En la mente de Carl Jung – Juan Arnau

JUAN ARNAU

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Carl Jung en Küsnacht, 1949. Kessel (Getty)

Juan Arnau es ensayista, astrofísico y doctor en filosofía sánscrita, es autor de La invención de la libertad (Atalanta). Este artículo se tomó del diario El País de España, publicado el 9 de diciembre de 2016.

El inconsciente colectivo cumple 100 años, aunque al parecer lleva funcionando desde el origen de los tiempos. La idea la formuló Carl Jung en 1916, inspirado en el inconsciente personal de Freud. Frente al creciente individualismo urbano, fue invención campesina, del hijo de un párroco rural que creció al abrigo de los bosques y las montañas. El inconsciente colectivo es algo así como una patria común y desconocida, se manifiesta aquí y allá, entonces y ahora, y es razonable pensar que lo seguirá haciendo. Para desarrollar la idea, Jung, de quien Trotta acaba de culminar su Obra Completa en 18 volúmenes con la publicación de Investigaciones experimentales, utilizó el concepto de arquetipo, una imagen que pertenece al tesoro compartido de la humanidad, que sobrevuela los climas y las épocas y que, siendo arcaica y primordial, puede adherirse al individuo sin pasar por una cultura particular. El arquetipo es una imagen con alto contenido emocional que nos ayuda en nuestra educación sentimental y a ordenar los tipos humanos. Ahora que las emociones vuelven a estar de moda (quizá porque la hora del puritanismo ha tocado a su fin, quizá porque resultan rentables en este capitalismo tardío que nos ha tocado vivir), es buen momento para hablar de ellas.

El poder del arquetipo no radica únicamente en la emoción, sino en que expresa al mismo tiempo un instinto biológico y espiritual (desvelado en el símbolo). De ahí su vinculación con la imaginación y su capacidad para raptar la voluntad. La tendencia humana a formar arquetipos es tan natural como la de los pájaros a construir nidos. Los arquetipos no se enseñan en las escuelas, sino que venimos con ellos al mundo (el viejo tema del innatismo). Son la expresión instintiva de la especie. Sus formas y figuras son interminables, nunca llegaremos a comprenderlos del todo y, aunque llegásemos a identificarlos, no agotaríamos sus significados. Se encuentran en las mitologías, los cuentos y las leyendas antiguas, pero también en las fantasías de hoy. Impresionan y fascinan porque pertenecen a la estructura heredada de la psique y porque, en un nivel más profundo, son órganos de percepción psíquica esenciales para el desarrollo espiritual. Para Jung la sabiduría consiste en armonizar lo consciente y lo inconsciente. Esa es la misión trascendente de la psique, el fin último del individuo: la superación del yo y la conquista del sí mismo (Selbst). Una conciliación de los opuestos que encuentra expresión simbólica en el Niño, el Círculo o el Mandala.

Jung no fue un escritor de la talla de Freud, tampoco fue un filósofo o un teólogo, sino un médico preocupado por las afecciones psíquicas. Consideraba que el alma era religiosa por naturaleza y que las neurosis de la madurez se debían al olvido de esa condición original. Como investigador científico, tenía prohibido hablar de Dios, y aunque fue un disidente de las religiones dogmáticas, nunca ocultó sus experiencias inmediatas con “algo que vive y permanece bajo el eterno cambio”. Como William James, fue sensible a los abismos que acechan a la psique, al aspecto perturbador y oscuro del inconsciente colectivo, que ponían de manifiesto que no siempre es posible controlar el propio itinerario mental. Individualmente, la personalidad se desarrolla a partir de elementos inconscientes, mientras que en el ámbito histórico y colectivo, lo inconsciente pugna por llegar a ser acontecimiento. Jung estaba convencido de que el análisis de ambos procesos lo realizaba mejor el mito que la ciencia, y en este sentido fue, en la era del positivismo, un defensor del humanismo.

No fue un escritor de la talla de Freud, sino un médico preocupado por las afecciones psíquicas. La psique, con sus hondos abismos y alturas vertiginosas, aparece como un mundo inespacial que contiene una cantidad incalculable de imágenes, condensadas orgánicamente durante millones de años de evolución. Dentro de ese amplio panorama, la conciencia puede reconocer bien poco, y lo inconsciente constituye una influencia poderosa que puede apoderarse de la voluntad, arruinar la propia vida o transformar el mundo. Podemos interpretarlas mejor o peor, pero no podemos negar su influencia. Cuando Jung comprende que no puede tratar las psicosis latentes si no entiende su simbolismo, se consagra al estudio de la mitología. Descubre una serie de verdades que le acompañarán el resto de su vida: que el alma es más complicada e impenetrable que el cuerpo, que el alma no es un problema personal sino del mundo, que el peligro que a todos amenaza no proviene de la naturaleza sino del hombre y que es imprescindible que el psicoterapeuta se comprenda a sí mismo para curar al otro. En el análisis entra en liza todo el hombre y en las grandes crisis no se puede nadar y guardar la ropa, el médico ha de entregarse con todo su ser y en algunos casos no es posible la cura sin renunciar a uno mismo.

Durante años estudiará a fondo la alquimia, así como las tradiciones gnósticas y neoplatónicas. En ellas encontrará el principio femenino que no halló en el mundo patriarcal de Freud. Entonces constata que la psicología analítica concuerda con los mitos y arquetipos de la tradición alquímica. Para Jung los sueños, las visiones y los presentimientos no sólo compensan y equilibran la actividad de la vigilia, sino que dialogan con una “realidad” de la que no puede dar cuenta la causalidad física, sino que depende de los procesos arquetípicos del inconsciente. El tiempo deja de ser abstracto y homogéneo y, como en Bergson, pasa a convertirse en una entidad cualitativa: épocas negras, periodos brillantes. En el inconsciente colectivo se relaja la rigidez del espacio y del tiempo, lo que hace posible el fenómeno de la sincronicidad, que descubre tras el suicidio de un paciente y sobre el que profundizará en su relación epistolar con el premio Nobel de Física Wolfgang Pauli (una amistad que merecería un artículo aparte). Como en la mecánica cuántica, entonces en ciernes, la sincronicidad supone un cuestionamiento radical de las concepciones tradicionales del espacio y el tiempo, hace posible que en lugares distantes aparezcan los mismos símbolos o estados psíquicos de manera simultánea. Algo que no es raro de observar en situaciones arquetípicas como la muerte.

Tras su enfermedad de 1944, Jung barajó la idea de que alguien en otro mundo meditaba su forma terrena. Un presentimiento que evoca ese “alguien me deletrea” del poema de Octavio Paz, o aquel chamán del cuento de Borges que intenta crear un hombre soñándolo. Tuvo la sensación de que había alguien que adoptaba la forma humana para adquirir una existencia tridimensional, “como quien se pone un traje de buzo para sumergirse en el mar”. En otro lugar dirá: “No somos nosotros los que hacemos un sueño o un accidente, sino que surge de algún lugar a partir de sí mismo”. El inconsciente era el generador de la persona empírica, siendo aquel el espíritu rector (lo real) y éste una ilusión.

Durante años estudiará a fondo la alquimia, así como las tradiciones gnósticas y neoplatónicas. En ellas encontrará el principio femenino que no halló en el mundo patriarcal de Freud. Entonces constata que la psicología analítica concuerda con los mitos y arquetipos de la tradición alquímica. Para Jung los sueños, las visiones y los presentimientos no sólo compensan y equilibran la actividad de la vigilia, sino que dialogan con una “realidad” de la que no puede dar cuenta la causalidad física, sino que depende de los procesos arquetípicos del inconsciente. El tiempo deja de ser abstracto y homogéneo y, como en Bergson, pasa a convertirse en una entidad cualitativa: épocas negras, periodos brillantes. En el inconsciente colectivo se relaja la rigidez del espacio y del tiempo, lo que hace posible el fenómeno de la sincronicidad, que descubre tras el suicidio de un paciente y sobre el que profundizará en su relación epistolar con el premio Nobel de Física Wolfgang Pauli (una amistad que merecería un artículo aparte). Como en la mecánica cuántica, entonces en ciernes, la sincronicidad supone un cuestionamiento radical de las concepciones tradicionales del espacio y el tiempo, hace posible que en lugares distantes aparezcan los mismos símbolos o estados psíquicos de manera simultánea. Algo que no es raro de observar en situaciones arquetípicas como la muerte.

Cuando se aproximaba su muerte, Jung pudo hablar con más libertad de sus visiones y, como los antiguos profetas, insistió en su belleza e intensidad. ¿Es razonable pensar que fue un charlatán? Hay indicios suficientes para responder negativamente a esta pregunta. Cuando emergía de dichas experiencias, la ciencia le parecía “un lúgubre sistema de celdas y un horrible disparate”. Tenía entonces la sensación de que la vida era sólo “un fragmento de la existencia” y lamentaba que la razón crítica hubiera hecho desaparecer el sentido de la trascendencia, dado que el individuo moderno sólo se identifica con su parte consciente. Mantuvo cierto escepticismo respecto a los mitos, de los que “no podemos saber si tienen alguna validez por encima de su valor de proyecciones”, e insistió en la fragilidad de las certezas y lo limitado de la condición humana. Le interesaron los fantasmas, pero dejó abierta la cuestión de si debían identificarse con el muerto o eran una proyección del vivo. Tenía claro que tras la muerte no se desvelaba el enigma de la existencia, pues los muertos preguntaban como nosotros, y aunque admitió que no todo el mundo necesitaba la inmortalidad, creyó necesario formarse una opinión sobre el asunto. Renunció a poner por escrito sus “revelaciones”, reconociendo simplemente que vivía en un mito que le permitía plantear dichas cuestiones. Jung tuvo claro, como el budismo, que somos el vector donde confluye el patrimonio de nuestros antepasados y que, cuando muramos, nuestros hechos nos seguirán. Que nuestra psique continúe existiendo tras la muerte no implica necesariamente que algo de nosotros se conserve eternamente. Asumió que cada ser humano es una pregunta dirigida al mundo y que él debía aportar su propia respuesta.

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