Silencio: un acercamiento semiótico a la teoría de los símbolos de lo inconsciente colectivo de C.G. Jung – Parte 3

«SILENCIO: UN ACERCAMIENTO SEMIÓTICO A LA TEORÍA DE LOS SÍMBOLOS DE LO INCONSCIENTE COLECTIVO DE C. G. JUNG»

Parte 3

Leonardo Alejandro Hincapié

 

Filólogo de la Universidad Nacional de Colombia (Bogotá), hizo anteriormente estudios de Psicología en la Universidad de Antioquia. Miembro de ADEPAC. Este documento es la primera parte de su trabajo de grado en filología, presentada en el año de 2000. E-mail: lluviapurpurat@yahoo.com.

5.3 LOS ARQUETIPOS

Freud instituyó como primera regla en el proceso de interpretación de los sueños el llevar a cabo una “asociación libre”, es decir, sus pacientes debían, con cada trozo de sueño, hacer asociaciones mentales sin importar su trivialidad o su no pertinencia, y de esta manera hacer un rodeo hasta llegar al verdadero significado engañando así a la resistencia (la fuerza que no deja aparecer los contenidos reprimidos). Pues bien, en el transcurso de este proceso, este investigador se encontró en algunos casos con que sus pacientes, frente a un trozo específico del sueño, permanecían en el más absoluto silencio. Al comienzo Freud pensó que esto era un efecto de la represión, pero después de hacer todos los rodeos posibles, de llevar a cabo toda clase de intentos vanos, en efecto parecía que el paciente no sabía nada en relación a esas partes del sueño, o era, por lo menos, el silencio lo que se imponía. A estos contenidos que excedían las relaciones personales del individuo Freud los llamó símbolos oníricos.

Vimos ya en el capítulo 1 la descripción del simbolismo en Freud, el cual no es más que una utilización indirecta y figurada del lenguaje ; sin embargo, su concepción “estricta” de símbolo es la que acabamos de enunciar, o sea, representaciones que no dependen de factores individuales, y cuyas demás características son: sus contenidos son temas inconscientes reprimidos, tienen una significación fija, son arcaicos, existe una conexión lingüística primitiva entre simbolizado y simbolizante, tienen paralelos en los campos del mito, el folklore y la poesía. En conclusión, los símbolos son figuras sustitutivas. Quizás la característica primordial de todas las que enunciamos sea la existencia de conexiones lingüísticas arcaicas, por ejemplo, la hipótesis de una identidad primitiva entre el lenguaje sexual y el lenguaje del trabajo; considero que esta es la característica primordial, ya que fue la que le permitió a Freud pensar que los símbolos tienen una significación fija, además de ser la que explica más convincentemente el hecho de que sean suprapersonales. Todo esto permitió que el fundador del Psicoanálisis creara un “código” mediante el cual los símbolos podrían ser interpretados y encontrara (¿cómo no?) su verdadero sentido sexual oculto. En adelante, por ejemplo, todo objeto convexo o punzante sería símbolo del falo y todo objeto cóncavo o receptivo lo sería de la vagina. De esta manera vemos cómo Freud redujo la fuerza significativa del símbolo al mecanismo más simple de la alegoría, ya explicado por Ricoeur en el capítulo 3 del presente trabajo, es decir, lo redujo a esas representaciones que “enmascaran” su verdadero contenido, en las cuales, en el trabajo de desenmascaramiento, muere su importancia significativa.

No ha de extrañarnos el hecho de que, investigando en un mismo campo, Jung se haya encontrado con el mismo fenómeno. A estas representaciones frente a las cuales se imponía un definitivo silencio, Jung las llamó arquetipos (símbolos de lo inconsciente colectivo). Son diversos los puntos frente a los cuales este autor difiere de la teoría freudiana. En el primero de ellos, siendo consecuente con su teoría de la libido no exclusivamente sexual, Jung rechaza la reducción a una explicación exclusiva en ese ámbito, viendo en los símbolos significados que trascienden las pulsiones sexuales. Otro de los puntos es el considerar la imposibilidad de hacer un “código” de significaciones de los símbolos. A pesar de que los arquetipos son realidades simbólicas que se repiten en individuos de diferentes razas y en pueblos de diferentes orígenes, su expresión siempre está dada en el marco de una psique individual o de una cultura específica, por esto, su significado sólo puede ser hallado en la articulación con una posición consciente individual (en la terapia) o con unos hechos culturales específicos (en el análisis de un pueblo). Hacer un código de los símbolos es absurdo, porque en la gama infinita de posibles significados de todo símbolo (recordemos “el modo simbólico” de Eco), la actualización de uno o varios de esos significados sólo es posible con base en una relación específica a algo en particular (sea ésta psíquica o cultural). El último de los puntos -que yo considero el principal- es el hecho de que los arquetipos no derivan simplemente de unas relaciones lingüísticas arcaicas, ya que testimonian una fuerza (afectiva, significativa, simbólica) que va mucho más allá de las palabras, característica que Jung denominó como efecto “numinoso” del arquetipo.

Pues bien, la pregunta lógica que aparece sería ¿qué es específicamente el arquetipo? Para Jung, el arquetipo es un esquema de conducta innato que se expresa en forma de imágenes, o sea, a nivel psíquico. Veamos el ejemplo del arquetipo del Edipo (del incesto):“Edipo le proporciona a usted un excelente ejemplo de la conducta de un arquetipo. Siempre se trata de una situación global. Hay una madre; hay un padre; hay un hijo; existe toda una historia de cómo se desarrolla una situación así y a qué fin conduce. Eso es un arquetipo”(Jung en Evans 1968, pág. 60). Otro ejemplo sería el arquetipo de la Madre, el cual contiene en sí todas las posibles reacciones frente a ese fenómeno psíquico llamado Madre. Notemos que, si bien para Jung la madre y el padre real comienzan siendo los objetos sobre los cuales se proyectan los arquetipos de la Madre y el Padre, en el fondo éstos no son más que realidades psíquicas, así, todos llevamos dentro, gracias a los arquetipos, una madre, un padre, un hijo, un héroe, una heroína, etc., es decir, toda una mitología en nuestra alma.

Pero continuemos con el análisis de la esencia del arquetipo. “A ningún biólogo se le ocurrirá afirmar que cada individuo que nace vuelve a adquirir nuevamente su modo de comportamiento. Antes bien, es probable que si el pájaro tejedor, una vez llegado a determinada edad, construye siempre su nido, eso se debe a que es un pájaro tejedor y no un conejo. Del mismo modo, también es probable que un hombre nazca con un modo humano de conducta y no con el de un hipopótamo o con ninguno. De su conducta característica también forma parte su fenomenología psíquica, que es diferente de la de un pájaro o de la de un cuadrúpedo. Los arquetipos son formas típicas de conducta que, cuando llegan a ser conscientes, se manifiestan como representaciones, al igual que todo lo que llega a ser contenido de conciencia” (Jung 1970, pág. 173) De esta afirmación se deducen varios puntos importantes característicos del arquetipo : Primero, el arquetipo no es más que una forma inconsciente, es decir, de alguna manera, una forma vacía : “El arquetipo es un elemento formal, en sí vacío, que no es sino una facultas praeformandi , una posibilidad dada a priori de la forma de la representación” (Ibíd., pág. 74) Segundo, como forma innata, pertenece al ámbito de los instintos: “Podríase asimismo llamarlo intuición del instinto en sí mismo o autorretrato del instinto…”(Jung 1982, pág, 159), sería algo así como el factor psíquico del instinto (Esta relación arquetipo-instinto será profundizada en el parágrafo siguiente). Tercero, los arquetipos no son representaciones heredadas, pensar lo contrario ha sido la base de una crítica contundente que se le ha hecho a la teoría junguiana: “No afirmo con esto, en modo alguno, la herencia de las representaciones, sino solamente de la posibilidad de la representación cosa que es muy distinta” (Jung 1992, pág. 83), es decir, lo que Jung afirma es la herencia de las formas que pueden servir de base para determinadas representaciones. Cuarto, el arquetipo es una forma vacía que es “llenada”, por un lado, con la representación, y por otro, con libido (energía básica del organismo vivo): “Así, estas imágenes nos las hemos de figurar como exentas de contenido y, por ende, inconscientes. El contenido, la influencia y el estado consciente no lo alcanzan sino luego, al tropezar con hechos empíricos que, al dar en la predisposición inconsciente, le infunden vida.” (Jung 1950, Pág., 156).

En conclusión, los arquetipos “Son en cierto sentido los sedimentos de todas las experiencias de la serie de antepasados, pero no son estas experiencias mismas” (Ibid, pág, 156)

La hipótesis de una instancia psíquica que es igual en todos los seres humanos permite la explicación de los más diversos fenómenos de la historia de la humanidad. ¿Por qué el hombre siempre se ha ocupado de los mismos temas, ha sido atravesado por las mismas pasiones, se ha hecho una y otra vez las mismas preguntas? ¿Qué hace que los individuos de las más diferentes culturas se sientan unidos por un mismo lazo que trasciende sus discrepancias reales para hacerlos coincidir en una hermandad de especie que no puede explicarse sólo por la biología? ¿Por qué el convencimiento de que el ser humano más ajeno a mí guarda en su corazón los mismos miedos y las mismas alegrías que han cruzado mi vida? Concebir la existencia de los arquetipos es darse la oportunidad de descubrir en lo humano la constancia de lo humano. Si Freud nos permite ver en el inconsciente personal la posibilidad de explicación de toda pasión individual dirigida hacia toda clase de individuos, Jung nos permite ver en su teoría de los arquetipos la unificación de toda pasión hacia la humanidad entera. Esta teoría nos posibilita además recobrar al hombre como sujeto, es decir, recobrarlo como fuerza vital, recobrarlo en su valor de naturaleza hecha por y para la naturaleza, no concebirlo solamente como el resultado de la intersección de las más diversas variables culturales o de aquellas creadas por convención, sino que, en su característica de estructura psíquica innata, el arquetipo permite la unión en el hombre de su carácter más animal con lo que tiene de más elevado: su propia humanidad.

5.4 LA SEMÁNTICA DEL SÍMBOLO EN JUNG

Antes de comenzar con este tema, quisiera hacer una aclaración con respecto a lo que es el concepto de símbolo y el concepto de arquetipo en Jung. Como vimos en el parágrafo anterior, el arquetipo es sólo una forma inconsciente, y por esto es de alguna manera irrepresentable y sólo cognoscible a través de sus efectos: “Todo lo que decimos de los arquetipos son ilustraciones o concretizaciones que pertenecen a la conciencia. Pero sólo en esta forma podemos hablar de arquetipos. Hay que tener siempre conciencia de que lo que entendemos por ‘arquetipo’ es irrepresentable, pero tiene efectos merced a los cuales son posibles sus manifestaciones, las representaciones arquetípicas” (Jung 1970, pág. 158). Es decir, más claramente “[el alma] Crea símbolos cuya base es el arquetipo inconsciente, y cuya figura aparente proviene de las representaciones adquiridas por la conciencia” (Jung 1962, pág. 245). Así, el símbolo se apuntala en la forma innata llamada arquetipo, aportándole una representación consciente y un quantum de libido. Símbolo sería la denominación del momento en el cual el arquetipo obtiene una representación consciente.

Para hacer más claro este proceso arquetipo-símbolo vamos a seguir la elucidación de Jolande Jacobi en su texto “Complejo, Arquetipo y Símbolo”, en el cual intenta dividir por etapas el curso de la acción de este fenómeno:
a) El arquetipo reposa en lo inconsciente colectivo como una forma o elemento que puede ser potencialmente cargado de significación.
b) Por situaciones o avatares psíquicos individuales o colectivos, el arquetipo recibe un suplemento de energía que comienza a hacer eficaz su actividad.
c) Con su nueva carga energética el arquetipo ejerce una fuerza de atracción sobre la conciencia que no es en un principio reconocida y que puede expresarse como una actividad emocional indeterminada, llegando en algunos casos a ser efectivamente percibido por la conciencia y entrando así en el ámbito propiamente psíquico.
d) Al entrar el arquetipo en contacto con la conciencia tiene dos posibles caminos: puede manifestarse en el plano biológico o puede expresarse en el plano espiritual como imagen o idea. Es en este último caso en el que surge lo que ha sido llamado específicamente el símbolo, por el proceso de unírsele al arquetipo una materia prima imaginaria y una configuración de sentido.

En conclusión, símbolo y arquetipo son dos pasos en el transcurrir de un mismo fenómeno psíquico, por lo cual serán utilizados como sinónimos en las elucidaciones que vienen a continuación.

Jung considera que existen dos formas de pensamiento. Al primero lo llama pensamiento dirigido, o lógico, o verbal; éste tiene una relación más fuerte con el afuera y se apuntala en la capacidad verbal, en el lenguaje analítico. El otro pensamiento es el sueño o fantaseo, el cual, en última instancia, es una sucesión de imágenes, se aparta de la realidad, es subjetivo y motivado interiormente, en él cesa el pensamiento verbal. Se podría sacar la conclusión, incluso, de que se apuntala en otro tipo de lenguaje (Jung 1962). El símbolo formaría parte de este último tipo de pensamiento. Haciendo una analogía con Eco, podríamos pensar en una primera relación sígnica con el mundo, y una segunda relación que surge con el uso simbólico de los signos (capítulo 4).

Jung también hace una diferenciación entre signo y símbolo: “Según mi modo de ver las cosas, debe establecerse una rigurosa diferenciación entre el concepto de símbolo y el concepto de un mero signo. La significación simbólica y la significación semiótica son cosas completamente distintas” (Jung 1964, pág. 552). Nos da un ejemplo: en la costumbre de ofrecer un poco de tierra cuando se ha vendido un terreno se ha querido ver una relación simbólica, cuando de hecho es simplemente semiótica. “El puñado de hierba es un signo supuesto para el terreno todo” (Ibíd., pág. 553). “En cambio, el símbolo presupone siempre que la expresión elegida es la mejor designación o la mejor fórmula posible para un estado de cosas relativamente desconocido, pero reconocido como existente o reclamado como tal” (Ibíd. Pág. 553) De esta manera Jung se acerca a lo que ya había sido mencionado por Eliade (capítulo 2), en el sentido de que el símbolo es la representación adecuada de todo aquello que no puede ser representado por el concepto. “La declaración de la Cruz como símbolo del amor divino es semiótica, pues la expresión ‘amor divino’ designa el hecho que quiere expresarse mejor y más certeramente que una cruz, que puede tener muchos otros significados. Es, en cambio, simbólica la declaración de la Cruz que, allende todas las explicaciones imaginables, ve en ella la expresión de un hecho ignoto aún, de un hecho místico o trascendente incomprensible, es decir: de un hecho psicológico por de pronto” (Ibíd., pág. 553).

Jung considera, igual que Eco, que existen casos en los cuales el carácter simbólico es dado gracias a la disposición de la conciencia de quien juzga y se enfrenta a los hechos, y esto es posible ya que ese algo que está siendo objeto de discriminación, puede ser visto no sólo como tal, como lo que es, sino expresando un hecho en sí desconocido. Eco lo explicaba como la decisión del emisor o el receptor de interpretar de acuerdo al “modo simbólico”, es decir, como un “voy a interpretar simbólicamente”. Sin embargo, Jung también encuentra casos en los cuales el carácter simbólico no depende de nadie; simple y llanamente el símbolo se impone. Y de esta manera es la mejor expresión posible de una realidad que en esencia es inexpresable.

En contraposición al significado fijo del signo (ya que éste es una abreviatura convencional para una cosa conocida (Jung 1962), el símbolo tiene una plurivocidad que en algunos casos es asombrosa. Esta característica la mencionó claramente Eliade (capítuo 2), y se relaciona también con el concepto de “nebulosa de contenido” de Eco. Veamos un largo ejemplo dado por Jung: “El arquetipo de la madre tiene, como todo arquetipo, una cantidad casi imprevisible de aspectos. Citando sólo algunas formas típicas tenemos: la madre y abuela personales; la madrastra y la suegra; cualquier mujer con la cual se está en relación, incluyendo también el aya o niñera; el remoto antepasado femenino y la mujer blanca; en sentido figurado, más elevado, la diosa, especialmente la madre de Dios, la Virgen (como madre rejuvenecida, por ejemplo: Demeter y Ceres), Sophia ( como madre-amante, a veces también del tipo Cibeles-Atis, o como hija [madre rejuvenecida]- amante); la meta del anhelo de salvación (Paraíso, reino de Dios, Jerusalén celestial); en sentido más amplio la iglesia, la universidad, la ciudad, el país, el cielo, la tierra, el bosque, el mar y el estanque; la materia, el inframundo y la luna; en sentido más estricto, como sitio de nacimiento o de engendramiento: el campo, el jardín, el peñasco, la cueva, el árbol, el manantial, la fuente profunda, la pila bautismal, la flor como vasija (rosa y loto); como círculo mágico (mandala como padma) o como tipo de la cornucopia; y en el sentido más estricto la matriz, toda forma hueca (por ejemplo, la tuerca); los yoni; el horno, la olla; como animal, la vaca, la liebre y todo animal útil en general”(Jung 1970, pág. 74). Vemos cómo el símbolo hace una circunvolución de sentido alrededor del simbolizado, para atraparlo sin atraparlo. Esta característica parece similar a la de la “semiosis ilimitada” de Peirce o a la “cadena significante” de Lacan: un significante siempre nos remite a otro significante. Pero su diferencia radica en que, mientras que en estas dos clases de significación el sentido se desplaza en una cadena infinita hablando de infinidad de cosas, en el símbolo el sentido, con su infinidad de aspectos, nos habla de una y la misma cosa: “El símbolo… tiene numerosas variantes análogas, y de cuántas más disponga tanto más completa y exacta es la imagen que esboza de su objeto” (Jung 1962, pág. 137).

Una característica que aparece como consecuencia de la anterior, es el contenido muchas veces contradictorio del símbolo (enunciado también por Eliade) “Naturalmente el juicio intelectual trata siempre de establecer su univocidad y pierde de vista así lo esencial, pues aquello que, por ser lo único que corresponde a su naturaleza, hay que establecer ante todo, es su plurivocidad, su abundancia de relaciones casi inabarcable, que hace imposible toda formulación unívoca. Además son constitutivamente paradójicos, así como el espíritu es entre los alquimistas senex e iuvenis simul. El símbolo es por excelencia una conjunción de opuestos. De un lado, gracias a la forma, expresa algo inconsciente, del otro lado, gracias a la representación, expresa algo consciente; es a la vez sentimiento y pensamiento ; conlleva un contenido racional por un lado e irracional por el otro; sus raíces colindan con los instintos y sus ramas con las ideas. El símbolo es el tertium non datur (tercero desconocido) que une una cosa con su opuesta.

El símbolo remite siempre a una totalidad. Siguiendo la idea de Mario Trevi (1996), vemos cómo su etimología nos deja vislumbrar esta cualidad. El símbolo, como esa parte de una moneda que ha sido escindida, remite a su otro “pedazo” como condición de su totalidad.“Símbolo, originariamente, es lo que se remite a una parte, de la que ha sido separado, para aparecer como un todo” (Trevi 1996, pág. 40). Esto significa que ese otro que está conectado con él forma parte asimismo de un orden de lo completo, de lo unificado, de lo total. El símbolo nos habla de esta unión. “Evoca el todo del que ha sido substraído y de cuya reunificación él adquiere sentido. Un número finito (o incluso transfinito) no evoca la totalidad de los números, como tampoco una perla evoca la totalidad de las perlas. Para que eso ocurra es necesario que se cumpla el proceso de la formación del concepto capaz de inferir lo universal de lo particular. Por el contrario, el proceso que evoca el símbolo es el de una inserción dentro del orden que lo completa, al incluirlo en la totalidad originaria”. (Trevi 1996, pág. 41). Esta tendencia a la unificación, a la totalidad, Jung la descubrió en un fenómeno psíquico natural al cual llamó proceso de individuación y a cuyo arquetipo central denominó el sí-mismo.

Existe una pregunta que ha sido el hilo conductor de todas estas elucidaciones: ¿A qué se refiere eso “inexpresable” del símbolo? Bueno, pues si es inexpresable, la misma palabra nos lo advierte, ¿cómo hablar de ello? Sin embargo, un camino es abierto –aunque oscuro- desde el momento en que se toma en consideración la relación símbolo-instinto: “El problema de la formación de símbolos no puede tratarse en absoluto sin traer a colación los procesos instintivos, puesto que de éstos proviene la fuerza motriz del símbolo” (Jung 1962, pág. 241). En efecto, los símbolos tienen una relación directa con los instintos; incluso, Jung va más allá cuando dice: “En tanto los arquetipos intervienen regulando, modificando o motivando la configuración de los contenidos conscientes, se comportan como instintos. Resulta entonces obvio suponer una relación entre estos factores y los instintos y plantear el problema de si las imágenes situacionales típicas, que parecen representar a esos principios formales colectivos,no se identifican en última instancia con los patrones instintivos, o sea con los patrones de conducta. Debo confesar que hasta ahora no he encontrado ningún argumento que obligara a excluir esta posibilidad”(Jung 1970, pág. 149, el subrayado pertenece al presente trabajo).

Freud se encontró con el mismo fenómeno al relacionar inevitablemente los contenidos del inconsciente con los instintos. Para esto creó el concepto de pulsión. Esta es la representación psíquica de una necesidad corporal. “Si ahora, desde el aspecto biológico, pasamos a la consideración de la vida anímica, la ‘pulsión’ nos aparece como un concepto fronterizo entre lo anímico y lo somático, como un representante [Repräsentant] psíquico de los estímulos que provienen del interior del cuerpo y alcanzan el alma, como una medida de la exigencia de trabajo que es impuesta a lo anímico a consecuencia de su trabazón con lo corporal” (Freud 1976b, pág. 117) Entiéndase bien, la pulsión es un representante, y es por esto que rompe su vínculo natural con lo representado. Pareciera que Jung llega a la misma conclusión, sin embargo, existe una diferencia sutil, y a la vez profunda, entre las dos concepciones. En efecto, los arquetipos son la imagen psíquica de los instintos, pero no olvidemos que Jung habla de una identificaciónentre unos y otros, es más, cuando habla de arquetipos y de instintos está hablando de dos aspectos de una misma cosa, como si fueran las dos caras de una misma moneda, los dos rostros del dios Jano, las dos posibles manifestaciones de un mismo fenómeno: “… todo instinto tiene dos aspectos, por un lado se lo vivencia como dinámica fisiológica, por el otro sus múltiples formas aparecen en la conciencia como imágenes y conexiones de imágenes y desarrollan efectos numinosos, que están o parecen estar en rigurosa oposición con el impulso fisiológico. Para el conocedor de la fenomenología religiosa no es ningún secreto que la pasión física y la religiosa, aunque enemigas, son hermanas y que a menudo sólo se necesita un momento para que una se convierta en la otra. Ambas son reales y constituyen un par de opuestos que es una de las fuentes más fecundas de energía psíquica.No corresponde derivar la una de la otra para conceder el primado a una u otra. Aun cuando al principio sólo se conozca una y sólo mucho después se advierta la existencia de la otra, eso no demuestra que la otra no existiera desde mucho tiempo atrás. No se puede derivar lo frío de lo caliente ni el arriba del abajo. Una oposición o es una relación bipartita o no es nada, y un ser sin oposición es totalmente inconcebible, pues su existencia no podría comprobarse” (Ibíd. Pág. 156, el subrayado pertenece al presente trabajo). Si se analiza a fondo las aseveraciones de la cita anterior, uno puede deducir que las consecuencias teóricas que se desprenden son insospechables. La primera conclusión es que el arquetipo es a la vez psíquico y no psíquico. Esto terminó por hacer considerar a Jung, ya casi al final de sus años de investigación, que el arquetipo era un fenómeno psicoide. Esto lo expresa claramente la investigadora de la teoría junguiana, Marta Cecilia Vélez Saldarriga: “… las representaciones psíquicas constituyen energía vital altamente diferenciada. No se trata, pues, de dos energías, la energía física o material y la energía psíquica o del alma, (anímica), sino de una misma energía que asciende hasta el nivel de las representaciones. Y los elementos que constituyen este paso de la energía física a la energía psíquica son los Arquetipos cuya característica esencial es su aspecto psicoide, es decir, que no son totalmente físicos ni totalmente psíquicos (sino psicoides)” (Vélez Saldarriaga, 1995 pág. 4). Esto quiere decir que esa relación que siempre nos ha parecido misteriosa entre materia y psique, no es un corte sino un continuum (no menos misterioso, dicho sea de paso). En cuanto a esto, Jung es de una contundencia asombrosa: “La psique no es diferente del ser vivo. Es el aspecto psíquico de dicho ser. Es, incluso, la dimensión psíquica de la materia. Es una cualidad” (Jung en Evans 1968, pág. 115). Esto ya ha sido considerado por la psicología experimental y cognitiva, de tradición materialista dialéctica. Fue expresado como que la psique es, primero, un reflejo de la realidad y, segundo, la cualidad de la materia altamente evolucionada. Esta concepción es claramente materialista, concibiendo a la psique como fenómeno simplemente concomitante de la existencia de la materia viva. Téngase en cuenta que la concepción de Jung es diferente: “Lo psíquico merece ser considerado como un fenómeno en sí, pues no hay motivo alguno de reducirlo a un mero epifenómeno, aunque esté ligado a la función cerebral. En efecto, tampoco es posible considerar la vida como un epifenómeno de la química del carbono” (Jung 1982, pág. 19).

La realidad simbólica (llámese representacional o utilícese cualquier otro término) es a la vez realidad física. La psique y la materia son dos fenómenos interrelacionados que no pueden ser reducidos el uno al otro.


Hagamos un pequeño recorderis sobre la teoría semiótica moderna (sobre todo la de tradición peirciana), para hacer una comparación entre su concepción de la significación y el concepto de símbolo en Jung.

Parece ser que el concepto de referente ha sido “superado” en la ya mencionada teoría semiótica, desde el momento en que “un signo es‘anything which determines something else (its interpretant) to refer to an object to which itself refers (its object) in the same way, the interpretant becoming in turn a sign, and so on ad infinitum…’ “ (Peirce, citado por Eco 1992, pág, 364). Nótese que en esta tríada de la semiosis, el signo, su objeto y su interpretante, no tienen nada que ver con un referente “real”, en el sentido en que el objeto y el interpretante también son signos: el objeto no representa realmente una “cosa real”, porque ¿qué otra manera tenemos de interrelación con el mundo si no es a través de los signos? Esto está claro cuando Peirce dice que el signo está en lugar de un objeto “no en todos los aspectos, sino sólo con referencia a una suerte de idea…” (Peirce 1986, pág. 22); el interpretante no es más que un signo que interpreta a otro signo.

A una separación parecida del referente llegó también Saussure cuando considera al signo verbal como una dualidad significante-significado, y a éstos dos como realidades psíquicas; es decir, no le interesan las cosas en sí, sino el proceso de significación que en última instancia es un fenómeno psíquico.

Sabemos que Lacan hizo una misma separación entre un orden simbólico (del significante) y un orden de lo real, inaccesible para el hombre.

En general, cualquier teoría de la significación que trabajara con el concepto de referente, seguramente no aceptaría que la relación con éste es directa, ya que el hombre es por excelencia un ser que se comunica gracias a las mediaciones representacionales.

Pues bien, la teoría del símbolo en Jung se contrapone, de alguna manera, a estas consideraciones. Ya vimos en el capítulo 3 cómo Ricoeur considera que el símbolo pertenece a una significación de grado superior, puesto que está “exento” del trabajo de la designación, la cual es llevada a cabo por el signo, y sobre éste se apuntala el símbolo para transferir su sentido primario a un sentido secundario. La concepción de Jung es contraria: no sólo el centro del símbolo es este trabajo de designación, sino que, esta designación, por decirlo así, es directa.

Veámoslo de esta manera: en la dualidad simbolizante-simbolizado, el referente es el simbolizado mismo, y éste como instancia real, habita en el simbolizante. Pero entonces, ¿qué es el referente? El referente es el mundo. ¿Pero cómo llega a estar el mundo (en su cualidad de real) dentro de una realidad simbólica? Esto se explicaría si hacemos la cadena siguiente: lo que habita, en esencia, en el símbolo, es la libido (“energía vital”), la libido es la energía de los instintos, los instintos son en esencia la expresión de lo fisiológico, lo fisiológico es en esencia corporal, lo corporal es una expresión de la materia, y la materia es una expresión de la Naturaleza.

El símbolo arranca un pedazo de naturaleza en el hombre y se lo pone en frente como representación.

“Como la psique y la materia están contenidas en uno y el mismo mundo y además están en contacto permanente y descansan en última instancia sobre factores trascendentales, no sólo existe la posibilidad sino también cierta probabilidad de que materia y psique sean dos aspectos distintos de una y la misma cosa” (Jung 1970, pág. 159)

“El arquetipo es naturaleza pura y genuina…” (Ibid., pág. 154).

De esta manera vemos cómo el símbolo se comporta en parte como representación y en parte no. Por un lado es representación porque puede entrar en una dialéctica de sentido, o sea, gracias a su mecanismo de mediación nos permite una interrelación mediata con el mundo que se instaura en una operación de significación, ofreciendo un contenido a interpretar y haciéndose por esto mismo comunicable, insertándose a su vez en todo sistema cultural. Por otro lado no es representación, ya que no funciona como la presencia de una ausencia, sino como la presencia de una presencia.

Ahora entendemos por qué la característica numinosa de los arquetipos; por qué una de las pacientes de Jung le decía “Yo sé con toda exactitud de qué se trata, lo veo y lo siento todo, pero me es totalmente imposible encontrar palabras para ello”: No es más que el silencio abrumante que impone la Naturaleza.

Como si lo Inconsciente nos dijera “No hables, sólo imagina…”


Podríamos pensar que a raíz de todas estas elucidaciones, un vasto camino investigativo se abre frente a una concepción semiótica del símbolo.

Una primera puerta de acceso podría ser la biología. ¿Cómo concebir el intercambio de información genética, por ejemplo, o las relaciones intercelulares, o los intercambios neuronales dentro de una teoría de la comunicación, y por ende, dentro de una teoría semiótica más general que tenga en cuenta esa relación del símbolo con una realidad del cuerpo?

Es precisamente la relación del símbolo con el instinto el campo en el cual quedan más dudas y el que permite preguntarse hacia dónde pueden continuar las investigaciones teóricas. Concebir el símbolo como nudo indispensable en esa trabazón de lo psíquico con lo corporal y, además, en la relación de lo representacional con el ámbito de lo “real”, es lo que nos permite vislumbrar un estudio más detallado de los aspectos del hombre como ser inmerso en un orden cultural, simbólico y natural.

CONCLUSIONES


“Así, el símbolo es epifanía del sentido construido por el devenir de la humanidad toda, y proyección en el porvenir del nuevo advenimiento y significarse de cada ser humano. No es pues algo que oculta o esconde, sino más bien lo que al manifestarse permite la emergencia del sentido, y es esta emergencia la que expresa su función de enlace, puente, relación entre el individuo humano, su particularidad biográfica, y la humanidad” (Vélez Saldarriaga 1999, pág. Xiv.)

“Como podemos ver precisamente en el ejemplo de Fausto, supone la visión del símbolo la indicación del camino vital a recorrer, como el señuelo de un fin más remoto aun para la libido, y que desde este momento actuará sobre él inextinguiblemente, atizando su vida, que avanzará, inflamada ya y sin pausa, en demanda de lejanas metas. Esta es la vivificante significación específica del símbolo” (Jung 1964, pág, 147)


¿Y si el hombre pudiera comunicarse realmente con los espacios que se cree le han sido vedados para siempre? ¿Si la naturaleza nos volviera a hablar en su condición primera de creadora? ¿Si comprendiéramos por qué esta soledad, este sin sentido, esta violencia? En su teoría de los símbolos, Jung nos muestra una posibilidad de recobrar los puentes comunicativos que creemos fueron destruidos o que creemos que no existieron nunca; el símbolo se erige como la posibilidad de reavivar el fuego perdido en el centro del signo, de hacer viviente su anquilosado y árido saber. Pero no es sólo una cuestión teórica, el símbolo nos ayuda a elevar nuestra vida a un plano superior, nos puede sanar de la enfermedad moderna que podríamos llamar “literalidad”. Jung nos da un ejemplo precioso cuando nos habla en “Los complejos y el inconsciente” de la forma en que curaban los médicos-sacerdotes egipcios: para enfrentar una picadura de serpiente, narraban al enfermo la historia del Dios-Sol que fue picado por una serpiente creada por la Diosa-Madre, y cómo Éste fue curado también por Ella. De esta manera elevaban a un plano mitológico un accidente “concreto”, y gracias al nivel psíquico en que estaban los egipcios de entonces, a su facilidad -aún no perdida- para ser sumidos en lo inconsciente colectivo mediante un simple relato, las imágenes profundas de la psique se apoderaban con tal potencia de ellos que “su sistema vascular y sus regulaciones humorales” restablecían el equilibrio corporal.

Ahí está la verdadera preocupación vital que se desprende de la elucidación que he hecho de la teoría junguiana. ¿Qué necesita el hombre y la mujer modernos para entrar de nuevo a un nivel psíquico y a un plano mitológico general que sane nuestras angustias? El camino que se vislumbra, sin lugar a dudas, es el del símbolo.

Ya Mircea Eliade lo presintió, al afirmar que sólo el hombre que se vuelve símbolo a sí mismo deja de estar solo, porque su nueva condición lo inserta en un cosmos en el cual ya no es un extranjero. Paul Ricoeur también lo presintió, cuando pensó que la única solución para este anquilosamiento mortal del alma y del lenguaje era la escucha atenta de los símbolos, era ese diálogo con su inflación de sentido que podía volver a fecundar nuestro lenguaje técnico exangüe hasta la muerte, y de esta manera, volver a despertar lo sagrado que habita en todo ser.

Jung no sólo lo presintió, sino que intentó ponérnoslo en frente, para que una luz inefable derogara una orgullosa y recalcitrante ceguera. Intentó mostrarnos cuál era el camino que llevaba a la renovación de la vida… la vida, un concepto que para nosotros no tiene ya ningún valor. Nos condujo suavemente pero con una decisión lapidaria, hasta el abismo de monstruos y dioses de nuestra propia alma.

En un país de catástrofes y horrores, como el nuestro, no nos queda más que desconfiar de toda palabra, y esperar que esos que han sido más sabios que nosotros en el transcurso de la historia de la humanidad – el chamán, el sacerdote, y el iniciado que todos llevamos dentro-, nos den una respuesta, en su asombroso y maravilloso silencio…


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