Los fines de la psicoterapia – Carl Gustav Jung

CARL GUSTAV JUNG

Capítulo del libro La psique y sus problemas actuales, Santiago de Chile: Editorial Zig-Zag,
traducido por Eugenio Imaz, s.f., pp. 69-89.

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Es unánime la convicción de que las neurosis son perturbaciones psíquicas funcionales y, por esta razón, pueden ser sanadas preferentemente por un tratamiento psíquico. Pero esta unanimidad cesa al llegar a la cuestión de la estructura de la neurosis y de los principios terapéuticos, y hay que reconocer que, actualmente, no poseemos ninguna concepción absolutamente satisfactoria acerca de la naturaleza de la neurosis ni de los principios de su tratamiento. Aunque a ese respecto hay dos corrientes o escuelas que han logrado atención especial, sin embargo, el número de opiniones divergentes es mucho mayor. También existen numerosas personas que no pertenecen a partido alguno y que se forman sus opiniones particulares en medio de la disputa. Si quisiéramos proyectar un cuadro de conjunto de toda esta variedad, tendríamos que agrupar en nuestra paleta toda la gama del arco-iris. Si ello fuera posible, sería una empresa tentadora, pues el contemplar una variedad de opiniones ha sido siempre para mí un placer. Nunca dejé de alcanzar la justificación de opiniones dispares. Sí, semejantes opiniones no podrían surgir ni atraer secuaces, si no correspondieran a una psicología y a un temperamento especial, y a un hecho fundamental psicológico que se presenta con más o menos generalidad. Si rechazáramos una de esas opiniones como un puro error, quedaría rechazado, como una equivocación, ese temperamento especial o ese hecho fundamental especial, es decir, violentaríamos nuestro propio material de experiencia. La resonancia encontrada por Freud con su teoría sexual causal de la neurosis y con su concepción de que todo el acontecer psíquico gira esencialmente en torno al deseo infantil y su satisfacción, debiera instruir a los psicólogos sobre encuentra con una disposición favorable relativamente extendida, a saber: una corriente espiritual que, independientemente de la teoría de Freud, se ha hecho notar como fenómeno de psicología colectiva en otros lugares, en otras circunstancias, en otras cabezas y en otras formas. Recuérdense los trabajos de Havelock Ellis y Augusto Forél y los coleccionistas de la Anthropophyteia y los experimentos sexuales de la época postvictoriana en los países anglosajones, y la amplia discusión de temas sexuales en la literatura, iniciada por los realistas franceses. Freud es el exponente de una realidad psíquica contemporánea, que posee su historia propia, que por razones obvias no podemos examinar aquí.

La aprobación encontrada por Adler al igual de Freud, a un lado y otro del océano, denuncia el hecho innegable de que la necesidad de «hacerse valer», que descansa en el complejo de inferioridad, se presenta para un gran número de hombres como motivo explicativo esencial. No se puede negar que esta concepción abarca realidades anímicas olvidadas por la teoría freudiana. No hace falta enumerar expresamente aquellas condiciones de psicología colectiva y sociales que favorecen la concepción de Adler y la convierten en su exponente teórico. Saltan a la vista.

Sería imperdonable error desconocer la verdad de ambas concepciones, la de Adler y la de Freud; pero también sería igualmente imperdonable proclamar a una de ellas por verdad única. Ambas verdades corresponden a realidades psíquicas. Realmente, hay casos que se pueden exponer y explicar mejor con una teoría que con otra.

A ninguno de los dos autores puedo achacarles un error fundamental; por el contrario, pretendo utilizar ambas hipótesis en la medida posible, ya que reconozco su justificación relativa. No se me hubiera ocurrido apartarme de la vía iniciada por Freud si no hubiera tropezado con obstáculos reales que me obligaran a desviarme. Y lo mismo con respecto a Adler.

Luego de lo dicho, no hace falta añadir que la verdad de mis concepciones distintas es también igualmente relativa, y. que me siento tan mero exponente de otra corriente que casi podría confesar con Coleridge: «Creo en la Iglesia una, única bienhechora/ cuyo único miembro, hasta el presente, soy yo».

Si en algún terreno estamos obligados a ser modestos, ha de ser, sobre todo, en la Psicología aplicada y deberemos respetar la aparente diversidad de las opiniones porque estamos muy lejos de conocer algo fundamental acerca del objeto más elevado de la ciencia, el alma humana. Por ahora, poseemos una serie más o menos plausible de meras opiniones, qué no están, ni mucho menos, de acuerdo.

Por esto, al presentar mis concepciones no se entienda que proclamo una nueva verdad o un evangelio definitivo. No puedo hablar más que de intentos de esclarecer hechos psíquicos para mí obscuros, o de superar dificultades terapéuticas.

Y quisiera comenzar con el último extremo. Porque aquí se .hace urgente la necesidad del cambio. Una teoría suficiente puede ser mantenida largo tiempo, pero
no ocurre lo mismo con una terapia insuficiente. En mis cerca de treinta años de práctica psicoterápica, he conocido una cantidad considerable de fracasos, que me han impresionado bastante más que mis éxitos. Éxitos en la psicoterapia puede tenerlos cualquiera, empezando por el curandero primitivo y el conjurador de la salud. Pero los éxitos nada enseñan al psicoterapeuta, porque lo que hacen es confirmarle en sus errores. Los fracasos, por el contrario, constituyen experiencias preciosas, porque no sólo abren un camino para una verdad mejor, sino que nos fuerzan a cambiar nuestra concepción y nuestro método.

El gran estímulo que debo a Freud y luego a Adler , lo reconozco prácticamente al utilizar en el tratamiento de los enfermos todas las posibilidades que me ofrecen sus puntos de vista, pero tengo que reconocer, por otra parte que he sufrido fracasos que luego me parecieron haberlos podido evitar si hubiese tomado en consideración los hechos aquellos que más tarde me obligarían a introducir modificaciones.

Apenas si es posible describir todas las circunstancias en que he tropezado. Me contentaré entresacando unos cuantos casos típicos. Las mayores dificultades las experimenté con pacientes de edad avanzada, más allá de los cuarenta. Son los jóvenes consigo ordinariamente la adaptación y la vida normal siguiendo los criterios de Freud y de Adler. Ambos se aplican certeramente en gentes jóvenes, sin dejar, al parecer, rastros perturbadores. Con personas de edad no es éste, a menudo, el caso, según experiencia mía. Se me figura que, al correr de los años, cambian poderosamente los hechos fundamentales psíquicos, tanto, que pudiera hablarse de una psicología ‘de mañana y de una psicología de tarde. Generalmente, la vida del hombre joven se desarrolla bajo el signo de una expansión general, persiguiendo fines visibles, y su neurosis descansa fundamentalmente, al parecer, en un vacilar o retroceder en esta dirección prospectiva. Por el contrario; la vida del hombre que va entrando en años discurre bajo el signo de la contracción, reafirmando lo alcanzado y desmontando los resortes expansivos. Su neurosis se explica, principalmente, por un estancamiento anacrónico en la actitud juvenil. Así como el joven neurótico se asusta de la vida, el viejo retrocede ante la muerte.
Lo que antes fue para el joven un fin y objeto normales, se convierte para el anciano en estorbo neurótico; del mismo modo como la vacilación del joven neurótico convierte aquella su primitiva y normal dependencia de los padres en una relación incestuosa» contrapuesta a la vida. Es natural que entre jóvenes neuróticos las resistencias, represiones, transferencias, ficciones, etc., signifiquen lo contrarío que en los hombres de edad, a pesar de la aparente semejanza. Por consecuencia, los fines perseguidos en la terapia tendrán que ser modificados. La edad del paciente me parece, por lo dicho, una indicación de la mayor importancia.

Pero también dentro de la fase juvenil existen indicaciones varias. Por eso me parece una salida en falso tratar a un paciente que pertenece al tipo de la psicología de Adler, esto es, fracasado con deseos infantiles de «hacerse valer», con el punto de vista freudiano; como sería también una peligrosa equivocación aplicar, inversamente, el punto de vista adleriano a un tipo triunfador, con expresa psicología freudiana. En los casos dudosos, las mismas resistencias del paciente pueden servimos de señales indicadoras. Propendo a tomar en serio, de primer intento, resistencias con profundas raíces, por muy paradójico que esto parezca. Creo que el médico no conoce forzosamente mejor que el paciente su complexión anímica, que hasta para él puede ser desconocida. Esta actitud modesta del médico es completamente oportuna, si se tiene en cuenta el hecho de que, no sólo no existe una Psicología general válida, sino también que existen innumerables temperamentos desconocidos y un número, mayor o menor, de psiques individuales que no es posible enmarcar dentro de ningún esquema.

En lo que respecta a los temperamentos, admito dos tipos fundamentales, apoyándome en una diferencia constatada ya por tantos conocedores del hombre, a saber, el tipo extrovertido y el introvertido. Estas actitudes temperamentales las considero también como indicaciones esenciales, así como el predominio de una determinada función psíquica frente a las otras.

La asombrosa diversidad de vidas individuales condiciona constantes modificaciones que muchas veces el médico lleva a cabo inconscientemente, y que, consideradas lógicamente, no están de acuerdo, en absoluto, con sus puntos de vista teóricos.

En esta cuestión de los temperamentos no debo de olvidar la existencia de hombres esencialmente espirituales y hombres de postura fundamentalmente materialista, sin que deba creerse que semejantes actitudes fundamentales sean algo casualmente adquirido o meros equívocos. Frecuentemente se trata de pasiones congénitas que no es posible extirpar con críticas ni con prédicas, y hasta hay casos en que un materialismo aparentemente auténtico no es en el fondo, más que la fuga de un temperamento religioso. Actualmente se presta mayor fe a los casos contrarios, aunque no son más frecuentes. También es ésta una indicación que, en mi opinión, no hay que pasar por alto.

Al emplear la expresión «indicación», parece que queremos significar, según el uso médico, indicaciones respecto a una terapéutica u otra. Acaso tendría que ser así, pero la psicoterapia está todavía muy lejos para permitirse un lujo semejante, por lo que la expresión «indicación» no significa mucho más que una prevención para preservamos de unilateralidades.

La psique humana es algo enormemente equívoco. En cada caso particular hay que preguntarse si se trata de una actitud o postura fundamental o propiamente de un hábito, o si de una mera compensación de algo contrario. Debo confesar que, en este respecto, me he equivocado tantas veces, que, llegado el caso concreto, procuro prescindir de toda clase de supuestos teóricos acerca de la estructura de la neurosis y acerca de lo que puede y debe hacer el paciente. Me abandono, en lo posible, a la pura experiencia, para que me ilustre ella sobre los fines terapéuticos. Esto, quizá, extrañe un poco, porque se presume que el terapeuta lleva ya su fin. En la psicoterapia, sin embargo, me parece expresamente aconsejable que el médico no posea fin alguno inquebrantable. Es difícil que sepa más que la Naturaleza y la voluntad de vivir del enfermo. Las grandes decisiones de la vida humana están, por lo general, en manos de los instintos y de otros factores misteriosos e inconscientes, mucho más que del arbitrio consciente y de la sensata racionalidad. El zapato que va bien a uno le aprieta al vecino, y no hay receta universal para la vida. Cada cual lleva consigo una forma de vida, una forma irracional que no podrá ser superada por ninguna otra.

Todo esto no es obstáculo para que prosigamos, en la medida de lo posible, por la vía normalizadora y racionalizante. Si el éxito terapéutico es lo bastante satisfactorio, podemos poner fin con esa tarea. Pero en caso contrario, la terapia, de grado o por fuerza, tendrá que apelar a los factores irracionales del enfermo. Habrá que seguir a la Naturaleza como a un guía, y lo que al médico compete no es tanto un tratamiento cuanto el desarrollo de los gérmenes creadores que anidan en el paciente.

Lo que yo voy a decir parte de donde el desarrollo empieza y el tratamiento cesa. Como se ve, lo que yo pueda decir acerca de la cuestión de la terapia se limita a aquellos casos en los que el tratamiento racional no satisface por completo. Los enfermos que tengo a mi disposición para su estudio forman un conjunto especial: casos «frescos» son; decididamente, los menos. La mayoría ha sufrido ya un tratamiento psicoterápico con éxito parcial o con resultado completamente negativo. Alrededor de un tercio de los casos míos no padece una neurosis clínicamente determinable, sino la falta de sentido y de objeto de su vida; nada tengo que objetar si se pretende designar este estado como la neurosis general de nuestro tiempo. Más de dos tercios de mis pacientes se hallan ya en la segunda mitad de su vida.

Este material, tan especial, opone una resistencia particular a los métodos de tratamiento racional, quizá porque la mayoría son individuos socialmente bien adaptados, con frecuencia capacidades sobresalientes, para los cuales nada significa la pretensión de normalizarlos. Y por lo que respecta a los pretendidos normales, no me encuentro en situación de ofrecerles una concepción, ya preparada, de la vida. En la mayoría de mis casos se han agotado los recursos de la conciencia — la expresión inglesa corriente para el caso es: Jam stuck—, me he quedado atascado. Esta realidad es la que me obliga, principalmente, a la búsqueda de posibilidades desconocidas. Porque yo no sé qué contestar al enfermo que me pregunta: ¿qué me aconseja usted?, ¿qué debo hacer? Porque tampoco lo sé yo. Lo único que sé de cierto es que cuando mi conciencia no encuentre salida y se quede parada, mi alma inconsciente reaccionará, de seguro, contra ese marasmo insoportable.

Este estancarse es un hecho psíquico tan repetido en el curso del desenvolvimiento de la humanidad, que se ha convertido en motivo de muchas leyendas y mitos, donde se da con el sésamo para la puerta hermética o aparece un animal benéfico que nos ayuda a encontrar el escondido camino. Esto quiere decir, en otras palabras: el estancarse es acontecimiento típico que ha producido también, típicas reacciones y compensaciones en el curso de los tiempos. Existen, por lo tanto, probabilidades de que se produzca algo parecido en las reacciones del inconsciente, por ejemplo, en los sueños.

En casos semejantes, mi interés principal se orienta, por esta razón, hacia los sueños. Y no apelo a ellos porque esté poseído de la idea de que es con los sueños con los que se ha de conseguir algo, o porque posea una misteriosa teoría acerca de los mismos, en virtud de la cual tiene que ocurrir esto o lo otro, sino sencillamente por pura perplejidad. No sé de qué echar mano, y por esto recurro a los sueños, que, por lo menos, me proporcionan fantasías, quieren decir algo, y esto es ya mejor que nada. Ni poseo una teoría especial de los sueños ni sé cómo se producen. Ni tampoco estoy seguro si mi manera de utilizar los sueños merece en alguna forma el nombre de método. Poseo todas las prevenciones contra la explicación de los sueños, como quintaesencia de toda arbitrariedad e incertidumbre. Pero, por otra parte, sé que cuando se reflexiona larga y fundamentalmente sobre un sueño, esto es, deambulamos con él y lo sacudimos por todos lados casi siempre sacamos algo. Claro que este algo no es un resultado científico como para lucirse con él, o que pueda ser reducido a términos racionales, no; se trata de un resquicio prácticamente importante, que muestra al paciente hacia dónde se endereza el camino inconsciente. No me debe importar que el resultado de esta reflexión sobre el sueño sea o no constatable o sostenible científicamente, porque, en este caso, perseguiría una accesoria finalidad narcisista. Me tengo que contentar, únicamente, con que signifique algo para el paciente y comunique corriente a su vida. El único criterio al cual debo atenerme es el hecho de que el resultado de mis esfuerzos actúe, sea eficaz. Mi pasión científica, que trata de averiguar por qué actúa, la debo reservar para el tiempo ocioso.

Los contenidos de los sueños iniciales, aquellos que corresponden a los comienzos de esta labor, son infinitamente diversos. En muchos casos los sueños nos remiten inmediatamente al pasado y hacen recordar lo olvidado y perdido. Muy a menudo estos estancamientos y desorientaciones se producen cuando el tipo de vida se ha vuelto unilateral. En ese caso puede producirse, repentinamente, lo que se llama una pérdida de la «libido». Toda la actividad, hasta el presente, pierde de pronto interés y sentido, y los objetos que se proponía no valen ya la pena. Y lo que en uno no es más que un humor pasajero, en otro se puede convertir en estado crónico. En estos casos ocurre con frecuencia que otras posibilidades de desarrollo de la personalidad se hallan soterradas en algún punto del pasado y nadie se apercibe de ello, ni siquiera el paciente. El sueño puede levantar la pista.

En otros casos, el sueño hace referencia a hechos actuales, de los cuales nunca sospechó la conciencia que pudieran ser problemáticos o conflictivos, por ejemplo, el matrimonio, la posición social, etc.

Estas posibilidades se hallan, todavía, dentro del cerco racional, y no me sería muy difícil dar un sentido plausible a esos sueños iniciales. La verdadera dificultad comienza cuando los sueños no presentan asidero alguno, lo que es frecuente, especialmente cuando tratan de prefigurar algo por venir. No aludo necesariamente a sueños proféticos, sino a meros sueños presentimientos o «recognoscentes». Semejantes sueños contienen presentimientos de posibilidades, y no hay manera de hacerlos comprensibles al que no participa en ellos. A menudo tampoco yo les encuentro sentido alguno, y entonces acostumbro decir al paciente: no creo, pero siga usted la pista. Como he dicho, el único criterio es la acción estimulante, sin que nos haga falta saber por que semejante acción tiene lugar.

Esto se aplica, especialmente, a aquellos sueños que contienen algo así como «metafísica inconsciente», es decir, un pensar analógico mitológico, sueños que, en ocasiones, aparecen con formas extraordinariamente extrañas que le dejan a uno perplejo.

Se me preguntará que de dónde sé que los sueños contienen algo así como «metafísica inconsciente». Tengo que confesar que no sé de cierto si los sueños contienen algo semejante. Mis conocimientos acerca de los sueños no alcanzan a tanto. No hago sino constatar el efecto de los pacientes. Pondré un pequeño ejemplo:

En un largo sueño inicial de uno de mis casos normales, jugaba papel principal el hecho de que una hija de la hermana del sujeto estaba enferma. Se trataba de una niña de dos años.

En la realidad, la hermana había perdido cierto tiempo antes un hijo a causa de enfermedad, pero ninguno de sus hijos estaba en la actualidad enfermo. El dato del sueño referente a la niña enferma parecía, en un principio, inabordable, porque no coincidía en forma alguna con la realidad. Como entre el sujeto y su hermana no existían relaciones inmediatas y próximas, el hecho no podía producirle especial sentimiento. Pero se le ocurre de pronto que hacía dos años había empezado a estudiar el ocultismo, y en el curso de su estudio descubrió la psicología. La niña representaba en él, visiblemente, su interés espiritual, una idea que no se me hubiera ocurrido a mí. Desde un punto de vista puramente teórico, esta imagen onírica puede querer decir todo o nada. ¿Es que una cosa o un hecho significan algo en sí mismos? Lo único seguro es que el hombre es quien interpreta, es decir, presta sentido. Esto es, por de pronto, lo esencial para la psicología. Que el estudio del ocultismo es una enfermedad, fue un pensamiento nuevo e interesante, que hizo mella en el sujeto. Hizo su efecto. Y esto es lo decisivo. Que actúe, sin que importe nada lo que sea para nuestro inadecuado criterio. Esta idea significa para él una crítica y produce cierto cambio de actitud. Merced a estos ligeros cambios, imposibles de ser previstos racionalmente, las cosas se ponen en movimiento y el marasmo, al menos en principio, está vencido.

Utilizando este ejemplo podría decir figurativamente: el sueño quería decir que los estudios ocultistas del sujeto son enfermizos y, en este sentido, puedo hablar de metafísico inconsciente, porque el sujeto es conducido por la vía del sueño a una concepción semejante.

Pero voy más lejos: No sólo ofrezco ocasión al paciente para que se le ocurra algo acerca de su sueño, sino que también me la ofrezco a mí. Le expongo mis ocurrencias y opiniones. Si en la ocasión se producen efectos sugestivos, enhorabuena; porque, como se sabe, no se deja uno sugerir más que aquello para lo cual está tácitamente predispuesto. No importa que en este descifrar acertijos nos despistemos de vez en cuando, porque a la próxima ocasión lo erróneo será rechazado como un cuerpo extraño. No necesito demostrar que mi interpretación del sueño sea justa—tarea sin visos de éxito—, sino que debo buscar con mi paciente únicamente lo eficaz — estaba a punto de decir lo real.

La razón por la cual considero como una labor importantísima poseer los mejores conocimientos acerca de la Psicología, Mitología y Arqueología primitivas y de la Historia comparada de las religiones, es que estos dominios me proporcionan inapreciables analogías con las cuales puedo enriquecer el caudal de ocurrencias de mis pacientes. De este modo podemos el paciente y yo trasladar lo que en apariencia no tiene importancia a un campo pródigo en ella, potenciando así la posibilidad de la acción. Para el profano, que hizo todo lo posible en la esfera de lo personal y lo racional, sin lograr un sentido cualquiera, ni por lo tanto satisfacción, será una tarea enormemente difícil penetrar en la esfera irracional de la vida y de la vivencia. Con ella se cambia también el aspecto de lo usual y cotidiano, que pueden resplandecer con este cambio. Casi todo depende exclusivamente de cómo consideremos las cosas y no de cómo ellas son. Lo significante con sentido es siempre más precioso para la vida que lo grande sin sentido.

No creo menospreciar los riesgos de la tarea. Es algo así como lanzar un puente al vacío. Y hasta se podría objetar irónicamente—lo que ha sido hecho con frecuencia — que, en la ocasión, el médico, en compañía del enfermo, se dedica, en el fondo, a fantasear.

Esta objeción no es una razón en contra, sino que da en la clave. Yo me esfuerzo, precisamente, en fantasear con el paciente. No tengo en menos a la fantasía. En último extremo, es para mí la maternal fuerza creadora del espíritu humano. Nunca nos elevamos más allá de la fantasía. Cierto que existen fantasías sin valor, enclenques, enfermizas, insatisfactorias, de cuya naturaleza estéril se da cuenta en seguida toda persona dotada de sana razón, pero las muestras deficientes nada dicen contra los productos normales. Toda obra humana procede de la fantasía creadora. No es posible, por tanto, menospreciar la actividad fantástica. Normalmente, la fantasía no se equivoca, es demasiado profunda y ser halla demasiado íntimamente entrelazada con el trozo fundamental de los instintos humanos y animales. Vuelve siempre, de manera sorprendente, al buen camino. La actividad creadora de la fantasía arrebata al hombre de su unión con lo «nada más que esto» y lo eleva a la categoría de Jugador. Y el hombre, como dice Schiller, «es completamente hombre solamente cuando juega».

El efecto que yo pretendo producir es la aparición de un estado anímico en el cual mi paciente empieza a hacer experiencias con su ser, que nada contiene de petrificado y sin esperanzas, un estado de fluidez, de cambio, de devenir. No puedo, naturalmente, hacer otra cosa que mostrar los principios de mi técnica. Los que conozcan casualmente mis trabajos podrán imaginarse los complementos necesarios. Lo que quiero hacer resaltar es que no se debe entender mi procedimiento como algo desprovisto de fines y de linderos Me obligo, siempre, a no traspasar el sentido implicado en el momento actuante o eficaz, y me esfuerzo únicamente en comunicar ese sentido al paciente, de la manera más completa, de forma que también él se dé cuenta de su alcance suprapersonal. Cuando a un hombre le pasa algo que él supone que a él sólo le pasa, siendo así que, en realidad, se traía de una vivencia completamente general, en ese caso el sujeto no tiene razón, porque adopta una actitud demasiado personal, aislándose así la comunidad. De igual modo, hay que tener en cuenta que no sólo poseemos una conciencia personal del presente, sino también una conciencia suprapersonal cuyo espíritu capta le continuidad histórica. Esto parece un poco abstracto y sin embargo, es un hecho real que muchas neurosis se explican en primer lugar porque, por ejemplo, no son sentidos los anhelos religiosos del alma a consecuencia de una infantil preocupación explicativa. El psicólogo contemporáneo debiera darse cuenta, alguna vez que no se trata ya de dogmas ni de profesiones de fe sino, más bien, de una actitud religiosa que constituye una función psíquica de importancia innegable. Y, precisamente, para la función religiosa la continuidad histórica es algo imprescindible.

Y, volviendo al problema de mi técnica, me pregunto en qué medida puedo recurrir a la autoridad de Freud para justificar su aparición. En todo caso la he aprendido con el método de la libre asociación de Freud, y considero que mi técnica es una prolongación de este método.

Mientras ayudo al paciente a dar con los momentos eficaces de sus sueños y trato de hacerle comprender el sentido general de sus símbolos, se halla todavía en un estado psicológico infantil. Se halla pendiente de sus sueños y de la cuestión de si el sueño próximo le aportará o no una luz nueva. También se halla pendiente de mis ocurrencias y de si mi saber le proporcionará nuevas claridades. Se encuentra, por tanto, en un estado pasivo nada envidiable, en el cual todo se vuelve inseguro y dudoso, porque ni él ni yo sabemos a dónde vamos. A menudo, no hacemos más que palpar a ciegas en egipcíacas obscuridades. En este estado no hay que esperar efectos demasiado fuertes porque la inseguridad es demasiado grande. Además, existe el peligro, nada raro, que el tejido trabajado de día sea deshecho por la noche. El peligro es que no aparezca nada—en el significado más pleno de la palabra — y que nada quede en pie. En semejante situación ocurre, a veces, que se presenta un sueño especialmente coloreado o con una figura extraña, y el enfermo me dice: ¿Ve usted? Si yo fuera pintor, pintaría mi sueño. O los sueños tratan de fotografías, de imágenes pintadas o dibujadas o de manuscritos iluminados o del cine.

Utilizo esta sugestión y exijo al paciente que pinte en la realidad lo visto en sueños o en la fantasía. Generalmente, me oponen que no son pintores, a lo que contesto que los pintores de hoy en día tampoco lo son, y que, en consecuencia, el arte pictórico es en la actualidad absolutamente libre y, además, que lo que importa no es la belleza, sino el empeño puesto en el cuadro. Cuan cierto es esto pude verlo últimamente en una retratista profesional que respondió a mis incitaciones con lamentables ensayos infantiles, como si, en realidad, nunca hubiera tenido un pincel en la mano. Es cosa muy distinta pintar lo de fuera que pintar lo de dentro.

Así, muchos de mis pacientes avanzados comienzan a pintar. Comprendo que a todo el mundo le parezca absolutamente inútil este diletantismo. Pero no se olvide que no se trata de personas que tienen que demostrar todavía su utilidad social, sino de aquellas a quienes no satisface ya la utilidad social, y han tropezado con la cuestión más profunda y peligrosa del sentido de su vida individual. Ser una partícula social no tiene sentido y atractivo más que para quien no ha llegado todavía a tanto, pero no para quien se halla hastiado de ello. Quien no ha logrado alcanzar el nivel medio de adaptación es posible que niegue la importancia del sentido individual de la vida, y será negado, con toda seguridad, por aquel cuya misión se cifra en criar rebaños. Pero quien no pertenezca a una categoría ni otra, tropezará tarde o temprano con la penosa cuestión.

Aunque mis pacientes produzcan ocasionalmente cosas bellas, que podrían ser expuestas en una exposición de pintura moderna, las considero, sin embargo, como desprovistas de valor, desde el punto de vista de un arte auténtico. Hasta es esencial que no tengan valor, porque, de lo contrario, se imaginan mis pacientes que son artistas, con lo cual se habría deshecho la finalidad del ejercicio. No se trata del arte; mas, no debe tratarse del arte sino de algo distinto y superior al mero arte, a saber, de una acción viva sobre el paciente mismo. Lo que el punto de vista social estima en menos, a saber, el sentido de la vida individual, es lo que nos interesa a nosotros más que nada. y aquel algo inefable que el paciente se esfuerza en traducir en una forma visible, infantilmente impotente.

Pero, ¿por qué muevo a los pacientes que se hallan en cierto estadio de su evolución a expresarse mediante el pincel, el lápiz o la pluma?

También esto se explica por el afán de provocar una acción. En el estado psicológico infantil, antes descrito, el paciente es .pasivo. En este momento comienza a ser activo. Representa lo pasivamente contemplado y lo convierte, de este modo, en obra suya. No se reduce a hablar de ello, sino que lo hace. Psicológicamente existe una diferencia enorme entre mantener unas cuantas veces por semana una interesante conversación con el médico, cuyo resultado quedará en el aire, y el luchar largas horas con pinceles y colores, que se resisten, para producir algo a primera vista sin sentido. Pero si el esfuerzo careciera, realmente, de sentido alguno, se resistiría tanto el paciente a llevarle a cabo, que no habría manera de hacerle repetir el intento. Pero cómo lo fantaseado no le parece absolutamente desprovisto de sentido, al ocuparse con ello le aumenta su eficacia, su acción. Además, la producción material de la imagen obliga a una consideración detenida de la misma en todas sus partes, de modo que su eficacia puede desarrollarse por completo. Así, en los dominios de lo fantaseado penetra un elemento de realidad, con lo cual esa fantasía aumenta de peso, esto es, de eficacia. Y de la misma imagen elaborada parten influencias, difíciles de ser descritas. Basta que el paciente haya observado que algunas veces se ha liberado de una situación anímica miserable, componiendo una imagen simbólica, para que acuda a este recurso en cuanto le vaya mal. Con esto se ha ganado algo inapreciable, a saber, un punto de apoyo para facilitar la emancipación, un tránsito hacia la mayor edad psicológica. Con este método — si me es permitido utilizar esta palabra — el paciente puede hacerse creadoramente independiente. No depende más de sus sueños ni del saber de su médico, sino que al tratar de pintarse a sí mismo, puede cambiarse a sí mismo. Porque lo que pinta son fantasías actuantes, aquello que actúa en él. Y lo que actúa en él es él mismo, pero no en el sentido equívoco de antes, en que consideraba a su yo personal como siendo él, sino en un sentido nuevo, extraño, apareciendo su yo como objeto de lo que actúa en él. Se esfuerza en representar en forma agotadora aquello que actúa dentro de él, para acabar descubriendo que es lo eternamente desconocido y extraño, el fundamento más profundo de nuestra alma.

Me es imposible describir los cambios de valores y puntos de vista, los desplazamientos del centro de gravedad de la personalidad que se producen. Es algo así como si la tierra descubriera el sol como centro de los sistemas planetarios y del suyo propio.

¿Pero no lo sabíamos desde antiguo? Creo que sí que lo sabíamos. Pero por el hecho de saber algo, estoy todavía muy lejos de que ese algo actúe en mí, porque, en realidad, vivo como si no lo supiera. La mayoría de mis pacientes lo sabían, pero no lo vivían ¿Por qué no lo vivían? Por el mismo motivo que hace que todos nosotros vivamos del yo. Este motivo no es otro que la sobreestimación de la conciencia.

Para los hombres jóvenes, todavía sin éxito en la vida, inadaptados, tiene la mayor importancia el formar su yo de la manera más eficaz posible, con otras palabras, de educar su voluntad. Si no es precisamente un genio, no le hace falta creer en algo que actúa en él que no sea idéntico con su voluntad. Tiene que sentirse como ser voluntario y desestimar todo lo demás que cobije, o creerlo sometido a su voluntad, porque sin esta ilusión no le sería posible adaptarse socialmente.

Otra cosa sucede con hombres en la segunda mitad de su vida, que no necesitan educar su voluntad, sino que requieren, más bien, para poder comprender el sentido de su vida individual, la experiencia de su propio ser. La utilidad social no les atrae ya, aunque no nieguen su deseabilidad. Sienten que su ocupación creadora, cuya absoluta inutilidad social les es absolutamente clara, es un trabajo saludable sobre sí mismos. Su actividad les va liberando progresivamente de la dependencia enfermiza, ganando de este modo una firmeza interior y nueva confianza en sí mismos. Y estas últimas adquisiciones son las que favorecerán también la vida social del paciente. Porque un hombre más firme en su interior y con mayor confianza en sí mismo estará más a la altura de sus deberes sociales que otro que no se las arregle con su inconsciente.

He evitado, de propósito, abrumador mi exposición con teorías; por eso quedarán muchas cosas obscuras. Pero para hacer comprensibles las imágenes producidas por mis pacientes, hay que mencionar, cuando menos, ciertos puntos de vista teóricos. Todas estas imágenes se señalan por un carácter simbólico primitivo, que se trasluce lo mismo que el dibujo que en los colores. Los colores, por lo general, son bárbaramente intensos. A menudo se trata de un arcaísmo innegable. Estas cualidades nos remiten a la naturaleza de las fuerzas representativas que están a la base. Se trata de tendencias irracionales simbólicas, de un carácter en tal grado histórico o arcaico, que no es difícil ponerlas en paralelo con imágenes procedentes de la Arqueología o de la Historia comparada de las Religiones. Podemos, pues, aceptar que nuestras imágenes, dibujadas, o pintadas, proceden, principalmente, de aquellas regiones de la psique que yo he designado como inconsciente colectivo. Entiendo con esta expresión un funcionamiento inconsciente, general, anímico, que es el que ha inspirado, no sólo nuestros modernos cuadros simbolistas, sino todos los productos similares del pasado. Semejantes imágenes proceden de una necesidad natural y satisfacen también una necesidad del mismo tipo. Parece como sí la psique, que extiende sus raíces hasta lo primitivo, se expresara en esas imágenes y lograra con ello la posibilidad de funcionar a la par con nuestra conciencia, que le es ajena, con lo que quedarían de lado sus exigencias perturbadoras de ésta. Tengo que añadir, no obstante, que la mera actividad representativa es en sí insuficiente. Hace falta, además, una comprensión intelectual y emocional de las imágenes, con lo cual quedan integradas en la conciencia, no sólo por ser entendidas, sino también moralmente. Es menester someterlas a un trabajo de interpretación sintética. Aunque he recorrido este camino muchas veces, con distintos pacientes, no he logrado todavía diseñar un recorrido de éstos en todos sus detalles y publicarlo. Sólo fragmentariamente he podido conseguirlo. Andamos por una tierra completamente nueva, y lo que interesa de primera intención es hacernos con una experiencia rica.

Por razones graves quisiera evitar en este punto conclusiones precipitadas. Lo que podemos observar indirectamente es un proceso vivo del alma que se desarrolla fuera de la conciencia. Y no sabemos hasta qué profundidades desconocidas alcanzará nuestra mirada.

Como ya indicaba anteriormente, se trata, al parecer, de una especie de fenómenos de centración: muchas imágenes decisivas sentidas por los pacientes como tales, apuntan en esta dirección; un fenómeno de centración en el cual lo que nosotros llamamos yo, aparece en lugar periférico. Este cambio es producido, aparentemente, por la arribada de la porción «histórica» del alma. No es claro, en un principio, el fin que este fenómeno persigue. No podemos más que constatar su importante acción sobre la personalidad consciente. Partiendo del hecho cierto de que este cambio eleva el tono vital y mantiene fluyente la vida, hay que concluir que alberga una finalidad que le es peculiar. Es posible que sea una nueva ilusión. Pero, ¿qué es la ilusión? ¿Desde qué punto de vista podemos calificar algo de ilusión? ¿Existe algo que respecto al alma pueda ser designado como tal? Para el alma es, acaso, una forma importantísima de vida, algo imprescindible, como el oxígeno para el organismo. Lo que llamamos ilusión es, acaso, una realidad anímica de importancia extraordinaria. Probablemente, el alma no se preocupa ni poco ni mucho de nuestra categoría de realidad. Para ella, parece que es real, antes que nada, lo que actúa. Quien pretenda investigar el alma no debe confundirla con la conciencia; de lo contrario, ocultará el objeto de la investigación a su propia mirada. Por el contrario, es menester descubrir cuan diferente es el alma de la conciencia para poder conocer de verdad a la primera. Nada es más fácil que, aquello que para nosotros es una ilusión, sea realidad para ella, por lo que nada sería más inadecuado que pretender medir la realidad psíquica con nuestra realidad consciente. Para el psicólogo, lo más estúpido es el punto de vista del misionero, que afirma que los dioses de los pobres paganos son ilusión. Pero desgraciadamente se trabaja todavía con ligereza dogmática, como sí nuestra pretendida realidad no fuera también ilusoria. En los dominios del alma, como en general en nuestra experiencia, las cosas que actúan son realidades, sin que importe el nombre que el hombre las dé. Y de lo que se trata es de comprender estas realidades como tales y no de ponerles otro nombre cualquiera. Así, el espíritu sigue siendo para el alma nada menos que espíritu, aunque se le denomine sexualidad.

Es menester repetir que estas denominaciones y estos cambios de nombres no afectan para nada de cerca ni de lejos a la naturaleza del fenómeno descrito. Como todo lo que es, no es posible agotarlo mediante racionales conceptos conscientes, razón por la cual mis propios pacientes prefieren con razón la representación e interpretación simbólica, como lo más adecuado y eficaz.

Con esto he dicho, poco más o menos, todo lo que en un ensayo de orientación general podía decir acerca de mis intenciones y puntos de vista terapéuticos. No pretende ser más que una sugestión y me daré por satisfecho si efectivamente lo es.

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