la historia que se cuenta, ocurre dentro de un retiro espiritual en la cuaresma; en la escritura -que a partir de ese momento cambia de tono, como si dividiera la novela en dos partes- se anuncia subrepticiamente con frases latinas que van cobrando presencia significativa, y también coincide con el uso de las letras góticas que empiezan a aparecer al inicio de cada sección del libro. (Poot, 1990, p. 103)

2.4.4. El epígrafe y el colofón

Así como Elena Poniatowska, a través del título de la novela, da al lector una pista simbólica sobre el origen de la pequeña Mariana, y con las viñetas complementa el mundo narrado de manera fragmentaria por la protagonista durante su infancia y juventud, con el epígrafe y el colofón de la obra podemos también revelar cierta intencionalidad simbólica. Tanto el epígrafe como el colofón hacen referencia a La Pequeña Lulú, con lo cual se hace una clara alusión al mundo de la infancia. En el epígrafe de La “Flor de Lis” la Pequeña Lulú mientras se talla en la tina canta:

De ratas y culebras
y sapos y ranas y arañas
de todo eso
y más
están hechos los niños.

Muestra así, La Pequeña Lulú, la materia mixta y diversa -teniendo en cuenta los animales que nombra- de la que se constituyen los niños. De otra parte, al final de la novela, en el colofón, es la pequeña Mariana -y no la Pequeña Lulú- al salir de la tina la que dice ahora:

De Tobis y Teufels
blasfemias y bendiciones
de Franciscas y Luces
monjitas y maromas
de todo eso
y más
están llenos los cuentos
de la pequeña Lulú.

En este colofón, se muestra cómo los personajes de la vida de Mariana: Teufel, Francisca, Luz, monjas, también se encuentran en los cuentos de la Pequeña Lulú. Una vez más se diluyen los linderos de la ficción literaria y la realidad ficcionada. En esta ocasión es la vida de la pequeña Mariana -personaje protagonista- la que se puede encontrar en los cuentos de la Pequeña Lulú. Vida y literatura, se entremezclan así. La vida de la infancia con su imaginación y sus historietas es la que abre y cierra la novela. Mariana, la niña, es la narradora de la novela, es su mirada y su voz la que toma lugar en la escritura de la obra. En este mismo sentido, Sara Poot comenta refiriéndose al inicio y al cierre de la novela:

Un epígrafe y un colofón abren y cierran La “Flor de Lis”. El primero alude a una canción que canta la pequeña Lulú en la tina (Número extraordinario, enero de 1954). Año de Lilus Kikus, el primer libro de Elena. El segundo se refiere a los personajes de los cuentos de la pequeña Lulú y a los personajes de La “Flor de Lis”; corresponde a la narradora de la novela, la pequeña Mariana al salir de la tina (Número de otoño, 1955).

Mariana, o pequeña Blanca, como le llama el ángel de la guarda de las mujeres que aparecen en el texto, es la protagonista de esta novela, que desde el presente de la narración se abre al pasado -a la década de los cuarenta y a los primeros años de los cincuenta- para instaurar en el texto el mundo de la infancia. (Poot, 1990, p. 99)

Así encontramos que desde el epígrafe, como puerta de entrada y de captura a la novela, el mundo de la infancia es llamado a escena con la alusión a la Pequeña Lulú , historieta que como nos enteraremos, a través del texto, es la lectura favorita de Mariana y de su hermana Sofía. Luz, la madre de las niñas comenta en la novela que a sus jóvenes hijas les encanta la Pequeña Lulú, motivo por el cual las considera muy infantiles. En La “Flor de Lis”, la pequeña Mariana cuenta que después de estar cantando:
Mamá se enerva:

-¿No podrías cantar otro tipo de anuncios?
Le comenta a Esperanza:
-Son de verás muy infantiles. Todavía leen cómics, hazme favor. La lectura favorita de ambas es La pequeña Lulú. (Poniatowska, 1997, p. 208)

Con la Pequeña Lulú se inaugura y se clausura la obra, poniendo en evidencia la importancia y relevancia que tiene el mundo de la infancia para Mariana. A través de la narración que hace Mariana se vuelve sobre los pasos infantiles y se recrea un mundo y una historia personal. Es significativo que la escritora cree el personaje de Mariana y le entregue la narración a la voz de la niña. Esa voz tejerá el relato con el candor, el asombro y la profunda sabiduría propia de los niños. Juan Rulfo en la contraportada de Lilus Kikus, primera novela de la escritora instalada en el mundo de la infancia de su protagonista, comenta: “Todo en este libro es mágico y está lleno de olas de mar o de amor como el tornasol que sólo se encuentra, tan sólo en los ojos de los niños”. El epígrafe y el colofón nos confirman que la infancia tiene un lugar central en la novela. Se evidencia también a lo largo del texto la presencia de la niña de manera permanente, puesto que a ésta se le entrega la escritura y la voz principal de la narración.

A partir de lo expuesto hasta el momento, encontramos que la primera parte de la novela está marcada especialmente por la experiencia de Mariana con la madre. No sólo su madre: Luz, sino también su madre tierra: México. En la segunda parte de la novela hace aparición en la vida de Mariana y de su madre el padre Teufel. Mariana -niña y joven- es la protagonista y narradora que transita entre las experiencias con la figura de la madre y luego con la figura de un personaje que es mezcla de ángel y demonio. Por lo tanto, podemos plantear ahora que algunos personajes hacen parte constitutiva del entramado de la novela, debido al papel preponderante que juegan en su desarrollo y, particularmente, por la relación que establecen con Mariana, eje de la narración. Como lo hemos venido indicando, en la novela se aborda la autobiografía de Mariana que, como lo señalaremos en el próximo capítulo, evoca la figura arquetípica del niño.

A continuación, presentaremos los elementos que permiten la lectura arquetípica de la novela propuesta para este trabajo, sus fundamentos y metodología, para pasar luego a explorar la manera como en la novela se manifiestan arquetipos a través de algunos de sus personajes y las situaciones que viven, así como la significación que tienen para la vida de Mariana y para la experiencia humana en general. Pues, a pesar de que las vivencias de Mariana son particulares, de cierta manera expresan también experiencias comunes a todos, así sean personajes reales o ficticios. La fuente de lo más profundamente individual es lo más colectivo –lo arquetípico-.

 

 

III

MARIANA: ENTRE LUZ Y TEUFEL,
UNA APROXIMACIÓN ARQUETÍPICA A LA “FLOR DE LIS”

El ser más inesperado es uno mismo:
Hasta las esfinges nos miran con ojos asombrados

Silvina Ocampo

Después de haber abordado los dilemas teóricos propios de la autobiografía en el primer capítulo, y de habernos detenido en el siguiente en algunos aspectos de la vida y obra de la escritora mexicana Elena Poniatowska, nos adentraremos a continuación en una lectura arquetípica de su novela La “Flor de Lis”, objeto de este estudio.

Hasta ahora nos hemos acercado a la lectura de la novela mostrando su carácter autobiográfico, aunque ello no implica que nuestra aproximación esté buscando confirmar una relación directa y referencial con la vida de la autora. Consideramos que en esta novela lo que se teje es la autobiografía de Mariana, que es su narradora y protagonista. No obstante, a lo largo de este trabajo hemos también mostrado cómo en la novela podemos encontrar una cierta coincidencia genealógica entre la vida de Mariana y la de Elena Poniatowska. La lectura que proponemos ahora implica una mirada arquetípica a la trama de la novela y en especial a su protagonista, buscando descubrir su mito interior. En un primer momento examinaremos las representaciones arquetípicas, que podemos encontrar en la novela, caracterizadas a través de sus personajes fundamentales; y, en un segundo momento, nos adentraremos en el mito interior de Mariana, que resulta ser profundamente individual y por eso mismo profundamente colectivo.

3.1. Representaciones arquetípicas en la novela

Como lo habíamos indicado ya en el capítulo uno del presente trabajo, las representaciones arquetípicas son las formas llenas de contenido en que se traducen a la conciencia los arquetipos que hacen parte del inconsciente colectivo –estrato más profundo de la psique humana–. Jung usa la expresión “colectivo” describiendo un inconsciente que no es de naturaleza individual sino universal, es decir, que tiene modos de comportamiento que son los mismos en todas partes, en todo momento y en todos los individuos. Hay tantos arquetipos como situaciones típicas en la vida; el arquetipo es una tendencia a formar representaciones de un motivo, representaciones que pueden variar muchísimo en detalle sin perder su modelo básico. Hay, por ejemplo, muchas representaciones del motivo del nacimiento, del ser madre, de la aceptación y la necesidad de los semejantes, de la hostilidad entre hermanos, de la vejez y la muerte; pero en todos los casos el motivo en sí sigue siendo el mismo.

Christine Downing en el prólogo del libro Espejos del Yo. Imágenes arquetípicas que dan forma a nuestras vidas, comenta el valor que tiene atender a las imágenes arquetípicas, que es como la autora llama a las representaciones arquetípicas. Downing comenta cuál es el valor de prestar atención a lo arquetípico del siguiente modo:

Lo valioso de atender a lo arquetípico radica en que nos lleva a apreciar y nutrir la capacidad humana, espontánea y natural, de responder al mundo no sólo de manera conceptual sino también simbólica. La creación de imágenes es fundamentalmente una forma humana de responder al mundo…Puede parecer más pasivo y simple que el pensamiento organizativo y conceptual, pues a diferencia de los pensamientos, sentimos las imágenes como algo que nos es dado más que como algo hecho por nosotros…También nuestra vinculación a las imágenes arquetípicas puede hacernos sentir comprometidos con un mundo interior, un mundo de objetos interiores… Para Jung esta capacidad de creación de imágenes, y no la razón, es la verdadera función que nos hace humanos. Atender a estas imágenes (que no son ideas traducidas sino el lenguaje natural del alma, su auténtico logos) nos ayuda a librarnos de la tiranía de los modos verbal y racional, que ha causado la supresión de las facultades humanas que nos resultan <inconscientes>. (Downing, 1994, p. 12–13)

Por ello, consideramos pertinente la propuesta de realizar la lectura de una novela autobiográfica como La “Flor de Lis” a través de la alusión a las imágenes arquetípicas que sugiere, permitiendo una aproximación al mito interior de su protagonista, que le brinda una sensación de continuidad a su vida. Igualmente, los motivos que expresa de manera particular un texto autobiográfico, como son –en el caso de la novela objeto de este estudio– las tensiones entre la niñez y la juventud, entre el arraigo y el desarraigo, así como la relación con la madre y la pérdida de la ingenuidad, son a la vez experiencias comunes a toda vida humana en su paso por la tierra. La doble función de la autobiografía de tocar aspectos individuales y a la vez colectivos nos indica la raíz de la atracción que suscita la lectura de escritos autobiográficos.

Como ya lo hemos planteado desde el primer capítulo de este trabajo, la lectura de lo autobiográfico que proponemos a través de las representaciones arquetípicas responde a un interés nodal por tejer lo autobiográfico como un campo de cruce entre lo particular–individual y lo colectivo–universal, así como también develar una verdad interior y a través de ella descubrir el mito que ha guiado la propia vida. En ese mismo sentido, dice Downing:

Cuando nos centramos en la imagen arquetípica, vemos claramente que no hay una distinción tajante entre lo personal y lo colectivo, pues la imagen arquetípica señala la articulación donde se encuentran lo interior y lo exterior, lo personal y lo colectivo. Representa la interacción dinámica y continua entre lo consciente y lo inconsciente, lo personal y lo colectivo” (Downing, 1994, p. 14)

Ahora bien, se podría aducir que desde una perspectiva que trate de resaltar los aspectos colectivos de lo autobiográfico, se corre el riesgo de hacer caso omiso de las particularidades de la vida individual narrada. Por eso, es importante aquí no perder de vista que las imágenes arquetípicas siempre llevan consigo una carga personal y aparecen en contextos específicos; por ello, “percibir su significado para nosotros siempre requerirá prestar atención a su particularidad y no sólo a su generalidad.” (Downing, 1994, p. 14). En ese mismo sentido Jung había ya planteado en El hombre y sus símbolos que el arquetipo si bien es una tendencia, una urdimbre universal de los humanos, en la experiencia práctica requiere de unas condiciones particulares para su aparición y para su comprensión. Por ello dice que los arquetipos:

…son, al mismo tiempo, imágenes y emociones. Se puede hablar de un arquetipo solo cuando estos dos aspectos son simultáneos. Cuando meramente se tiene la imagen, entonces es solo una imagen oral de escasa importancia. Pero al estar cargada de emoción, la imagen gana numinosidad (o energía psíquica); se hace dinámica, y de ella han de salir consecuencias de alguna clase… Los arquetipos son trozos de la vida misma, imágenes que están íntegramente unidas al individuo vivo por el puente de las emociones. Por eso resulta imposible dar una interpretación arbitraria (o universal) de ningún arquetipo. Hay que aplicarlo en la forma indicada por el conjunto vida–situación del individuo determinado a quien se refiere…Los arquetipos toman vida solo cuando intentamos descubrir, pacientemente, por qué y de qué modo tienen significado para un individuo vivo. (Jung, 1979, p. 96)

Jung llama entonces la atención sobre la necesidad de experimentar junto a la imagen una emoción para que ésta tenga un carácter arquetípico. El sólo uso de palabras como el anima y el animus, el hombre sabio, la gran madre, es vacío cuando se trata de meras imágenes cuya carga emocional no se ha experimentado, pues son aquí palabras que quedan sin valor. Pero ellas “adquieren vida y significado solo cuando se tiene en cuenta su luminosidad, es decir, su relación con el individuo vivo. Solo entonces comenzaremos a comprender que sus nombres significan muy poco, mientras que la forma en que nos son relatadas es de la mayor importancia” (Jung, 1979, p. 98). Para la lectura de imágenes arquetípicas es entonces necesario aproximarse a lo particular y aplicar siempre la relación vida–situación del individuo. Por eso, la forma en que son relatadas las experiencias es de gran importancia.

La forma como nos son relatados los textos autobiográficos, es decir, su narración, es precisamente la puerta de entrada a través de la cual el lector puede percibir la emoción ligada a cada personaje y a cada situación. Por eso, nos parece muy importante tener en cuenta que en la novela La “Flor de Lis” la atención de la narración está puesta en la voz de Mariana, niña narradora de la novela. Es necesario entonces tener presente, para la aproximación a las representaciones arquetípicas en la novela, la vida de la protagonista, su situación y contexto, las emociones involucradas y su relación con los diferentes personajes, pues todo ello es lo que teje la vida interior que quiere narrar. Como lo hemos indicado, la novela trata particularmente de la vida de Mariana, y además es ella como narradora quien imprime el tono al relato; por tanto, debe ser ella el centro de atención y la brújula que guiará la aproximación a las representaciones arquetípicas de los personajes claves de la novela y las situaciones que viven.

Pero para adentrarnos en el terreno de las representaciones arquetípicas en la novela, se hace necesario ahora tener previamente cierta claridad sobre la manera de distinguirlas, de saber cuándo estamos ante su presencia. Por esto, a continuación, indicaremos de manera somera algunos aspectos que se deben tener en cuenta cuando decimos que estamos ante representaciones o imágenes arquetípicas. Al respecto puede ayudarnos la pregunta que, según comenta Christine Downing, James Hillman se ha planteado sobre lo que caracteriza a una imagen que tiene la connotación de arquetípica; dice:

Su respuesta es que hay una enorme riqueza que puede ser extraída de ella, que la sentimos rica, profunda, fecunda, generativa. Arquetípico es una palabra que denota el valor y la importancia que damos a determinadas imágenes. Significa que las dotamos con el mayor significado posible. Llamar a algo arquetípico es un proceso de valoración, no el postulado de un hecho ontológico. Así arquetipo se refiere a un modo de ver. Más que mirar a los arquetipos, miramos a través de ellos. Llamar arquetípica a una imagen no indica que sea especial o de un tipo diferente: revela un diferente modo de verla o valorarla. (Downing, 1994, p. 13).

A partir de lo anterior, es importante resaltar que el carácter rico y generativo que sentimos en dichas imágenes es lo que nos lleva a valorarlas como significativas. Adicionalmente, hablar de las imágenes arquetípicas nos permite evidenciar nuestra manera de leer una obra artística, en este caso una novela, como la expresión creativa y fecunda de los estratos más profundos de la psique humana. En ese sentido Jung en su ensayo Psicología y Poesía dice: “Sin duda la psicología –como ciencia de los procesos anímicos– puede ponerse en relación con la ciencia literaria. El alma es en verdad la madre y el vaso de todas las ciencias, así como de cada obra de arte” (Jung, 1982, p. 9). Es así como en la literatura, e incluso en una novela autobiográfica en la que pareciera que se refleja solamente la imaginación y la experiencia personal de su creador, podemos encontrar realmente una manifestación simbólica de experiencias colectivas de la humanidad a través de adentrarnos en lo arquetípico. Así continúa comentando Jung en el ensayo recién mencionado: “La esencia de la obra de arte no consiste en efecto en estar afectada por particularidades personales –cuanto más lo está menos se trata de arte– sino en elevarse sobre lo personal, lejos del espíritu y del corazón, y hablar para el espíritu y el corazón de la humanidad” (Jung, 1982, p. 21).

En el ámbito arquetípico existen algunas representaciones que suelen presentarse como figuras típicas del mundo interior del ser humano. La psique, según Jung, se nos muestra a través de diversas imágenes personificadas interactuando como en un juego dramático. Por esto, los personajes de una novela evocan ciertas figuras arquetípicas. Downing comenta que:

Jung describe la psique a través de una lista de dramati personae. La versión que la psique tiene de sí misma es animada, antropomórfica y dramática, como si consistiera en un grupo de personas interactuando activamente para apoyarse, desafiarse, desgastarse, traicionarse o complementarse mutuamente. Jung admite que esta visión es bastante cómica y sin embargo acertada, ya que el inconsciente siempre se muestra a la consciencia en forma de imágenes personificadas. (Downing, 1994, p. 26–27)

Tanto en sus propios sueños como en los de sus pacientes, y también en tradiciones ancestrales, Jung fue encontrando un reparto de figuras comunes que representaban procesos psicológicos naturales y típicos. Figuras como las de un viejo sabio, o la de una dama hermosa y difusa –anima–, o una gran madre, son ejemplos de imágenes arquetípicas universales. Así, encontramos que nuestra vida interior es más común de lo que creíamos y además está compuesta de múltiples sub–personalidades que evidencian diversas facetas de desarrollo. En esa medida, como plantea Downing:

Empezamos a descubrir el ámbito arquetípico a medida que avanzamos hacia una comprensión más compleja de nuestro yo interior. Aprendemos que nuestra personalidad total no sólo incluye el ego fácilmente reconocible, sino también la máscara que nos ponemos para obtener aceptación social –la persona– . De mala gana trabamos relación con una figura interior del mismo sexo que incorpora esos atributos nuestros que el ego ignora –la sombra– y también podemos encontrar un alter ego del mismo sexo que nos ofrece compañerismo y apoyo –el doble–. Encontramos una figura interior del sexo opuesto que nos enseña que las fuerzas y debilidades que pensábamos que pertenecían a las mujeres (si somos hombres) o a los hombres (si somos mujeres) son en realidad parte de nuestro propio potencial psicológico –el anima y el animus– . Descubrimos que llevamos en nuestro interior una insinuación de un Yo completo que nunca puede volverse plenamente consciente o actualizado pero que nos conduce hacia una vida más rica y plena. Y hallamos que todas esas figuras interiores no son características nuestras sino imágenes arquetípicas, figuras que aparecen de modo típico o quizá universal.” (Downing, 1994, p. 26)

Esta variedad de figuras arquetípicas presentadas de manera breve y precisa por Downing, nos ayudará más adelante a realizar la lectura de algunos personajes claves de la novela La “Flor de Lis” a través de las diversas figuras arquetípicas que éstos parecen representar por momentos a través de la narración que Mariana hace.
Ahora bien, para abordar lo arquetípico en la novela es indispensable detenernos a examinar, de manera sucinta, cuál es el mejor camino o el modo más adecuado de trabajar con imágenes arquetípicas, es decir, la manera apropiada de abordarlas. Downing nos orienta al respecto cuando comenta:

El modo que tenía Jung de trabajar con imágenes arquetípicas no era la interpretación y traducción a lenguaje conceptual, o la reducción a una imagen más general y abstracta, sino lo que él llamó amplificación: conectar la imagen al mayor número posible de imágenes asociadas, manteniendo así el proceso de imaginar. La cuestión es ponernos en contacto con su multiplicidad, su fecundidad, el sentido de interconexión viviente entre ellas, no con su dependencia de un origen común. Amplificar nos ayuda a ir más allá de nuestras estrechas identidades personales y a <recordarnos con una imaginación más amplia>. (Downing, 1994, p. 17)

En ese sentido, al trabajar con imágenes arquetípicas se invita a su amplificación a través de su conexión con otras imágenes asociadas, promoviendo así la imaginación más que la explicación causal. Por ejemplo, la vida de Mariana se va configurando desde su niñez a través del contacto que tiene con una pluralidad de figuras arquetípicas como: la gran madre, el doble, el anima y el animus, el viejo sabio, la sombra; representaciones que a menudo no están ordenadas sino en relación o conflicto unas con otras, no están aisladas sino en estado de fusión, de influencia completa y mutua, tal como están hechos lo niños según dice la Pequeña Lulú. Es necesario entonces mirar a los personajes y a las correspondientes imágenes arquetípicas que van representando de manera interdependiente para ver cómo se interpelan y cambian mutuamente. Las imágenes arquetípicas aparecen así en contextos siempre cambiantes, no son absolutas o inmutables, en ese sentido evitaremos hacer asociaciones lineales de un personaje con una sola imagen arquetípica, sino más bien veremos las diferentes imágenes que los personajes pueden ir representando, teniendo en cuenta la relación que establecen con las situaciones particulares y la vida de Mariana.

En este camino, que estamos emprendiendo, de poder distinguir la presencia de lo arquetípico es necesario también preguntarnos: ¿cómo reconocer que una presencia arquetípica ha entrado en escena en la novela? Una iluminación al respecto la podemos encontrar en Johnson, cuando frente a la presencia de los arquetipos en los sueños comenta:

El sueño que contiene un arquetipo usualmente tiene una cualidad mítica. En lugar de escenas que se parecen al mundo de todos los días, el sueño te lleva a un lugar que parece ancestral, de otro tiempo o parecido a un cuento de hadas…Otro signo es que las cosas parecen más grandes o más pequeñas que la vida misma… Las figuras arquetípicas usualmente tienen un aura de realeza o divinidad. Los antiguos griegos personificaron los arquetipos como dioses que crearon el mundo dando forma al contorno del destino o como héroes y heroínas que fueron atrapados por las fuerzas que los dioses pusieron en movimiento. (Johnson, 1986, p. 61)

En este sentido, al mirar las características que permiten reconocer la presencia de lo arquetípico en un sueño, y teniendo también en cuenta lo planteado por Jung (1979) y Hillman (1994) sobre la carga emocional que está unida a una imagen arquetípica, encontramos que en la narración de la vida infantil y juvenil de Mariana hay varios personajes que podrían estar evocando la presencia de imágenes arquetípicas. Personajes tales como Luz, su madre, y el padre Teufel, están asociados a la vida de Mariana con una alta carga emocional y aparecen presentados con un halo peculiar que los hace personajes de una tierra más cercana al mito que a una pura referencia particular.

Para nuestra lectura arquetípica de la novela nos preguntamos desde el inicio: ¿cómo establecer la relación entre los arquetipos y la narración de la novela?, ¿acaso a través de los personajes y de los principales motivos arquetípicos que ellos representan? Proponemos así tomar ciertos personajes que sugieren representaciones arquetípicas a partir de sus características y también del alto impacto emocional que tienen en la vida interior de la protagonista y narradora. De cierta manera, este camino ha sido ya recorrido por Marie Louise von Franz, analista junguiana, y amplia conocedora de universos míticos y cuentos de hadas. Marie–Louise von Franz plantea en su libro Símbolos de redención en los cuentos de hadas que en estos cuentos los personajes son arquetípicos y no humanos, si bien tenemos en momentos la tentación de leerlos como si fueran personas humanas. En este sentido se detiene en los héroes de los cuentos de hadas y comenta:

Anteriormente tratamos de determinar cuál es el personaje a quien le corresponde el papel de héroe en un cuento de hadas y llegamos a la conclusión de que es imposible comparar al héroe con el yo de un ser humano. El héroe, en un cuento de hadas, más bien corresponde a ese aspecto del sí mismo que se ocupa o dedica a la construcción del yo, su funcionamiento y su desarrollo; también es un arquetipo y un patrón en cuanto a la forma de su comportamiento correcto” (Von Franz, 1990, p. 29)

El héroe entonces no se puede comparar con el desarrollo del yo de un ser humano, sino que más bien representa un arquetipo más profundo de desarrollo del yo que corresponde al sí mismo. Ahora bien, frente a la diversidad de héroes y situaciones que viven, existe también una gran diversidad de comportamientos en los héroes que lleva entonces a preguntarse: ¿cómo se define cuál es el comportamiento adecuado para los héroes? Podemos encontrar que: “el comportamiento del héroe solo puede ser entendido dentro del escenario de la historia y que representa a la persona cuya acción instintiva es la correcta en esta situación específica” (Von Franz, 1990, p. 30).

Esto nos lleva una vez más a resaltar, incluso tratándose de héroes en cuentos de hadas, la relevancia que tiene el contexto de cada historia y la situación particular de quien protagoniza la hazaña. Von Franz propone también que frente a las representaciones arquetípicas es mejor trazar asociaciones en lugar de interpretar de manera apresurada. Es necesario así calibrar la profundidad y el peso emocional de lo que sucede; por eso es indispensable tratar cada caso en particular y siempre preguntarse: ¿qué es lo que cuenta la narración de esta historia?

Claro está que existe una diferencia genérica entre los cuentos de hadas y los textos autobiográficos. Pero en todo caso cuando buscamos acercarnos a la narración de un mito interior, buscando dar sentido a nuestra propia leyenda en la autobiografía, y nos topamos con ciertas representaciones arquetípicas, podemos de cierta manera seguir aquí las indicaciones anotadas por von Franz sobre las relaciones entre los héroes y sus representaciones arquetípicas, para así aproximarnos a los personajes claves de la novela. Podemos indicar que hay dos personajes centrales en la novela, además de la protagonista, que están sugiriendo la presencia de representaciones arquetípicas en la vida de Mariana.

Detengámonos de manera provisional en estos personajes fundamentales de la novela y más adelante ahondaremos en ellos. En la primera parte de la narración Luz aparece como una presencia que envuelve y fascina a Mariana como si tuviese un halo de transparencia, de ausencia, a la vez que omnipresencia en su vida. Por ejemplo, la visión que tiene Mariana de Luz en el barco Marqués de Comillas durante el viaje que las conducirá a México es como el descubrimiento de una presencia de otro mundo, casi como la aparición de una diosa intangible, espectral e inalcanzable. Así la describe la misma Mariana en La “Flor de Lis”:

Esa mujer allá en la punta es mi mamá; el descubrimiento es tan deslumbrante como la superficie lechosa del mar. Es mi mamá. O es una garza. O un pensamiento salobre. O un vaho del agua. O un pañuelo de adiós al viento. Es mi mamá, sí pero el agua de sal me impide fijarla, se disuelve, ondea, vuelve a alejarse, oh, mamá déjame asirte. Se me enredan las pestañas…La veo allá, volátil, a punto de desaparecer en su jaula de huesos, a punto de caerse al mar; el viento se lo impide o la espuma más alta de la ola que va abriendo el barco; el viento también sostiene sus cabellos en lo alto; el viento ciñe su vestido alrededor de su cuerpo; ahora sí, alcanzo a ver cómo arquea las cejas y entrecierra los ojos para llegar más lejos. (Poniatowska, 1997, p. 29–30)

El otro personaje de la novela, que con una gran presencia se impone en la vida de Mariana, es el padre Teufel; de hecho la aparición en su vida y luego el paso por su casa todo lo transforma. Las emociones y cambios movilizados por este personaje, tanto en Mariana como en su madre Luz, son muy fuertes, y como lo describen en la contra-carátula de la novela, pareciera ser una “verdadera mezcla de ángel y de demonio…”. En una de las narraciones iniciales que hace Mariana del padre Teufel, durante el retiro de cuaresma en que lo conoce, lo describe como una especie de mago en su torre, comenta al respecto:

Me duelen los ojos tan fijos en la casa del mago. En realidad no quité la vista un solo instante de la ventana iluminada en la torre, nunca bajé los ojos; toda la Adoración la hice en función del sacerdote, toda y cuando me sentí más unida a él, en el colmo de la exaltación, clic, el interruptor de la luz opacó la imagen, la nulificó rechazándome. “Yo estoy adentro en mi torre de silencio, tú allá afuera, y el camino es largo.” (Poniatowska, 1997, p. 135)

Es así como estos dos personajes se nos presentan como representaciones arquetípicas centrales en la vida de la pequeña Mariana. Cada uno de ellos tiene para la protagonista cierto carácter de grandeza o divinidad y corresponden a un centro de atracción importante en la narración de la primera y la segunda parte de la novela. Ciertamente hay otros personajes importantes en la configuración de Mariana y en la construcción de su mundo interior, como por ejemplo su hermana Sofía y las nanas mexicanas, entre ellas especialmente Magda; pero son los dos primeros los que tejen de manera más significativa la trama vital de Mariana.

Sofía juega un papel importante en el reconocimiento de la personalidad de la protagonista, actúa como un alter ego, de muchas maneras como su contraste y cercano opuesto. Por otra parte, Magda representa el cariño incondicional, el calor y sabor de la amada tierra mexicana, el descubrimiento de las injusticias y las diferencias de clase que marcarán tan significativamente las preguntas sociales y políticas de la pequeña protagonista. La pregunta clave ahora es: ¿cuál es el papel que juegan ellos en la vida de Mariana?

Antes de adentrarnos en este tema es necesario detenernos, en primer lugar, en el personaje de Mariana, ya que como narradora encargada de contar su historia es además protagonista y por tanto central para la comprensión de la novela. Ella también es movilizada en su proceso de desarrollo por varios arquetipos. Luego nos aproximaremos a los otros dos personajes claves para asociarlos desde la historia de Mariana con diversas figuras arquetípicas que pueden ser evocadas a partir de ellos.

3.1.1. Mariana, la voz de la niña

Es la voz de Mariana, la niña, la que orienta la narración de la novela. Podría considerarse que ésta es una estrategia narrativa más, sin embargo, consideramos que tiene un sentido fundamental en la búsqueda de la verdad interior, de la que habla Gusdorf, que persigue este texto autobiográfico. ¿Cuál es el sentido entonces que tiene la estrategia narrativa de dar la voz a la niña? Para responder a esta pregunta podemos recurrir al arquetipo del niño, pues encontramos que es precisamente en éste donde está el germen, la semilla de la autorrealización de una vida. El arquetipo del niño posee una sabiduría que nos guía hacia la comprensión del mito interior que ha dado continuidad a nuestra existencia.

No solo en La “Flor de Lis”, sino también en otros textos autobiográficos nos topamos con el mundo de la infancia desde la perspectiva narrativa del niño. Por ejemplo, Sandra Cisneros en La casa en Mango Street o Rigoberta Menchú en Li M`in una niña de Chimel exploran también un dominio interior encantado, que a todos nos es propio, dando la voz narrativa en sus textos a la niña. De otra manera, José Saramago en Las pequeñas memorias, desde una voz más madura, invoca también el retorno a la “desnudez de la infancia”:

No se sabe todo, nunca se sabrá todo, pero hay horas en que somos capaces de creer que sí, tal vez porque en ese momento nada más nos podría caber en el alma, en la conciencia, en la mente, comoquiera que se llame eso que nos va haciendo más o menos humanos. Miro desde lo más alto del ribazo la corriente que apenas se mueve, el agua casi plomiza, y absurdamente imagino que todo volvería a ser lo que fue si en ella pudiese volver a zambullir mi desnudez de la infancia, si pudiese retomar en las manos que tengo hoy la larga y húmeda vara o los sonoros remos de antaño, e impeler, sobre la lisa piel del agua, el barco rústico que condujo hasta la frontera del sueño a un cierto ser que fui y que dejé encallado en algún lugar del tiempo. (Saramago, 2007, p. 19).

Nombra aquí Saramago la imagen de la corriente móvil de la vida, a la que ya habíamos hecho referencia antes al hablar de la escritura autobiográfica como el descubrimiento de un mito interior que ha tejido nuestras vidas, y nos dice que todo volvería a ser lo que fue si pudiese regresar a aquel ser que dejó detenido en algún lugar del tiempo. Pareciera que aquí se encontrara el escritor también con el arquetipo del niño como guía hacia nuestro ser más auténtico. Siguiendo ahora a Jung en su texto titulado El arquetipo del niño, podemos recordar que:

El <niño> nace del seno del inconsciente, engendrado en los cimientos de la naturaleza humana, o mejor aún, de la naturaleza viviente en general. Personifica poderes vitales que están más allá del limitado perímetro de la conciencia; personifica caminos y posibilidades de los que la consciencia, en su unilateralidad, nada sabe, y una globalidad que abarca las profundidades de la naturaleza. Representa el empuje más fuerte e inevitable de todo ser, es decir, el autorrealizarse. (Jung, 1994, p. 214).

Es así como la voz del niño es fundamental en el proceso de llegar a ser nosotros mismos y, por tanto, siendo una clave para permitirnos alcanzar la expresión de nuestra individualidad no es entonces casual que en textos autobiográficos se recurra a dar la narración a esta voz. Todos llevamos a un niño en nuestro interior que nos conduce a quienes de manera genuina hemos sido desde siempre: “El niño interior es al mismo tiempo una realidad de nuestro desarrollo y una posibilidad simbólica. Es el alma de la persona, creada en nuestro interior por medio de la expresión vital, y es la imagen primordial del Yo, el núcleo mismo de nuestro ser individual” (Abrams, 2001, p. 12). En este sentido, resulta revelador que en La “Flor de Lis” la voz de Mariana inicie su narración refiriéndose a una emoción que desde su infancia la acompañará:

La veo salir de un ropero antiguo: tiene un camisón largo, blanco y sobre la cabeza uno de esos gorros de dormir que aparecen en las ilustraciones de la Biblioteca Rosa de la condesa de Ségur. Al cerrar el batiente, mi madre lo azota contra sí misma y se pellizca la nariz. Ese miedo a la puerta no me abandonará nunca. El batiente estará siempre machucando algo, separando, dejándome fuera. (Poniatowska, 1997, p. 13).

A continuación Mariana relata su experiencia como duquesa, la importancia que tienen dentro de su tradición familiar las buenas maneras, y el encuentro con una nueva y exigente institutriz: Mademoiselle Durand, que remplaza a su querida nodriza de nacimiento: Nounou, que era una mujer del campo. Luego llega la guerra, que todo lo cambia, y Mariana y su hermana Sofía tienen que vivir por un tiempo con sus abuelos europeos hasta que su mamá parte con sus dos hijas en barco para México. Es así como las niñas descubren el origen de su madre: “Sofía y yo no sabíamos que mamá era mexicana” (Poniatowska, 1997, p. 32), y juntas comienzan una nueva vida al lado de su abuela materna en Ciudad de México. México imprimirá desde entonces una fuerte huella en la pequeña Mariana, que busca ser reconocida como mexicana en medio de su apariencia de extranjera, amando con profundo magnetismo esa nueva tierra. Así habla Mariana del Zócalo a donde va con su abuela los domingos después de la misa de doce en la Profesa:

…esa gran plaza que siempre se me atora en la garganta…Amo esta plaza, es mía, es más mía que mi casa, me importa más que mi casa, preferiría perder mi casa. Quisiera bañarla toda entera a grandes cubetadas de agua y escobazos… y cantarle a voz en cuello, como Jorge Negrete, cuando lo oía en el radio gritar casi:
México lindo y querido
Si muero lejos de ti
Que digan que estoy dormido
Y me traigan aquí (Poniatowska, 1997, p. 52).

México representa para Mariana el país elegido, la tierra a la que arraigarse y pertenecer, es decir, su Gran Madre Tierra. Jung (2006) considera que una de las facetas del arquetipo de la madre se relaciona en un sentido amplio con la ciudad, el país, la tierra, el cielo, el bosque, el mar y el estanque; la materia, el inframundo y la luna, y en sentido más estricto, como sitio de nacimiento o engendramiento: el campo, el jardín, la cueva, el árbol, el manantial, la fuente profunda, la flor como vasija; y en el sentido más estricto la matriz y toda forma hueca. Vemos así cómo Mariana encuentra apasionadamente en México su lugar más íntimo de pertenencia, de anclaje, lo que le permite diferenciarse de su origen europeo inicial.

Por otro lado, Jung en El arquetipo del niño, comenta: “<Niño> significa algo que crece hacia la independencia. No puede conseguirlo sin alejarse del origen; el abandono es pues una condición necesaria, no sólo un suceso eventual” (Jung, 1994, p. 214). Esa tendencia de Mariana de diferenciarse de su familia que tiene más cercanía con lo extranjero que con lo mexicano puede entonces también comprenderse como parte de su búsqueda de independencia, lo que le permite distanciarse de su origen europeo. Por ello, Mariana dice casi gritando: “Soy de México porque quiero serlo, es mi país” (Poniatowska, 1997, p. 74).

La presencia cálida y amorosa de Magda, la nana mexicana que llega de Tomatlán a cuidar a las niñas, le sirve también a Mariana de símbolo de acercamiento a México y a su tierra, en el camino de ganar su identidad. Magda y México, de manera más amplia que su madre personal, son entonces símbolos para Mariana del arquetipo materno, en su sentido de lo protector, sustentador, lo dispensador de crecimiento, fertilidad y alimento. Mariana comenta que Magda:

Conoce la propiedad de las frutas, la de las hierbas, la de los tés, tan eficaces que cada vez que nos duele la panza reclamamos:
– Mejor un té de los que hace Magda.
Es sabia, hace reír, se fija, nunca ha habido en nuestra casa presencia más benéfica (Poniatowska, 1997, p. 58).

Encontramos así que un motivo central en la vida de Mariana es la tensión producida entre el desarraigo de su familia y el arraigo que ella busca en el México que le representa su Gran Madre tierra, lugar de sustento y añorada pertenencia.

Otro motivo permanente a lo largo de la vida de Mariana es el contraste con su hermana Sofía que le ayuda a reconocer su propio carácter a partir de las diferencias que percibe tener con ella, tanto en su aspecto físico como en su temperamento. A través de la narración de la novela nos damos cuenta que las dos niñas permanecen juntas, pues por la cercanía de edades –Sofía nace trece meses después que Mariana– son criadas de manera conjunta. Mariana, poseedora de cierta vaguedad fantasiosa, configura su personalidad a través del contraste permanente con su hermana Sofía, que tiene un carácter, un aspecto físico y un temperamento decididos. Hacia el comienzo de la novela Mariana se refiere en estos términos a su hermana:

Es rebelde. Se negó a tirar la bacinica de la Mademoiselle. Yo sí voy y la tiro al fondo del corredor en el que está el excusado del piso. Tiro las nuestras. Tiro la suya. Hago todo, con tal de que me quiera. A mí no me da cachetadas; a mi hermana, siempre. Mi hermana avienta cuchillos con los ojos, se le ennegrecen, a los míos les falta color, son azul pálido como los de las nodrizas. Mi hermana tiene un carbón caliente en cada cuenca. Entra pisando a la española. Mamá la viste de andaluza para la fiesta de disfraces. A mí, de holandesa. (Poniatowska, 1997, p. 18).

Podríamos plantear que Sofía representa para Mariana el arquetipo del doble; este arquetipo no fue propuesto por Jung, sino por un terapeuta de orientación junguiana: Mitchell Walker, que considera que el doble es una figura del alma, es una pareja de apoyo del mismo sexo o alter ego. “El doble suele aparecer con un aura de belleza, juventud y perfección o semi–perfección” (Walker, 1994, p. 82). A lo largo de la novela podemos ver cómo Sofía está estrechamente ligada a la manera como Mariana se ve a sí misma; así muchas veces la protagonista parece expresar su sorpresa frente a las actuaciones de su hermana que detonan en ella confrontaciones con su propia manera de proceder y de percibirse. Por ejemplo, después del regreso del convento, donde estudian las hermanas durante su adolescencia, Mariana cuenta:

Sofía ya sabe qué va hacer, con quién se va a casar, cuántos hijos tendrá, cómo y de qué modo vivirá. Yo no sé nada. Sofía se quiere como ella es, yo nunca me quiero sino como voy a ser pero ¿qué es lo que voy a ser? Me la vivo atarantada y más cuando regreso a México después de dos años y medio y ya no tengo el horario del convento para dividirme el día en actividades que den fe de la grandeza de Dios. Dentro de mí hay una gran confusión y para escapar de ella, me la paso inventándome historias: soy la heroína de la película. (Poniatowska, 1997, p. 107).

Mariana se reconoce a sí misma como alguien que tiende a soñar despierta, que tarda en decidirse, por eso es más cercana a diferir, es observadora y romántica. Mientras que Sofía sabe lo que quiere y por tanto se impacienta con ella: “¡Cómo se pierde el tiempo contigo! Uno va a lo que va. Pero yo no sé a lo que voy. Dichosa Sofía que lo sabe.” (Poniatowska, 1997, p. 173). Walker plantea que en algunos relatos míticos como el de Aquiles y Patroclo o Saúl y Jonatán se puede encontrar esta figura del doble, dice al respecto:

El doble es un compañero del alma de intenso calor y proximidad…el motivo del doble representa el espíritu de amor entre personas del mismo sexo. Y el espíritu de amor en el doble es lo que considero como el suelo que sostiene el ego…el doble facilita la relación. Crea una atmósfera entre amigos de profunda igualdad y honda familiaridad, un misterioso y dichoso compartir sentimientos y necesidades, una comprensión dinámica e intuitiva. (Walker, 1994, p. 83)

En un sentido muy cercano a lo comentado sobre las características del arquetipo del doble, dice Mariana en la novela:

A Sofía y a mí nos une una risa secreta; de pronto, cuando nadie ríe, lo hacemos, sólo nosotras intuimos por qué y de qué y en eso confirmamos allá en lo más hondo, donde los pensamientos duelen mucho, en el manantial de la risa, que somos hermanas. (Poniatowska, 1997, p. 72).

Mariana va tejiendo así su vida a lo largo de la narración de la novela profundamente anudada al corazón de su hermana Sofía y a la nueva tierra de México con su pueblo y sus costumbres. Podríamos decir que Mariana es la niñez eternizada que a la vez promete el reconocimiento del propio destino. El regreso a la infancia, al origen de la existencia, es un retorno mítico al punto de partida que es también el de llegada. Por eso, el regreso al niño tiene un carácter sagrado y su voz es fundamental en relación con la búsqueda de la verdad interior y el proceso de llegar a ser nosotros mismos –individuación–.

El arquetipo del niño es algo así como la semilla portadora del sí mismo, por eso frecuentemente es precisamente un niño su símbolo. Según Jung, el proceso de individuación que persigue toda vida humana busca complementar e integrar los opuestos constitutivos de la existencia: lo consciente y lo inconsciente, lo femenino y lo masculino, la materia y el espíritu, en la propia identidad. Comenta Jung en su texto El arquetipo del niño:

Es una paradoja llamativa de todos los mitos del niño el que, por un lado, el <niño> se halle impotente ante enemigos poderosísimos y continuamente amenazado de aniquilación, y, por otro lado, disponga de poderes que exceden sobradamente lo humano. Tal afirmación está estrechamente relacionada con el hecho psicológico de que el <niño>, por un lado, es sin duda <nimio>, es decir, desconocido, <sólo un niño>, y por otro lado es sin embargo divino.” (Jung, 1994, p. 214).

Así, en La “Flor de Lis”, ante la apabullante presencia del padre Teufel, Mariana se sobrepone a dicha figura, pasando por una demarcadora experiencia de pérdida de ingenuidad, con el candor necesario para no resultar tan afectada como lo estuvo su madre. Como lo hemos indicado antes, Mariana, más allá de su edad cronológica, actúa en la novela como una narradora que relata desde la voz de la niña, en el sentido indicado de los arquetipos.

Por otro lado, podríamos tender a relacionar el arquetipo del niño con una cierta edad real, pues a partir de la novela sabemos que Mariana tiene aproximadamente siete años al comienzo y diez y siete al final de la narración, pero ella habla siempre en contacto con su interioridad, con la profunda sabiduría, el asombro y el arrojo del niño. Como niña Mariana tiene un saber sobre lo que es fundamental para su vida, sobre esa verdad interior que le ayudará a descubrir, a través del tejido de la narración, el mito que se expresa en los primeros años de su vida.

Como lo habíamos comentado antes, la madre de Mariana: Luz, es otro personaje clave en la novela, que sugiere la presencia de varias figuras arquetípicas que deben ser ahora comentadas, y que resulta fundamental en el contexto de la vida de la protagonista; por eso pasaremos a abordarla a continuación.

 

 

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