Sobre el cuerpo psíquico y el cuerpo somático

EDUARDO CARVALLO

Eduardo Carvallo es M.D. psiquiatra egresado de la Universidad Central de Venezuela (1990). En el año 2000 recibió la certificación de la International Association for Analytical Psychology (IAAP) como analista junguiano. En la actualidad está establecido en la ciudad de Caracas, donde trabaja en su práctica privada y dictando cursos para la Sociedad Venezolana de Analistas Junguianos (SVAJ), de la cual es su coordinador académico. Este artículo fue autorizado por su autor, basado en su publicación en la Revista Venezolana de Psicología de los Arquetipos, No. 2, Año 2007, Caracas, Venezuela, pp. 36-41. Su E.mail es: eduardocarvallo@gmail.com

Gracias a los estudios de la antropología cultural, sabemos que en el hombre primitivo no existía una diferenciación entre sí mismo y el mundo que lo rodea. Ya en el siglo XIX, Lévy-Bruhl (1975) acuña el término participation mystique para describir la experiencia del hombre primitivo como un estado de disolución con la naturaleza y los otros miembros del grupo al que pertenecían. En ese estado no existen fronteras individuales, por lo que lo que sucede en el afuera o en el otro es vivido como una experiencia personal. Podríamos hacer una analogía entre esta observación de la antropología con la de la psicología evolutiva que señala que, en los primeros meses de vida de cualquier ser humano, la ausencia de la conciencia de un yo no permite la diferenciación entre el bebé y su entorno. En esta etapa, la madre también sufre una especie de disolución de sus propios límites que le permite registrar -a un nivel, en gran medida insconsciente- las necesidades del niño, permitiendo que se dé la función reverie. Sabemos que en esta primera etapa en la vida de cualquier ser humano, la relación constante entre el niño y la madre, y las caricias que el bebé recibe, son fundamentales para que comience a desarrollarse la posibilidad de diferenciar entre un yo y un no yo. Es en esta etapa donde comienzan a registrarse vivencias que tienen que ver con las experiencias con nuestro propio cuerpo. El hambre y las sensaciones que se derivan de la misma, comienzan a conformar una matriz que posteriormente puede permitir la organización del caos existencial que nos acompaña desde el nacimiento. Asimismo, las sensaciones que se derivan del contacto físico y de las caricias comienzan a activar la posibilidad de que la piel se constituya en nuestro primer límite entre un adentro y un afuera, un primer elemento contenedor. Este elemento contenedor permite la aparición del espacio interno, espacio donde comienza a desarrollarse lo que conocemos como psique.

Jung limitó el terreno de la psique enmarcándolo como un continuum entre la experiencia del cuerpo y la experiencia del espíritu. Utilizó la metáfora del rango de captación de la luz para describir diferentes manifestaciones de la misma. Para él, la psique se mueve entre un nivel infrarrojo, relacionado con las funciones más corporales (como por ejemplo los instintos), y un nivel ultravioleta, relacionado con la experiencia espiritual (refiriéndose en muchas ocasiones a los estados místicos como ejemplo de estas experiencias). A pesar de este intento, sabemos que aún la psique sigue siendo un gran misterio para todos nosotros.

¿Qué sabemos de la psique? Espero no parecer simplista al tratar de resumir ciertos aspectos en los que coinciden las diferentes escuelas que conforman lo que conocemos como psicología profunda. Podríamos decir que la psique es un sistema cuyos componentes -entre los que podemos identificar elementos que configuran lo que llamamos el inconsciente y otros que configuran la conciencia- interactúan permanentemente entre sí bajo un principio de autorregulación.

Podríamos decir que los aspectos que configuran la conciencia son los que permiten que nos relacionemos con nuestro entorno y con nuestra interioridad. Asimismo, creo que coincidimos en que la psique tiene una energía que le es propia y que puede moverse hacia la expansión o hacia la retracción, y que esta energía psíquica, la libido -y quizás este es el punto que puede traer más controversias- tiende a mantenerse en un container. De este contenedor sabemos muy poco, sin embargo, es algo que está permanentemente presente en nuestro trabajo terapéutico: «contener al paciente», «el paciente tiene herramientas para contenerse», son expresiones que utilizamos frecuentemente, muchas veces sin tener conciencia del alcance de lo que esto puede significar.

Si seguimos el proceso terapéutico de cualquier paciente nuestro, podríamos decir que, por lo general, su motivo de consulta se sitúa en un momento en el que la capacidad de autorregulación de la psique fracasó. Este fracaso se expresa en la mayoría de los casos como una vivencia de caos de diferentes intensidades, siendo el caos extremo el que percibimos en los estados psicóticos donde los elementos inconscientes ya no pueden ser contenidos. Sin embargo, sabemos que antes de llegar hasta el estado psicótico, tomando éste como un extremo de la desorganización de la psique, existen muchos otros niveles donde la expresión del mecanismo de autorregulación es diferente. Sabemos que muchas de las estructuras psicopatológicas son intentos de la psique por mantener un equilibrio, que puede ser precario en mayor o menor grado. Muchos cuadros neuróticos, dinámicas familiares explosivas, síntomas obsesivos, se mantienen porque son formas que la psique encontró para defenderse. Recursos y herramientas para no sucumbir a la parálisis o a la desorganización extrema. Recursos y herramientas que contienen.

Esta idea de la psique contenida se remonta a los períodos iniciales en la historia del pensamiento. Como había señalado anteriormente, ya lo encontrábamos en Homero, en donde a la psique, al alma, se le asignaba una imagen antropomórfica. Al morir, el alma que moraba en el cuerpo descendía al Hades. Esta psique mantenía las cualidades que tenía el individuo mientras estaba vivo. Es por ello que Orfeo puede reconocer a Eurídice al descender a buscarla. Es por ello que Hércules, cuando es obligado a bajar al Hades para cumplir con uno de sus trabajos, reconoce a Tiresias, el gran adivinador, y a Paris, el causante de la guerra deTroya.

A su vez, desde muy temprano, a esta psique se le trató de ubicar en el cuerpo. Muchos scholarshan trabajado este tema. Entre ellos cabe destacar a R. B. Onians, quien en su libro Los orígenes del pensamiento europeo nos dice: «La anatomía general de hombres y bestias debió ser familiar a la mayoría, a través de las observaciones que tenían en las batallas y en los sacrificios. Es por ello que no es de extrañar que desde muy temprano encontramos referencias de una correlación entre un órgano y un aspecto de la naturaleza humana» (Onians, 1988). Uno de los primeros asientos asignados a la psique fue el phrenes, el diafragma. Ese gran domo que separa la cavidad visceral de la otra que contiene órganos más nobles como el corazón y los pulmones, actuando como un elemento de contención de ambas cavidades. Esta relación entre ese aspecto de contención del phrenes y la psique sigue siendo tan actual que no es por casualidad que se encuentra como prefijo o sufijo de muchas de las palabras que utilizamos en nuestro oficio: esquizofrénico, hebefrénico, frenético.

Ahora, una cosa es tratar de ubicar la psique en el cuerpo y otra, muy diferente, es estudiar las expresiones de la psique en el cuerpo.

Desde los primeros niveles de nuestros estudios de psicología y psiquiatría, nos enseñan que hay manifestaciones directas de lo psíquico en lo físico: el lenguaje corporal nos habla de contenidos que no se expresan verbalmente, ya sea porque estén censurados o porque se mantienen a un nivel inconsciente. En los últimos años se han hecho grandes avances en el terreno de las neurociencias, ubicando los diferentes neurotransmisores que están presentes en la expresión de diferentes emociones y conductas del ser humano y la interrelación con los mismos: las manifestaciones neurovegetativas como la sudoración, el rubor o el palidecer están relacionadas con emociones, cuyas ex-presiones algunas veces se quedan en un primer nivel sin poder alcanzar el de la acción.

A partir del desarrollo del psicoanálisis. hemos relacionado parálisis musculares o movimientos autónomos con conflictos psíquicos. Sin embargo, creo importante diferenciar entre estas expresiones, cuáles pueden tener un nivel simbólico con el cual nos podemos conectar y cuáles no. Quizás esto es lo que podría definir el campo de lo que llamamos patología psicosomática: cuándo podemos acceder al nivel simbólico que acompaña al síntoma, relacionado con el conflicto psíquico, y cuándo no. Una cosa es una conversión y otra es una somatización. Una cosa es el sufrimiento que se traduce en una depresión o en un duelo, cargado de imágenes y de experiencias emocionales, y otra es el sufrimiento que se traduce en una contractura muscular o en la lesión de un tejido, donde el movimiento simbólico y su carga emocional se quedaron atrapados en los terrenos más profundos del inconsciente.

Quisiera traer algunas reflexiones compartidas con el analista junguiano Rafael López-Pedraza, quien apunta que hay un cuerpo psíquico y un cuerpo físico, claramente diferenciados, el primero encarnado en el segundo. Para Rafael López-Pedraza, el cuerpo psíquico se va desarrollando a lo largo de la experiencia de vida en la medida en que los movimientos de la psique sean contenidos por estructuras psíquicas.

Un intento indirecto de comprender esto sería a través de las imágenes que nos proporcionan personas que han sufrido la pérdida de un ser querido. Creo que en el campo personal o en el profesional, la mayoría de nosotros ha tenido la posibilidad de ver cómo algunas personas frente a la pérdida, ahogan la experiencia emocional en conductas evasivas como viajes, mudanzas o estableciendo nuevas relaciones que buscan sustituir rápidamente el vínculo perdido por uno nuevo, o literalmente lo ahogan en alcohol, drogas o psicofármacos; mientras que otras logran, con gran esfuerzo, relacionarse con el dolor que produce la pérdida, permitiendo de esta manera que los mecanismos psíquicos que regulan el proceso de duelo se expresen.

Entre las primeras personas, las que no logran conectar con la experiencia del sufrimiento, nos topamos con una sensación de extrañeza permanente, con una cierta superficialidad emocional que no nos permite profundizar en el encuentro con el alma de ese individuo. Percibimos algo parecido a lo que sentimos en el encuentro con personas con una carga histérica importante: tenemos un individuo enfrente, pero algo falta. En los histéricos sabemos que lo que falta es una verdadera conexión con lo emocional. En el segundo grupo, entre las personas que han logrado vivir su duelo, percibimos el aparecer de una cierta pesadez, de una actitud que expresa algo como «a pesar de todo, la vida continúa», una aceptación del doloroso hecho y la cicatriz que deja la experiencia de las emociones vividas en el tránsito de su asimilación. «Eso» que percibimos es la expresión de un cuerpo psíquico. Quienes hemos tenido la experiencia de asimilar el sufrimiento, lo vivenciamos como una cierta expansión del espacio interno que se va llenando con «un algo» de naturaleza emocional. El cuerpo se comienza a vivir no sólo como el receptor de sensaciones y procesos biológicos, sino también como el gran vehículo en donde se produce la experiencia emocional.

Cuando la experiencia no se logra vivir en el cuerpo psíquico, se vierte sobre el cuerpo físico, que no está preparado para «metabolizarla», produciendo lo que llamamos la expresión psicosomática: estados de rabia que se expresan como jaquecas o crisis hipertensivas, situaciones de sofoco por sobreprotección expresadas como crisis de asma, situaciones crónicas de contracturas musculares, estados alérgicos y otras alteraciones del aparato inmunológico, hipertermia sin causa conocida, desbalances metabólicos severos. Estados donde los mecanismos naturales de autorregulación fisiológica -los del soma- no funcionan, y donde los efectos del sufrimiento, al no lograr sus vías naturales de expresión y asimilación, hacen su trabajo en silencio. Es cuando pasamos de la emoción a la lesión.

Hace pocos años tuve la oportunidad de ver en consulta a un paciente que me fue referido con un diagnóstico de esclerosis múltiple. Para los que no están familiarizados con esta patología, se trata de un cuadro que está inscrito dentro del grupo de las enfermedades autoinmunes. Se caracteriza porque el aparato inmunológico no reconoce y, por lo tanto, ataca la capa de mielina de los nervios produciendo lesiones focales, como mordiscos, que cambian la estructura de los axones. Estas lesiones, al irse sumando, interfieren en la conducción del impulso nervioso de diferentes nervios, produciendo una alteración importante en su funcionamiento, que termina comprometiendo las funciones vitales. El paciente era un joven leptosomático, de 28 años, aunque representaba menos edad. Introvertido, tímido y muy formal en su trato. Provenía de una familia que sobrevaloraba la extroversión y que era muy exigente en lo relativo a las formas sociales y la apariencia. Consulta por insistencia de sus médicos tratantes, sin embargo, él no sentía la necesidad de buscar ayuda, a pesar de que ya estaba comenzando a padecer cambios importantes en su calidad de vida por los efectos del avance de la enfermedad. Había perdido significativamente la agudeza visual, lo cual limitaba mucho su posibilidad de manejar vehículos y la utilización de la computadora, herramienta alrededor de la cual giraba su entretenimiento y muchos de sus vínculos que mantenía a través del chateo y del correo electrónico; asimismo, estaba comenzando a registrar pérdida de fuerza muscular en ambas piernas, lo que limitaba la capacidad de hacer caminatas largas. A pesar de todo esto, no trasmitía la menor preocupación ni malestar frente a su situación, lo cual ponía en evidencia un alto nivel de desconexión con su realidad, que se expresaba en un «silencio emocional». Las primeras sesiones transcurrieron afirmando con insistencia que todo estaba «chévere», hablando de cosas intrascendentes y cuestionando el seguir asistiendo a la consulta. A raíz de un conflicto con su madre, comienza a hablar de ella, describiéndola como una mujer dominante, controladora, que siempre estaba pendiente de lo que dijeran los demás y que nunca lo había aceptado como él era. La imagen que tenía de ella era la de una especie de gigante furibunda, que lo paralizaba por el temor que le infundaba. Desde pequeño hizo grandes esfuerzos en complacerla, sobre todo en su actuación social, que fue criticada con muchísima frecuencia, por lo que desarrolló una gran inseguridad y una sensación de inadaptación permanente. Durante las sesiones en que se permitió hablar de su madre, el verbalizar que además de miedo lo que sentía era muchísima rabia, despertaba sentimientos de vergüenza y culpa. Comenta que sus mejores años transcurrieron en el exterior, cuando es aceptado en una universidad para cursar estudios superiores, desde donde debe regresar porque los padres ya no pueden costear sus estudios. A su regreso, a los 25 años, se instala nuevamente en la casa paterna, donde se sintió muy desadaptado y con una enorme tristeza por la sensación de pérdida que despertó su mudanza, tristeza que duró muy poco tiempo. Al año de su regreso, tiene un accidente muy aparatoso porque «un brazo no le respondió lo suficientemente rápido», por lo que es evaluado médicamente, diagnosticándosele la esclerosis múltiple.

Quise traer este caso porque, para mí, contiene muchos de los elementos a los que hacía mención. Grosso modo pudiera decir que este paciente tuvo que reprimir permanentemente su vida emocional, en la que prevalecían sentimiento de malestar, temor y rabia, por imponerse el complacer a una madre demandante y controladora, sin poder desarrollar mecanismos que pudiesen compensar esta frustración permanente. La percepción avasallante de la madre no permitió que se desarrollaran los impulsos agresivos naturales necesarios para la sobrevivencia y para el desarrollo del individuo, y cargó de culpa cualquier expresión de los mismos. Esta represión emocional es lo que percibimos en lo que describí como «silencio emocional».

Desde nuestra perspectiva psicológica, pudiésemos decir que en este paciente la posibilidad de desarrollo psíquico quedó paralizada por efecto de la introyección del aspecto negativo de la madre, lo que en psicología junguiana llamaríamos un complejo materno negativo. Este subdesarrollo del aparato psíquico se expresa en la pobreza emocional del paciente y en la dificultad para darle cabida a respuestas más creativas a los obstáculos de su entorno y a la frustración. Podríamos decir que estamos en presencia de un cuerpo psíquico atrofiado y desnutrido, que por años mantuvo un equilibrio precario sostenido por una actitud conformista que le permitió adaptarse al medio que lo rodeaba a partir de una fachada que construyó desde las exigencias de su entorno. Una vez que tuvo la experiencia de la libertad y la posibilidad de escoger por sí mismo, no toleró el regreso a la prisión, que significaba su casa paterna. El sufrimiento frente a la pérdida no encontró estructuras que permitieran que se metabolizara en el terreno de lo psíquico, y se derivó al plano somático con su carga de rabia, dolor y frustración. Escribiendo estas líneas, me pongo en contacto con la sensación de sorpresa y de impotencia que despertaba en mí la absoluta pasividad y falta de contacto del paciente frente a lo que se estaba gestando.

A petición mía, el paciente había comenzado a traer sueños, sin embargo, no le encontraba mucho sentido a estar pendiente de los mismos y yo percibía que lo hacía sólo para complacerme. No era capaz de dar alguna asociación al contenido de los mismos. En una oportunidad trajo un sueño que, para mí, condensaba claramente la dinámica que se estaba desarrollando en su interioridad: «Estaba frente a la pantalla de mi computadora. Me llamó la atención un ícono que nunca había visto. Le hice click y desapareció parte de un programa del disco duro. Me asusté. A partir de ese momento, muchas veces, por descuido, lo volvía a apretar y cada vez se perdía parte del contenido del disco. Sabía que de seguir así, poco a poco iba a perder todo el disco duro». Como las veces anteriores, fue incapaz de asociar nada con este sueño. Yo le hablé de cómo el sueño aparentemente mostraba algo de lo que le estaba sucediendo: se había instalado un sistema de autodestrucción en su «sistema operativo» y cada vez que se activaba, «mordía» alguno de sus nervios, la red del disco duro, que poco a poco estaba desapareciendo. A pesar de la interpretación, no mostró ninguna reacción aparente frente a la misma. Por lo poderoso de la imagen, busqué la forma de volver una y otra vez al contenido del sueño. En este proceso, fue apareciendo cómo el detonador del mordisco estaba relacionado con reprimir la rabia que sentía ante las exigencias v actitud de la madre frente a sus necesidades y a su enfermedad. Poco a poco comenzó a conectarse con esa rabia y a expresarla con mucha cautela, pero con gran firmeza, lo cual, al inicio por lo general se acompañaba de un monto de culpa considerable. En ese período, vi cómo aparecía un cierto entusiasmo y una cierta determinación en su conducta. Al poco tiempo de entrar en este proceso, los padres decidieron que la psicoterapia no estaba logrando ningún resultado y decidieron suspender el apoyo que le estaban brindando para que acudiera a sus consultas. La primera reacción del paciente fue una determinación en continuarlas a pesar de los esfuerzos propios que tendría que hacer, pero ésta no duró mucho y poco a poco comenzó a faltar hasta retirarse definitivamente.

Mi interés al mostrar este caso no es hacer una teoría acerca de la dinámica de la patología psicosomática. No creo que detrás de estos cuadros siempre esté presente un complejo materno negativo, ni siquiera que lo expuesto explique lo que subyace en todos los casos de esclerosis múltiple. Mi interés es mostrar la desconexión entre el paciente y la dinámica de sus propios contenidos internos, y la incapacidad de recoger y conectarse con los contenidos simbólicos que puedan aparecer y desde allí, permitir que se haga psique, que se desarrolle un cuerpo psíquico. Es por ello que considero que la patología psicosomática está enraizada en las profundidades más remotas del inconsciente, y cuya única expresión termina siendo el cuerpo, que se vive como un apéndice muy ajeno a nosotros mismos.

Me parece interesante compartir algunos datos estadísticos y algunas reflexiones que he recogido en los últimos cuatro años, años que han estado signados por cambios significativos en nuestro colectivo.

Para evitar entrar en consideraciones políticas, escuetamente diría que en los últimos años el colectivo venezolano se ha polarizado a niveles extremos, cargando cada uno de los polos con proyecciones negativas hacia el otro, adjudicándole rasgos terriblemente amenazantes, y activando un nivel de violencia permanente. Esta situación obviamente ha influido en la psique individual, produciendo montos importantes de sufrimiento. En los últimos años hemos registrado niveles de ansiedad y de depresión in crescendo, que se han evidenciado en un aumento inusitado en la venta de psicofármacos registrado desde el 2002. Ahora, psicológicamente hablando, ¿qué podemos aprender de este fenómeno colectivo en relación con el sufrimiento y a la forma en que nos relacionamos con el mismo?

Yo me atrevería a decir que podemos diferenciar varias respuestas frente al sufrimiento en relación con lo que estamos viviendo:

Hay un grupo en el cual la vivencia ha generado respuestas complejas, evidenciándose la emergencia de arquetipos heroicos, guerreros o mártires, en donde en muchas ocasiones podemos identificar verdaderos estados de posesión por aspectos de la psique que motorizan simbólicamente el conflicto entre el adentro y el afuera. En otros, la vivencia dispara sistemas de alarmas, muy relacionadas con lo que podríamos decir el polo infrarrojo de la psique: respuestas de ansiedad y temor muy cercanas a un nivel instintivo desde donde no se logra una respuesta estructurada frente a la situación, en cuyos casos la posibilidad de tolerar los niveles de ansiedad depende estrictamente de los recursos que se tienen y de la capacidad para asimilarlos.

Dentro de este grupo, podemos ver que en algunos el sufrimiento permanece dentro de un nivel que podríamos decir es estrictamente psíquico: ansiedad, depresión, sensación de pérdida, con expresiones netamente emocionales; mientras que en otros, el sufrimiento se ha derivado al campo de lo somático: gastritis, úlceras, contracturas musculares, descompensaciones en las cardiopatías isquémicas, descompensaciones en cuadros crónicos como las enfermedades reumáticas, inmunológicas y respiratorias.

La relación entre cáncer y sufrimiento no nos es extraña gracias a los estudios que han realizado por décadas los doctores Fernando Rísquez y Lisandro López-Herrera, por lo que hice una pequeña investigación del comportamiento de la incidencia del cáncer en los últimos años en nuestro país. Los resultados no me tomaron por sorpresa: según estadísticas que maneja un conocido laboratorio farmacéutico, que tiene entre sus productos una línea oncológica, en los últimos tres años ha habido un aumento significativo del cáncer de vías digestivas superiores e inferiores en ambos sexos, así como un aumento del cáncer de los órganos sexuales tanto en hombres como en mujeres. Ojalá alguien se anime a estudiar el porqué son estos tipos de cáncer los que han aumentado su incidencia y no otros, por qué son éstos y no otros los que se están expresando. Es aquí donde la dificultad en ver lo simbólico se nos presenta. Es aquí donde cuesta relacionar la expresión de un síntoma o de una patología somática con el campo de lo psíquico. En conclusión, nos queda un largo camino por recorrer.

REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS

LÉVY BRUHI., L. (1975). Primitive Mentality Brooklyn NY: AMS press.

ONIANS, R. B. (1988). The Origins of European Thought. About the Body, the Mind, the Soul, the World, Time and Fate. Cambridge: Cambridge – University Press.

 

 

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