El matrimonio considerado como relación psicológica – C.G. Jung

CARL GUSTAV JUNG

Carl Gustav Jung (1875-1961), médico psiquiatra y psicólogo, figura clave en la etapa inicial del psicoanálisis. Posteriormente fue el fundador de la escuela de Psicología Analítica. Pionero de la psicología profunda y uno de los estudiosos de esta disciplina más ampliamente leídos en el siglo XX, su abordaje teórico y clínico enfatizó la conexión funcional entre la estructura de la psique y sus manifestaciones culturales. Esto le impulsó a incorporar en su metodología nociones procedentes de la antropología, la alquimia, los sueños, el arte, la mitología, la religión y la filosofía. Aunque Jung no fue el primero en dedicarse al estudio de la actividad onírica, no obstante, sus contribuciones al análisis de los sueños fueron extensivas y altamente influyentes. Este artículo es una transcripción del capítulo del mismo nombre que se encuentra en la publicación La psique y sus problemas actuales, publicado en Santiago de Chile, por la Editorial Zig-Zag.

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El matrimonio como relación psicológica es un problema complicado. Está constituido por toda una serie de realidades subjetivas y objetivas, en parte, de naturaleza muy heterogénea. Como me quiero limitar al aspecto psicológico, tendré que excluir, en lo esencial, las realidades de naturaleza jurídica y social, a pesar de que ellas influyen sobremanera la relación psicológica entre los esposos.

Al hablar de relación psicológica presuponemos la consciencia. No existe una relación psicológica entre los hombres que se hallen en estado inconsciente. Desde el punto de vista psicológico, no guardan relación alguna. Y desde otro punto de vista cualquiera, por ejemplo, fisiológico, pudieran estar en relación, pero nunca podría llamarse psicológica. La supuesta inconsciencia total no se da en esa medida; sin embargo, existen inconsciencias parciales de amplitud considerable. Y en la medida en que estas inconsciencias existen, queda restringida la relación psicológica.

En el niño la conciencia surge de las profundidades de la vida anímica inconsciente, a la manera de islas disgregadas que poco a poco se agrupan formando un «continente», una conciencia conexiva totalizadora. El proceso evolutivo del avance espiritual no significa otra cosa sino la expansión de la conciencia. En el momento en que se produce una conciencia conexiva se da la posibilidad de una relación psicológica. Conciencia, según nuestras posibilidades de entender, es siempre conciencia del yo. Para tener conciencia de mí mismo tengo que poder diferenciarme de los demás. Sólo allí donde está diferenciación existe puede tener lugar una relación. Y, aunque la diferenciación se establece con carácter general, normalmente esta diferenciación ofrece lagunas en las cuales se encuentran, acaso, amplios dominios en la vida psíquica, en un estado inconsciente. No se da diferenciación alguna respecto a los contenidos inconscientes, y por eso en sus dominios no es posible establecer relación ninguna; domina el estado inconsciente de los comienzos, con una identidad primitiva del yo con los demás, lo que quiere decir una absoluta falta de relación.

El joven casadero posee conciencia del yo (la muchacha, por lo general, más que el muchacho). Pero no hace mucho tiempo que ha surgido de las nieblas de la inconsciencia originaria. Por eso posee todavía amplios dominios que duermen a la sombra del inconsciente y que excluyen, en su extensión, el establecimiento de una relación psicológica. Prácticamente, esto quiere decir que el joven no posee más que un conocimiento incompleto de los demás y de sí mismo, y que no puede darse cuenta, más que de una manera insuficiente, de los motivos de los demás y de los suyos propios. Por lo general, actúa por motivos, en su mayor parte, inconscientes. Claro que subjetivamente se figura ser muy consciente, porque siempre sobreestimamos los contenidos conscientes que poseemos, y resulta un descubrimiento sorprendente de la mayor importancia que aquello que nosotros consideramos como una cima al fin escalada no sea, en realidad, más que el primer peldaño de una escalera muy larga. Cuanto mayor sea la amplitud de lo inconsciente tanto menos libertad habrá para el matrimonio, lo que subjetivamente se hace sentir con la fuerza del sino que se manifiesta en el enamoramiento. Allí donde no hay enamoramiento puede actuar también una fuerza, aunque en formas menos agradables.

Las motivaciones, todavía inconscientes, son de naturaleza personal y general. En primer lugar, motivos procedentes de la influencia de los padres. En este aspecto lo que condiciona al joven es su relación respecto a la madre, y a la joven, su relación respecto al padre La intensidad del vínculo con los padres es lo que influye, en primer lugar, de manera inconsciente, en la elección de esposo, ya sea favoreciéndola o dificultándola. Un amor consciente hacia el padre y la madre favorece la elección de un esposo o esposa, parecidos al padre a la madre, respectivamente. Un enlace inconsciente (que no es forzoso que se manifieste conscientemente e forma de amor) dificulta semejante elección y fuerza notificaciones peculiares. Para comprender esto tenemos que saber en qué se apoya ese enlace inconsciente con los padres y bajo qué circunstancias modifica la elección consciente, y a veces la impide. Por lo general, toda aquella vida que los padres pudieran vivir y que por razones especiosas fue sofocada por ellos, se transmitirá en forma invertida a los hijos, es decir, que estos últimos serán empujados inconscientemente en una dirección que tenderá a compensar aquello que no fue colmado en la vida de los padres. Así ocurre que padres hipermorales engendran hijos inmorales, y que un padre sin sentido de la responsabilidad y ocioso tiene un hijo dotado de una ambición enfermiza. El inconsciente artificial de los padres produce las peores consecuencias. Así, una madre que se mantiene artificiosamente inconsciente, para no perturbar las apariencias del matrimonio feliz, encadena inconscientemente al hijo, en cierta manera como substitutivo del marido. En consecuencia, el hijo cuando no es derivado hacía la homosexualidad, es forzado a ciertas modificaciones en la elección que, propiamente, no le corresponde. Se casará con una joven que sea manifiestamente inferior a su madre, para que no pueda competir con ella, o será víctima de una mujer despótica y de carácter exigente, que lo desligará de la madre. La elección puede hacerse libremente, sin estos influjos, caso de que el instinto se mantenga vigoroso; sin embargo, esos influjos se harán sentir, tarde o temprano, como entorpecimientos. Una elección más o menos instintiva habría de ser la mejor desde el punto de vista de la conservación de la especie; pero desde el punto de vista psicológico no siempre es feliz, porque a menudo existe una gran distancia entre la personalidad puramente instintiva y la personalidad individualmente diferenciada. En un caso semejante, la raza podrá ser mejorada o renovada por una elección puramente instintiva, pero a costa, acaso de la felicidad individual (el concepto «instinto» no es más que un concepto totalizador de todos los factores orgánicos y psíquicos posibles, cuya naturaleza nos es, en su mayor parte, desconocida).

Si consideramos al individuo únicamente como instrumento para la conservación de la especie, la elección puramente instintiva es, sin duda, la mejor. Pero, como sus fundamentos son inconscientes, no es posible que sobre ella se establezca más que un tipo de relación impersonal, como lo hemos podido observar entre los primitivos. Si cabe hablar entre éstos de relación, será una relación distante y pálida, de naturaleza claramente impersonal, completamente regulada por costumbres y prejuicios tradicionales, modelo de todo matrimonio convencional.

En la medida en que la razón, la habilidad o el cuidado amoroso de los padres no haya arreglado el matrimonio del hijo y en la medida, también, en que el instinto primitivo del niño no se halle desvigorizado por una falsa educación o por el influjo secreto de complejos paternos, que asomaron y fueron descuidados, la elección de esposa ocurre en virtud de motivaciones instintivas conscientes. Inconsciencia produce indiferenciación, inconsciente identidad. La consecuencia práctica es que el uno supone en el otro una estructura psicológica similar. La sexualidad normal, como vivencia común y aparentemente encaminada a lo mismo, fortifica el sentimiento de unidad y de identidad. Este estado suele designarse como armonía completa y ensalzado como una gran dicha («Un corazón y un alma»), y con razón, porque la vuelta al estado primitivo de inconsciencia y a la unidad inconscientes es como un regreso a la infancia (de aquí los gestos infantiles de todos los enamorados), todavía más, una vuelta al seno materno, al mar, preñado de presentimientos, de una plenitud creadora, todavía inconsciente. Es una vivencia auténtica e innegable de lo divino, cuya omnipotencia disuelve y absorbe todo lo individual. Es una comunión auténtica con la vida y con el destino impersonal. La voluntad propia, que mira por sí misma, queda rota. La mujer se hace madre, el hombre padre y ambos pierden su libertad para convertirse en instrumento de la vida que avanza.

La relación permanece dentro de los límites de la finalidad biológica del instinto. Como éste es un fin de naturaleza colectiva, la relación recíproca psicológica de los esposos es, en lo esencial, de naturaleza colectiva, y no es posible considerarla, en sentido psicológico, como relación individual. Podemos hablar de una relación de este tipo cuando se conoce la naturaleza de las motivaciones inconscientes y queda anulada, ampliamente, esa identidad originaria. Raras veces, o nunca, un matrimonio deriva a la relación individual sin dificultades y sin crisis. No existe un «hacerse consciente» sin dolor. Las vías que conducen a la conciencia son diversas, pero guardan sus leyes. La transformación comienza, por lo general, cuando asoma la segunda mitad de la vida. El mediodía de la vida es una época de la mayor importancia psicológica. El niño comienza su vida psicológica en un marco reducidísimo: en el de la madre y la familia. Con la progresiva maduración se amplía el horizonte y la esfera del influjo propio. Esperanza e intención apuntan a la ampliación de la esfera personal de poder y de posesión, el deseo se vierte sobre el mundo en proporciones cada vez mayores. La voluntad del individuo se va identificando cada vez más con los fines naturales de las motivaciones inconscientes. Así, el hombre insufla a las cosas su propia vida, hasta que éstas comienzan a vivir por sí mismas, y a multiplicarse, acabando insensiblemente por sobrepasarle. Las madres son superadas por sus hijos, los hombres por sus creaciones, y aquello que se ha traído a la existencia penosamente, y acaso con el mayor esfuerzo, se nos escapa y no podemos contenerlo. Al principio fue pasión; luego obligación; por último, carga insoportable, un vampiro que ha chupado para sí la vida de su propio creador. El punto medio de la vida es el momento de mayor expansión, cuando el hombre se pone a la obra con toda su fuerza y toda su voluntad. Pero en este mismo momento nace la tarde, la otra mitad de la vida. La pasión cambia de cara y se llama deber, el querer se convierte en implacable tener, y los recodos del camino, que antes fueron ocasión de sorpresa y descubrimiento, se convierten en costumbre. El vino ha fermentado y empieza a clarear. Se desarrollan inclinaciones conservadoras, si todo marcha bien. En lugar de hacia adelante, volvemos muchas veces sin querer la vista hacia atrás, y empezamos a darnos cuenta de cómo se ha desenvuelto la vida hasta ahora. Se buscan los motivos reales y se hacen descubrimientos.

El estudio crítico de sí mismo y de su propio destino descubre al hombre su ver verdadero. Pero estos conocimientos no le vienen al hombre sin más. Se adquieren acompañados de fuertes conmociones. Como los fines de la segunda mitad de la vida son otros que los de la primera, mediante una perduración excesiva en la actitud juvenil se produce una disensión de la voluntad. La conciencia empuja hacia adelante, obedeciendo a su propia inercia; el inconsciente se aferra al pasado, porque la fuerza y voluntad para futuras expansiones se han agotado. Esta disensión dentro de uno mismo produce descontento, y como no tenemos consciencia de nuestro propio estado, se proyectan los motivos sobre el esposo. Así se produce una atmósfera crítica, condición previa imprescindible para la adquisición de conciencia. Este estado no se produce, por lo común, al mismo tiempo en los esposos. Ni el matrimonio más perfecto puede anular de tal forma las diferencias individuales que los estados de los esposos se identifiquen absolutamente. Generalmente, uno de ellos se acomodará más rápidamente al matrimonio que el otro. Uno de los esposos, apoyado en su relación positiva con los padres, experimentará pocas dificultades o ninguna en su adaptación al esposo, mientras que el otro se hallará impedido por un vínculo inconsciente profundo con los padres. Así, conseguirá más tardíamente su adaptación completa, y, por lo mismo que la ha alcanzado más difícilmente, la conservará más tenazmente. Los momentos que producen una dificultad típica, que desenvuelve su eficacia en el momento crítico, son, por una parte, la diferencia en el «tempo»; por otra, la diferencia en la amplitud de la personalidad espiritual. Con la expresión amplitud de la personalidad espiritual no quisiera provocar la idea de que se trata siempre de una naturaleza especialmente rica o magnífica. No es este el caso, en manera alguna. Lo que yo entiendo con esa expresión es más bien cierta complejidad de la naturaleza espiritual, equiparable a una piedra con muchas facetas, en contraposición con un simple cubo. Se trata de naturalezas polifacéticas, generalmente problemáticas, dotadas de unidades hereditarias psíquicas más o menos difícilmente conciliables. Adaptarse a naturalezas de este tipo, o que ellas se adapten a personalidades sencillas, es siempre difícil. Estos hombres con disposiciones en cierto modo disociadas, poseen, por lo general, la capacidad de separar durante largo tiempo los rasgos de carácter inconciliables, ofreciéndose así con aparente simplicidad, o puede ocurrir que su diversidad, su carácter deslumbrador constituya su atractivo especial. En semejantes naturalezas laberínticas, el otro puede perderse fácilmente, esto es, encuentra en ellas tal plenitud de posibilidades de vivencias diversas, que su interés personal se halla absolutamente entretenido, claro que no siempre en forma agradable, ya que su ocupación consiste, lo más a menudo, en seguir al primero en todos sus recodos y rodeos. De todas maneras, ello le acarrea tantas posibilidades de vivencia, que la personalidad sencilla se halla cercada y hasta captada por ella; queda absorbida por la personalidad más complicada y no ve más allá de ella. Es un fenómeno casi corriente: una mujer que, espiritualmente, se halla contenida en su marido, un hombre que, sentimentalmente, se halla contenido por su mujer. Podría designarse esto como el problema del que contiene y del que es contenido.

El que es contenido se halla, esencialmente, dentro del matrimonio. Se vierte completamente hacia el otro, no posee ninguna obligación ni ningún interés vincular hacia afuera. El aspecto desagradable de este estado, por lo demás ideal, es la dependencia inquietante respecto a una personalidad inabarcable y, por consiguiente, que no inspira confianza o seguridad absoluta. La ventaja es esa carencia de división propia, un factor nada despreciable en la economía psíquica.

El que contiene, que, en virtud de sus disposiciones disociadas, necesita especialmente lograr la unidad de sí mismo, en su amor indiviso hacia otro, será superado en el logro de este afán, que para él ha de ser naturalmente difícil, por la personalidad sencilla. Mientras que él va buscando en el otro todas las sutilezas y complicaciones que sirvan de doble y eco a sus propios pliegues, perturba la sencillez del otro. Y como la sencillez, en circunstancias normales, es una ventaja respecto a la complejidad, pronto tendrá que desistir de sus intentos de provocar en una naturaleza sencilla reacciones sutiles y problemáticas. Además, el otro, que, conforme a su naturaleza sencilla, busca también respuestas sencillas, pronto le dará quehacer, porque, al pretender y esperar respuestas sencillas, «constelará» las complejidades del primero (como se dice técnicamente). Este tendrá que retraerse, nolens volens, dentro de sí mismo, ante la fuerza convincente de lo sencillo.

Lo espiritual (el proceso de conciencia en general) significa para el hombre un esfuerzo tal que prefiere siempre lo sencillo, aunque no sea lo verdadero. Y sí, por lo menos, es media verdad, entonces sí que no resiste. La naturaleza sencilla es para la complicada como una habitación demasiado pequeña, donde apenas puede moverse. La naturaleza complicada, por el contrarío, ofrece a la sencilla un espacio demasiado amplío, así que ésta no se encuentra a sí misma. Resulta, pues, de una manera natural, que el complicado contiene o absorbe al simple. Aquél no puede disolverse en éste, sino que, por el contrario, lo envuelve y él no puede ser envuelto. Y como quizá siente una mayor necesidad de ser envuelto, se encuentra como fuera del matrimonio y desempeña siempre el papel problemático. Cuanto más se adhiere el que es contenido, tanto más se siente disparado el continente. Con este apego, el primero va penetrando, y cuanto más penetra, en tanto menor grado le será posible al segundo hacer lo mismo. Por eso, el que contiene otea siempre, más o menos, por la ventana, aunque al principio inconscientemente. Pero al llegar el mediodía de la vida despierta en él una fuerte nostalgia de aquella unidad e indivisión de la que tan necesitado está, en razón de su naturaleza disociada, y entonces ocurren cosas que hacen aflorar el conflicto en la conciencia. Se da cuenta de que está buscando un complemento, el estar contenido y ser indiviso, que siempre le faltaron. Este acontecimiento significa para el que es contenido, primeramente, una confirmación de aquella inseguridad penosamente sentida; encuentra que en la habitación reservada para él viven otros huéspedes indeseados, pierde la esperanza de la seguridad y esta desilusión le obliga a meterse dentro de sí mismo, a no ser que logre con esfuerzos violentos y desesperados, someter al otro haciéndole ver que su nostalgia de unidad no es más que una fantasía infantil o enfermiza. Si no consigue, esta victoria violenta, la aceptación de la renuncia le procura un gran bien, a saber: el conocimiento de que la seguridad que anduvo buscando en el otro tiene que encontrarla en sí mismo. Así se encuentra a sí mismo y descubre en su naturaleza sencilla todas aquellas complicaciones que el continente buscó en ella sin resultado.

Si el que contiene no se derrumba con la visión de lo que suele llamarse «yerro matrimonial», sino que cree en la íntima justificación de su anhelo de unidad, sufrirá un desgarramiento. No es la separación lo que cura una disociación, sino el desgarramiento. Todas las fuerzas que tienden a la unidad, todo ese sano buscarse a sí mismo, se levantará contra el desgarramiento, y así se dará cuenta de la posibilidad de una unidad íntima que anduvo buscando fuera. Hallará que su bien propio es el no estar dividido dentro de sí mismo.

Esto es lo que en el cénit de la vida ocurre frecuentísimamente, y en esta forma, la admirable naturaleza de los hombres nos fuerza al tránsito de la primera a la segunda mitad de la vida, la transformación de un estado en que el hombre no es más que instrumento de sus instintos naturales, en otro en que ya no es instrumento, sino él mismo, una transformación de la naturaleza en cultura, del instinto en espíritu.

Hay que guardarse de interrumpir mediante violencias morales este desenvolvimiento forzoso, porque procurarse una actitud espiritual mediante la división y represión de los impulsos es una falsificación. Nada hay más repugnante que una espiritualidad secretamente sexualizada. Es algo tan impuro como una sensualidad sobreestimada. Pero el tránsito es un camino largo y la mayoría quedan parados en él. Si fuera posible que el total desenvolvimiento psíquico, en el matrimonio y mediante el matrimonio, transcurriera en el inconsciente, como es el caso entre los primitivos, estas transformaciones tendrían lugar sin roces mayores y de manera más completa. Suele encontrarse entre los primitivos personalidades espirituales que inspiran veneración, como obras perfectamente maduras de un destino imperturbado. Hablo por experiencia propia. ¿Dónde encontrar entre los europeos de hoy figuras que no estén menoscabadas por alguna violencia moral? Seguimos siendo lo bastante bárbaros para creer todavía en la ascética y sus contrarios. Pero no es posible dar marcha atlas en la historia. Sólo podemos marchar hacia adelante, al la busca de aquella postura que nos permita vivir como nos señala el destino no mixtificado del hombre primitivo. Sólo con esta condición seremos capaces de no pervertir el espíritu con sensualidad o la sensualidad con el espíritu, ya que ambos tienen que vivir, puesto que el uno recibe su vida del otro.

El contenido esencial de la relación psicológica del matrimonio es este cambio, esbozado aquí tan brevemente. Mucho habría que decir acerca de las ilusiones al servicio del fin perseguido por la naturaleza, y que provocan aquellos cambios que caracterizan esta época de la vida. Esa armonía del matrimonio, propia de la primera mitad de la vida (si es que se produjo la referida adaptación) se funda esencialmente (como se pone de relieve después en la frase crítica) en proyecciones de ciertas imágenes típicas.

Cada hombre lleva consigo desde siempre la imagen de la mujer, no la imagen de esta mujer determinada, sino de una mujer determinada. Esta imagen es, en el fondo, una herencia inconsciente procedente de los primeros tiempos y entrañada en el sistema vivo, un tipo o arquetipo de todas las experiencias de los antepasados acerca de los seres femeninos, una decantación de todas las impresiones femeninas, un sistema heredado de adaptación psíquica. Aunque no hubiera mujeres podríamos deducir, en todo momento, partiendo de esta imagen inconsciente, de qué modo tendría que estar constituida psíquicamente una mujer. Lo mismo cabe decir de la mujer, pues también ella posee una imagen congénita del hombre. La experiencia nos enseña que, en realidad, se trata de una imagen de hombre, mientras que en el hombre es una imagen de Ja mujer. Como esta imagen es inconsciente, se proyecta también conscientemente en la figura amada, y constituye uno de los motivos más esenciales de atracción pasional o de repulsión. He calificado esta imagen como anima, y la cuestión escolástica de si la mujer tiene «ánima» me parece muy interesante, porque creo que esta pregunta no deja de tener su razón, puesto que cabe la duda. La mujer no tiene, en realidad, ánima, sino animus. El ánima posee un carácter erótico emocional y el animus un carácter razonador: de aquí que la mayoría de lo que los hombres suelen decir acerca de la erótica femenina y, en general, sobre la vida sentimental femenina, descansa en la proyección de su propia ánima y por lo mismo es certero. Las suposiciones y fantasías asombrosas de las mujeres acerca de los hombres se inspiran en el animus, que es inagotable en la producción de juicios ilógicos y de casualidades falsas.

El ánima y el animus se caracterizan por una diversidad extraordinaria. En el matrimonio, el que es contenido proyecta la imagen sobre el que contiene, mientras que éste, sólo en parte puede proyectar la imagen sobre el compañero. Cuando más claro y sencillo es aquél tanto más difícil es la proyección. En este caso, esa imagen, tan fascinadora, queda colgada en el aire, esperando ser colmada por un ser real. Existen tipos de mujeres que parecen creadas por la naturaleza para captar proyecciones de ánima. Hasta se podría hablar de un tipo peculiar. Tiene que ser ese tipo enigmático de esfinge; no con una vaga indeterminación en la que nada podría alojarse, sino una incertidumbre llena de promesas como el callar expresivo de Mona Lisa, joven y provecta, madre e hija, de castidad dudosa, infantil, y con una ingenua sagacidad que desarma (1). No todo hombre de verdadero espíritu puede servir de animus, porque a éste no le hacen falta tanto las buenas ideas como las buenas palabras, preñadas de sentido, en las que podemos alojar muchas cosas no expresadas. También debe ser algo incomprendido o, por lo menos, hallarse en cierta medida en oposición con las gentes, para que pueda tener cabida la idea de sacrificio y entrega.

Será un héroe equívoco, con posibilidades, sin que sea seguro que la proyección del animus no encuentre un héroe real mucho antes que el tardo entendimiento del hombre de inteligencia media (2).

Lo mismo para el hombre que para la mujer, en cuanto continentes, el cumplimiento de esta imagen resulta una vivencia preñada de consecuencias, porque aquí se ofrece la posibilidad de encontrar respuesta a la complejidad propia con una multiformidad correspondiente. Aquí parecen asomar los espacios en que uno se puede sentir, a la vez, cercado y cercador. Digo expresamente «parece» porque es una posibilidad equívoca. Así como la proyección del animus de la mujer adivina efectivamente a un hombre importante desconocido por la masa, y todavía más, le ayuda a cumplir su misión propia mediante una colaboración moral, así también el hombre, merced a la proyección del ánima, puede descubrir la femme inspiratrice. Pero, más frecuentemente acaso, es una ilusión con consecuencias destructivas. Un fracaso, porque la fe no fue lo bastante fuerte. Debo decir a los pesimistas que en estas protoimágenes anímicas residen valores positivos extraordinarios; mientras que a los optimistas tengo que prevenirlos contra fantasías deslumbradoras y la posibilidad de los despistes más absurdos.

No hay que entender esta proyección como una relación individual y consciente. En primer lugar, porque no lo es. Produce una dependencia forzosa sobre la base de motivos inconscientes, pero que no son biológicos, Rider Haggard nos muestra en su She el sorprendente mundo representativo que se halla a la base de la proyección del ánima. En lo esencial, se trata de contenidos espirituales, con disfraz erótico a menudo, trozos patentes de una mentalidad mitológica primitiva, constituida por arquetipos, cuya totalidad constituye el llamado inconsciente colectivo. Por eso, semejante relación, si bien se mira. es colectiva y no individual (Benoit, que ha creado en L’Atlantide una figura que coincide con She hasta en los detalles, niega el plagio de Rider Haggard).

Si a uno de los dos esposos le sobreviene una tal proyección, a la relación biológica colectiva se le enfrenta otra relación espiritual colectiva, que ocasiona el desgarramiento, arriba descrito, en el esposo continente. Si logra mantenerse firme se encontrará, a través del conflicto, a sí mismo. En este caso esa proyección, peligrosa en sí misma, le ha ayudado a pasar de una relación colectiva a una relación individual. Lo que quiere decir tanto como la plena conciencia de la relación en el matrimonio. Como la finalidad de este ensayo es una explicación de la psicología matrimonial, cae fuera de nuestro objeto la psicología de las relaciones de proyección. Me limito a mencionar el hecho.

Apenas si se puede tratar de la relación psicológica en el matrimonio sin mencionar, aunque no sea más que en forma indicadora, la naturaleza del tránsito crítico, corriendo, claro está, el peligro de ser mal comprendido. Como se sabe, no suele entenderse psicológicamente lo que no se ha experimentado por sí mismo. Pero este hecho no impide a nadie poseer el convencimiento de que su juicio es el único verdadero y competente. Este hecho extraño se explica por la sobreestimación forzosa de los contenidos de conciencia de cada momento (sin esta acumulación de la atención dejaría de ser consciente). Así sucede que cada edad de la vida posee su verdad psicológica, su verdad programática por decirlo así, y también cada etapa del desenvolvimiento psicológico. Hasta existen etapas que sólo los menos alcanzan a transitar lo que es cuestión de raza, familia, educación, dotes y pasión. La naturaleza es aristocrática. El hombre normal es una ficción, aunque existen ciertas regularidades de carácter general. La vida anímica es un desarrollo que puede detenerse en las más bajas fases. Es algo así como si cada individuo poseyera un peso específico propio, subiendo o descendiendo a aquel plano adecuado para él. Y a este tenor se constituyen sus ideas y convicciones. No tiene que extrañar pues, que la gran mayoría de los matrimonios alcancen su pináculo psicológico con el mero destino biológico sin daño alguno para la salud espiritual y moral. Pocos relativamente, abocan en una profunda falta do unidad consigo mismos. Si prevalece la indigencia, el conflicto no adquiere tensiones dramáticas, por falta de energía. Pero paralelamente a la seguridad social, sube la inseguridad psicológica, al principio inconscientemente, ocasionando neurosis, o conscientemente, ocasionando separaciones, disputas, divorcios y demás «yerros matrimoniales». En etapas más elevadas se dan todavía nuevas posibilidades psicológicas de evolución, que alcanzan la esfera religiosa, y donde espera su fin al juicio crítico.

A todas estas etapas puede seguir una tregua duradera, con completa inconsciencia de aquello que una etapa superior podría traer consigo. Y, por lo general, el acceso a la etapa siguiente suele estar impedido por violentos prejuicios y por temor supersticioso, lo que es muy conveniente, ya que un hombre que se viera casualmente en la posibilidad de vivir en una etapa demasiado alta para él se convertiría en un perturbado perjudicial.

La naturaleza no sólo es aristocrática, sino también esotérica. Pero ningún hombre de seso se dejará seducir por el afán de poseer secretos, porque sabe demasiado bien que no es posible averiguar el secreto de la evolución psíquica, sencillamente, porque este desenvolvimiento es cuestión de la capacidad de cada uno.

NOTAS

(1) Excelentes descripciones de este tipo en She, de Rider Haggard, y en L’Atlantide de Benoit.

(2) Buenas descripciones, nada más, del animus en Mary Hay: The Evil Vinegard; Elinor Wylie: Jennifer Lorn; A Sedate Extravaganza; Selma Lagerlof: Gosta Berling.

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