Síntomas postmodernos: titanismo o psicopatía

GERTRUDIS OSTFELD DE BENDAYÁN

Trudy de Bendayán es una Analista Junguiana, Magister en Filosofia, con un Doctorado en Estudios Psicoanalíticos. Reside en Caracas, Venezuela, es miembro de la IAAP (International Association for Analytical Psychology) y de la AVPA (Asociación Venezolana de Psicología Analítica). Autora de dos libros: Anima Mundi y Ecce Mulier: Nietzsche and the Eternal Feminine en proceso de publicacion por Chiron Publishing. Dedicada a la practica privada y a la enseñanza. Este documento corresponde a la charla dictada por la autora el 31 de marzo 2007 en Bogotá. Su e-mail es: ughj@hotmail.com.

“Me sostiene este vivir en vilo
sin ninguna señal, ni mapa, ni promesa,
en una antesala donde todos trajinan
como empleados, para olvidar”.
Rafael Cadenas, Intemperie.

Anterior a la Modernidad, el hombre encontraba serenidad en un mundo que le servía de sostén: se aferraba a Dios y a la tradición, encontrando en estos valores, sosiego, seguridad y esperanza. Dios era el garante de sentido (de la vida, las instituciones, de las leyes naturales y lógicas). En contraposición, en la Modernidad, inaugurada con la Ilustración (siglo XVIII), el hombre, privado de estos pilares ontológicos, se encontró arrojado a un mundo incierto y azaroso. Con la “muerte” de Dios, se perdió la posibilidad de todo apoyo proveniente de una telelología trascendente. Sólo llegó a contar con el argumento del progreso y una promesa de libertad y felicidad. En el epicentro del constante cambio, transformación y del continuo devenir, el sujeto “arrojado a la existencia” se vio precisado a comprenderse, construirse y definirse periódicamente, con el fin de no extraviarse dentro del marco de esta dinámica existencial. Sin embargo, el hombre moderno sólo había matado la idea teológica de Dios. El relevo lo asumió la razón, de la mano de la ciencia y la tecnología, como dispensadora de sentido, de tal modo sólo se cambió de soberano: fe por razón. Una teología sustitutiva que sigue respondiendo a la nostalgia por lo absoluto profundamente arraigada en la naturaleza humana.

El trono del Otro omnipotente no que vacío, sólo hay un cambio de amo: el Dios muerto es suplido por la entronización del hombre por el hombre Poseído por la energía titánica pasó a ser, acorde con el dictum de Protágoras, “la medida de todas las cosas,” el nuevo absoluto. Sin embargo, al igual que lo sucedido durante la preeminencia de la visión metafísica-religiosa, se había dejado de lado la consideración de una parte primordial de la naturaleza humana: el cuerpo con sus instintos, pasiones y emociones. Nuevamente, se había taponado los oídos a fin de no escuchar el clamor de las necesidades vitales. La razón se instituyó en el nuevo tirano y su primer mandato fue represar, una vez más, la expresión libre de los instintos humanos. Bajo el imperio del nuevo amo, todo aquello procedente de la esfera pulsional – emociones, necesidades más íntimas de afecto, pasiones, creatividad, agresividad, etc. – se iba tornando cada vez más sospechoso. Se creía quee ejercía efectos obstaculizadores sobre la eficaz actuación de la razón. La razón apolínea se fue separando por esta vía de los instintos dionisíacos y dió lugar a ámbitos incompatibles. Se produce así, una ruptura entre el mundo objetivo creado por la razón y el mundo de la subjetividad. Semejante posición generó la represión de aquella parte del individuo capaz de atentar contra el ideal regido por los discursos culturales vigentes. Finalmente, la postura moderna se tradujo en una negación del sujeto a expensas del sistema social.

Para la modernidad, la razón no representaba un privilegio de un grupo o clase social sino, más bien, el orden constitutivo del mundo. Emergió la creencia en la igualdad de los hombres y, por ende, el individuo al alcanzar la racionalidad total, coincidiría con la sociedad organizada sobre la base de los principios racionales.

Dentro del marco de la ideología modernista se concebía que el desarrollo del individuo chocaba con los intereses de la sociedad: la razón intrumental terminaba negando al sujeto en favor del sistema (la clonacion social). La conocida fórmula que reza: “lo que vale para la sociedad vale para el individuo” no es más que la afirmación de la muerte del sujeto. Los instintos dionisíacos negados por la cultura prevaleciente condujeron a una lucha sin cuartel en la interioridad del individuum haciendo del mismo un dividuum a fin de preservar el ideal del yo moldeado acorde con los sistemas valorativos imperantes. Una nueva dicotomía cartesiana generadora de neurosis.

Con esta oposición frente a todo aquello surgido de la esfera irracional, el hombre perdió su fuerza creadora y afirmativa que residía precisamente en su naturaleza instintiva. El “hombre abstracto” fue escindido de su propio sustrato filogenético y mitopoyético. Como resultado de la total negación de toda trascendencia fue conducido por el sistema al camino de la decadencia generada por su propia auto-enajenación. Se separó de su íntima matriz mitológica, nuestra historia perenne y, por ende, de la materia primigenia de la psique. Al respecto escribe Nietzsche:

Pero toda cultura, si le falta el mito, pierde su fuerza natural sana y creadora: sólo un horizonte rodeado de mitos otorga cerramiento y unidad a un movimiento cultural entero (NT: 23)

La razón ilustrada se develó como totalizante, controladora e instrumental lo que condujo a la imposibilidad de formarse un juicio claro y unívoco para asumir una posición coherente acerca de los criterios de racionalidad. La caída de las certezas, aunada a la secularización de la verdad y la promesa prometéica incumplida de la consecución de la felicidad condujo a la crisis de valores. El mundo llegó así a ser un “fábula”, se develó como una creación ficcional construida de simulacros. En consecuencia, se vino abajo todo lo que se había estimado, hasta entonces, como “sagrado, bueno, intocable, divino.” Cayó estruendosamente todo el “columbarioum de conceptos”, junto con los supuestamente sistemas de valores indefectibles sostenidos por la Modernidad.

POSTMODERNIDAD

La década de los sesenta marcó la culminación y el colapso de la cultura moderna con sus“grandes narrativas” o meta-narrativas (teorías universales). Los movimientos de liberación política, sexual y étnica asociados a la mencionada década son el cumplimiento lógico del sueño moderno de obtención de libertad incondicional pero, a la vez, representan el desmoronamiento de la utópica búsqueda moderna de la verdad, de la visión optimista del progreso histórico y del sustrato último de la realidad. Los eventos de los sesenta y sus repercusiones han demostrado que existen muchas maneras de asumir el mundo y numerosos estándares de comportamiento todos igualmente válidos: el “todo vale” es el lema contundente de nuestra era de relativismo. A pesar de que ahora se percibe una nostalgia por formas, estilos y géneros del pasado (tendencia “retro”), los impulsos prometéicos desencadenados han producido cambios significativos irreversibles en nuestra actitud y visión del mundo.

El período posterior a los sesenta ha sido un tiempo de transición, cuando los movimientos radicales de la contra-cultura (que cobraron peso en torno a las revueltas estudiantiles, al movimiento hippie, las drogas y a los movimientos de liberación femenina y sexual) penetraron lentamente a los segmentos más tradicionales de la sociedad y se instalaron de forma radical. El término “post-moderno” es el nombre dado a ese período de transición. Sin embargo, el “postmodernismo” es un movimiento que no es más que una de-construcción negativa sin miras a la creatividad: un estado de transición infinita. Como movimiento filosófico se puede describir como una forma de escepticismo frente a las instituciones, autoridades, sistema educativo, normas culturales y políticas, etc. Como tal, podemos hablar de la instauración de una filosofía anti-fundamentacional que disputa la validez/credibilidad del sustrato del discurso. En su ofuscación, el postmodernismo no está abocado a la confrontación de cuestiones esenciales: el disentimiento es la expresión más poderosa de su ethos y se constituye en el hilo conductor del laberinto postmoderno. De tal manera, se corre el riesgo de asegurar la hegemonía de lo sombrío de la modernidad, su componente destructivo (la titánica psicopatía), sin ninguno de los beneficios de ésta.

A modo de movimiento enatiodrómico (búsqueda de opuestos), el postmodernismo constituye de por sí un nuevo paradigma cultural en el proceso de total y opuesta diferenciación con el modernismo sin proponer ninguna alternativa o proyecto substitutivo. La unidad, homogeneidad y singularidad, valores de la Modernidad, han sido sustituidos reactivamente en la postmodernidad por la fragmentación, heterogeneidad y multiplicidad. En consecuencia, el postmodernismo puede ser descrito como un “pastiche” sincrético: se observa una voluntad de combinar símbolos de códigos o marcos disparatados de significación, incluso a un costo de disyunciones y eclecticismo (por ejemplo, yoga y champaña; cristianismo y astrología) (cf. Beckford, 1992, p. 19).

Careciendo de alguna ideología sustentadora, el postmodernismo precariamente sólo es capaz de proporcionarle al hombre canales de escape para actuar su evasión ante el horror vacui. Vaciado de sentido y defraudado por el incumplimiento de la promesa de felicidad, el retoño postmoderno se ve enfrentado ante el abismo contemporáneo habitado por una anárquica proliferación de valores, de verdades consensuales que conducen a 1) una vacancia de sentido o nihilismo o a una 2) super-fecundidad de sentidos que conlleva a una indeterminación inherente de significados.

Judith Squires describe así la condición postmoderna: “La condición postmoderna puede ser caracterizada… mediante tres hechos resaltantes: la muerte del hombre, de la historia y de la metafísica. Esto involucra el rechazo de todo esencialismo y las concepciones trascendentales de la naturaleza humana: el rechazo de la unidad, homogeneidad, totalidad, cierre e identidad: el rechazo de la búsqueda de la verdad. En lugar de estos ideales ilusorios encontramos la aseveración de que el hombre es tan solo un artefacto social, histórico o lingüístico: la celebración de la fragmentación, particularidad y diferencia: la aceptación de lo contingente y aparente” (1993, p. 29).

El postmodernismo con su compromiso con el disentimiento, pluralismo y diferencia cultural y con su actitud escéptica frente a la autoridad genera una inversión en la relación del sujeto con el colectivo: su búsqueda ya no está orientada hacia el bien común, sino hacia su propia persona traducida en una auto-complacencia. No obstante, desprecia su propia trascendencia y, careciendo de una base argumental y coherente, piensa y actúa dentro del estrecho horizonte de la inmediatez. Frente a la desmitificación de los paradigmas modernos, reacciona dando rienda suelta a sus represiones: busca desatar su individualismo teniendo por horizonte la consecución de su propio placer sin alcanzar satisfacción alguna. El narcisismo bajo la forma de auto-idealización sustituye la caída de los ideales colectivos.

En esta consagración del sin-sentido, el hombre es poseído por una sed fáustica de aventuras, y compulsivamente va en busca de nuevas y continuas experiencias carentes de todo significado vital. Sus acciones son auto-justificadas a través de la fabricación de una ética a su medida la cual, a la vez, resulta ser una arbitrariedad “procusteana”: está comandada por el afán consumista de moda. Como respuesta ante tal situación, el hombre se aísla produciéndose en él un desapego emocional: busca aquellas relaciones inter-subjetivas que no impliquen compromiso alguno – incluso con él mismo -, como defensa de lo que supone erróneamente como el derecho a su propia libertad emocional. La promiscuidad es una vía idónea para lograrlo, además, al estar constantemente bombardeado por imágenes que invitan a disfrutar de todas las formas de placer sexual, la búsqueda de gratificación sexual ha sido elevada al status de ideología oficial o, más bien, de imperativo categórico: el goce ha devenido obligación.

Sin embargo, debido a la amenaza inminente del sida aunada al sentimiento creciente de alineación, el sexo virtual o cibernético ha ido popularizándose. La virtualidad introduce al sujeto en el goce auto-erótico: el individuo puede dar cumplimiento a sus fantasías sin asumir los compromisos ni los avatares concomitantes a toda relación. Y no es de extrañarse que consideren la renuncia al total contacto humano a favor de una experiencia mutisensorial que podrá ser ofrecida por la virtualidad tridimensional que prontamente parece asomarse. No sólo será más estimulante y placentero que la “cosa real” el programa sexual que podrá ofrecernos la tecnología, sino que para futuras generaciones llegará a ser, esta relación virtual, la propia “cosa real”.

De acuerdo al sociólogo francés y crítico postmoderno recientemente fallecido Jean Baudrillard, la distinción entre objetos y sus representaciones desaparecen. El veloz crecimiento de lo virtual está generando que incluso el concepto de “realidad” sea cuestionado. Nos hemos reintroducido a la caverna de la cual nos sacó Platón al tomar nuevamente las imágenes proyectadas en las paredes de las paredes cavernosas como los objetos reales.

En la cultura del simulacro, por otra parte, la conciencia de identidad llega a ser dependiente de la forma en cómo deseamos ser percibidos por los otros, en lugar de ser moldeado a partir de un sentimiento profundo de dirección interna. Lo que obtenemos es un sujeto sin identidad que tan sólo resulta ser una superposición de múltiples máscaras que ocultan, más bien, la evanescencia de lo real. El sujeto se mimetiza con la mass media y vive, como un juego de espejos, en el “como si”: Es como si amáramos. Es como si sintiésemos. Es como si viviéramos, son perfectas palabras del insigne poeta venezolano Rafael Cadenas para reflejar nuestra condición existencial. Con la caída de la credibilidad institucional no hay un Otro que valide al sujeto como tal (trastorno del Self, el arquetipo de la totalidad, en términos junguianos). Por ende, el individuo actual carece de substancialidad, no es nada en sí mismo y se constituye en un amalgamado de roles dictados por otros particularmente por el mercado consumidor. Nuestra actividad como consumidores define nuestra identidad, es por ello que el dictum cartesiano pienso, luego existo se trasforma en la era postmoderna en consumo, luego existo.

El hombre “posmo” termina por extraviarse al no existir un humanismo coherente comprometido con valores firmes y vinculantes. Pierde conexión con el sentido de su propia vida y vive arrastrado en lo efímero y banal de una sociedad abocada al espectáculo y al consumismo. Una vez alcanzado el punto de sobresaturación de experiencias acaba por asumir una actitud de perplejidad, ironía, indiferencia, evasión, des-compromiso profundo y hastío que lo arrastran superficial y des-conectadamente hasta dispersarse en la pluralidad circundante. La apoteosis de la indiferencia pura que observamos en el sujeto postmoderno resulta de la sobre-saturación imperante: hay de todo en exceso a excepción de creencias firmes. A su vez, el desmedido crecimiento del mundo relacional (superficial y utilitario), conducen al individuo contemporáneo a experimentar una alineación tanto de su entorno como de su propia humanidad. La carencia de intimidad y los sentimientos de vacío, hacen que el hombre actual se vivencie poseído por una angustia difusa que explica causada por la exigencias del veloz mundo tecnológico, competitivo, sin fronteras y que busca sosegar a través de titánicos excesos conducentes a una violenta consumación de su ser (adicciones, promiscuidad, deportes practicados al extremo, velocidad, pornografía, desmedida ansia de poder, etc.). Poder, vacuidad, mimetismo y excesos son elementos básicos del tiranismo.

TITANISMO Y PSICOPATÍA

Gobernados por un impulso futurista prometéico, sin ser siquiera dueños del presente, las tendencias sociales y científicas convergen en reformular una nueva concepción del ser: en una nueva construcción de lo que significa “ser humano”. En su afán de eternidad, tanto la personalidad “natural”, así, como la apariencia “natural” es reemplazada paulatinamente por la idea de re-inventarse uno mismo siguiendo los modelos conceptuales en boga. Las metas de la biogenética parecen ser más bien productos delirantes de la ciencia ficción. La clonación, la posibilidad de intervención de las características del embrión con miras a modificar aspectos de su desarrollo acorde a ideales conceptuales en boga, la búsqueda de la “eterna juventud” y la longevidad, ponen de manifiesto las anticipatorias visiones de Huxley, Orwell y Asimov. Podríamos agregar a la pulsión de vida y muerte, la pulsión de inmortalidad.

Por ello, si el período de la modernidad se caracterizó por el descubrimiento del ser, la era post-moderna puede caracterizarse por un período transicional de la desintegración del ser. Posiblemente, lo que sigue, sea la era de la re-construcción del ser. Sin embargo, esa re-construcción parece ser más de índole conceptual que natural. En consecuencia, existe una menor necesidad de interpretarse psicológicamente o “descubrirse” y, más, el sentimiento de alterarse o re-inventarse. La fantasía y la ficción se mezclan a fin de servir de modelos para la nueva organización de la personalidad. Nuestra sociedad, con el tiempo, irá ganando cada vez más el acceso a los medios ofrecidos por la biotecnología que le permitirá optar directamente cómo deseamos que la especie futura evolucione. Este nuevo poder a la disposición, a fin de controlar si deseamos, la reconstrucción de nuestro cuerpo ganará cada vez más adeptos. La utilización de la manipulación genética será el asunto ético y social más controversial.

A diferencia de aquellas tecnologías capaces de traer más comodidades a la vida, la ingeniería genética, con su acelerado desarrollo y aplicación puede forzarnos a redefinir los propios parámetros de la vida. Para ello requerirá de una nueva ontología. Nuestra propia conciencia del ser tendrá que someterse a un profundo cambio si continúa ceñida a los avances transformadores de las tecnologías biológicas. Una nueva construcción del ser se hará inevitable a medida que las técnicas de alteración del cuerpo logren adquirir estatus de lugares comunes. Así como la cirugía estética ha llegado a ocupar un lugar en la cotidianeidad, así también, lo harán en el futuro, el implante de chips mega-informativos en el cerebro y la alteración genética. El ser se irá haciendo cada vez más incompatible con las nuevas estructuras del cuerpo. Se desarrollará una nueva organización post-humana de la personalidad pues tendrá que reflejar la adaptación de los individuos a nueva tecnología y a sus efectos socio económicos.

La combinación de estas nuevas tecnologías no sólo conducirá a la creación de nuevas formas de vida y canales de comunicación sino, además, transformará nuestras percepciones del espacio y el tiempo que nos conducirán a nuevas formas de estructuras del pensamiento. Vivimos en un espacio sin barreras y en un tiempo comprimido, en un espacio y tiempo acelerados.

El continuo bombardeo mediático no permite la apertura de un espacio para la reflexión, la cual requiere “fuego lento”, de tal modo que no hay posibilidad para la “psiquización” de las experiencias: “la inflación de la información”, concluye Baudrillard, conlleva a “la deflación de significado” (1994, p. 79). Los medios nos ofrecen tan sólo una veloz sucesión de imágenes acompañadas de comentarios compactados que impiden la utilización de un pensamiento complejo. Incluso ante las imágenes de horror que plagan al mundo, vamos agotando nuestra capacidad de asombro por la imposibilidad de “metabolizar” emocional y psíquicamente el inmenso cúmulo de información recibida. Las catástrofes que atestiguamos terminan por convertirse en espectáculos a través de nuestras pantallas. La vertiginosa sucesión de informaciones e imágenes acaba por neutralizar unas a otras. El exceso los vacía de substancialidad. Podemos afirmar que conocemos hoy acerca de muchas cosas, mas comprendemos cada vez menos sobre la real naturaleza humana.

Por otra parte, si bien los logros de la ciencia y la tecnología han hecho la vida más cómoda, a la vez, han logrado hacerla menos humana. La idea del crecimiento ilimitado ha alejado al hombre de sus orígenes; lo ha deshabitado de lo esencial. El sujeto se ha ido vaciando del sentido de ser; se ha vaciado de alma. El alma es sabiduría, no conocimiento. El enfoque post-moderno nos ha alejado de lo natural para sumergirnos en el vacío conceptual: vivimos el “nihilismo de la transparencia o de la neutralización” como lo califica Baudrillard.

A pesar de la globalización, el hombre, como nunca antes se ha perdido en la nada vertiginosa. La disyuntiva hamletiana, “ser o no ser”, parece ya no tener cabida en nuestros tiempos. “A cual de las múltiples máscaras me adhiero yo” es la problemática emergente. El pensador venezolano, Juan Liscano, expresa la condición del hombre actual con las siguientes palabras: “el vacío del alma contemporánea [resulta de la ruptura del] vínculo espiritual con la naturaleza y sometida ésta a la exploración tecnológica y a la destrucción ecológica, el civilizado se llena de hechos efímeros existenciales, de inmediateces evanescentes, de novedades publicitadas, envejecidas en seguida, ausente, exacerbado el ego, sin participación ya en el inmenso ritmo cósmico. Es persona y no participante dinámico del orden universal, es decir, personoe, máscara de actor, sólo personaje en una desordenada e improvisada representación del indefinible absurdo que nos rige” (1993, p. 117).

Por ello, si la época de Freud puede ser conceptualizada como la era de la neurosis, la nuestra pueda ser insertada, además de la psicosis, bajo la égida de la psicopatía: del pathos (sufrimiento) de psyche (alma). La psicopatía con sus manifestaciones destructivas y su carencia de ley, orden y límites nos remite directamente al titanismo. Hemos traído lo titánico-prometéico a escena y hemos enviado a Eros, el principio de relación, de conexión y de intimidad (interna y externa) al exilio. Y es que Eros necesita tiempo de sedimentación, y tiempo es de lo que más carecemos: queremos más tiempo para matar el tiempo. Donde no hay eros, reina el poder, concluye Jung. Es decir, la psicopatía. Todos contenemos en nuestra naturaleza esta inferioridad psicopática capaz de irrumpir cuando nuestro “precio” es alcanzado: sea este precio traducido en poder, prestigio, dinero o placer. Realizando una impostación junguiana al terreno psicosocial, el analista junguiano, Adolf Guggenbühl-Craig, nos ejemplifica en su obra Eros on Crutches, las consecuencias del exilio de Eros: Si bien, un guerrero con Eros lucha en defensa de los valores que le son importantes y está presto a entregar su vida por salvar la de otros o por sus elevados ideales, un guerrero sin Eros, en cambio, es un mercenario brutal, un asesino en masa, un exterminador demoníaco.

Sin Eros, nos hemos convertido en máquinas omni-deseantes a fin de colmar el vacío que nos invade. Más, lejos de colmarse, los deseos cumplidos se precipitan al abismo, pues nuestros deseos no tienen una meta legítima. Carentes de un proyecto de vida, son deseos sin objeto. No son motivados por Ananké (Necesidad natural que determina la vida psíquica desde el comienzo) sino que surgen de las necesidades artificiales impuestas por el fantasma del consumismo que nos subyuga bajo una forma vacía e inescapable de seducción.

Exiliados de nuestra interioridad, surge en el hombre contemporáneo un renovado interés por la religión. La palabra religión procede del latín “religare,” que significa re-conectar. Sin embargo, literalizamos la necesidad de reconexión con nuestra interioridad escindida buscando nuevos dioses o renovando los viejos. Por ello, Kristeva concluye que esta aparente religiosidad “más que surgir de una búsqueda legítima, parece, más bien, producto de una pobreza psicológica que provee la fe de un alma artificial con miras a poder reemplazar a la subjetividad mutilada.”Como todo lo relativo al postmodernismo, también esos intentos de religiosidad han asumido un matiz “light” y se han ubicado bajo el edulcorado término de “New age”, nueva era. Dentro del marco de la irracionalidad que nos domina, aquello incapaz de ser representado o aprehendido conceptualmente como lo sublime (Kant-Lyotard) o lo numinoso (Jung) adquiere una enorme importancia simbólica en el pensamiento postmoderno. En consecuencia, las formas religiosas moldeadas por lo sublime como el misticismo parecen encontrar ecos sonoros en nuestros tiempos.

Paralelamente, podemos observar otra situación que está teniendo lugar en la actualidad: en un intento por protegerse de la angustia traída por la diversidad y pluralidad de discursos, saberes y valores, la conciencia condicionada culturalmente al pensamiento monoteísta, al borde del colapso, adopta reglas rígidas e inflexibles traducidas en un fundamentalismo que no es otra cosa más que la afirmación de la “absolutización de lo relativo.” Como consecuencia de la ausencia de mediaciones dialécticas imposibilitada por el exilio de Eros, surge la sombra del poder y, con la misma, la polarización bien-mal, con sus conocidas (y experimentadas) nefastas consecuencias: la historia universal (y local) reciente ha sido ejecutor y testigo del resultado de este estado de unilateralidad, de sectarismo. Las “grandes narrativas” que declaramos inoperantes vuelven a levantarse de las cenizas y los textos sagrados buscan recobrar un lugar regente a fin de determinar el curso del desarrollo y las metas del hombre. Pese a que el fundamentalismo religioso es el ejemplo más claro de la reafirmación de las grandes narrativas frente a las tendencias culturales inaceptables (relativismo moral) no es la única forma de fundamentalismo: podemos hablar también de un fundamentalismo político, ecológico, moral-secular, etc. Las ansiedades paranoicas son despertadas bajo el clima de terror y sospecha imperante en la era del terrorismo. En consecuencia surge una paradoja: aunque el individuo postmoderno muestra un marcado cinismo frente a las instituciones oficiales, al mismo tiempo, cree firmemente en la existencia de conspiraciones por parte organizaciones secretas políticas, militares, industriales, etc. que imagina controlan no sólo las instituciones significantes (gobierno, prensa, mercados) sino la existencia misma de los ciudadanos.

EL PAPEL DEL ESPACIO ANALÍTICO EN NUESTROS TIEMPOS

Si bien la tecnología no nos deja desamparados al ofrecernos la más diversa variedad de psicofármacos, a la vez, esos “paraísos artificiales” sólo perpetúan el problema cartesiano al atender el cuerpo y no el alma.

El espacio analítico tiene un papel fundamental en la recuperación del alma producto de estos tiempos de vacuidad y exceso: ofrece el témenos (espacio sagrado) a fin de que el hombre se re-encuentre con su intimidad perdida y pueda redimir su visión de la vida carente de interioridad. Es el lugar capaz de invitar la reflexión con miras a conducir el caos, a un cosmos y a un nuevo orden.

REFERENCIAS:

– Baudrillard, J. (1994) Simulacra and Simulation. Traducido por Sheila
Faria Glaser. The University of Michigan Press.

– Baudrillard, J. (2002) La ilusión vital. Siglo XXI de España Editores S.A.

– Beckford, J (1993) “Religion, Modernity and Post-Modernity” en B. R. Wilson (ed.), Religion: Contemporary Issues. London: Bellew.

– Jung, C. G. 1979) Collected Works. Sir H. Read, M. Fordham, G.Adler and W. McGuire (eds.), 20 vol. Princeton, N.J.: Princeton University Press (Bollingen Series XX).

– Kristeva Julia (1995) New Maladies of the Soul. Traducido por Roos Guberman. New York: Columbia University.

– Liscano, Juan (1993) La tentación del caos. Caracas: Alfadil Ediciones.

– Nietzsche, F (1991) El nacimiento de la tragedia. Traducido por Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Alianza Editorial.

– Nietzsche, F (1992) La Ciencia Jovial. Traducido por José Jara. Caracas: Monte Avila Editores.

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