Reseña sobre libro ‘Paranoia’ de Luigi Zoja – E. Galán Santamaría

LUIGI ZOJA

LibroZoja

Luigi Zoja es analista junguiano italiano, formado en el Instituto Jung de Zurich, del cual fue docente posteriormente. Su trayectoria se resume en este artículo. Autor de varias obras traducidas al castellano, entre otras esta de Paranoia: La locura que hace la historia. Trad, M.J. de Ruschi. FCE Ed., Buenos Aires, 2013. 567 páginas, de la cual Enrique Galán Santamaría hace una profunda reseña. Este documento fue tomado de la web de la Fundación Carl Gustav Jung de España y se publica con autorización del autor.

PRESOS DE LA CERTEZA

Luigi Zoja es un analista junguiano que proviene de las filas de la economía y la sociología. En nuestro idioma conocemos Drogas: adicción e iniciación, su primer libro, de 1985, publicado en 2003 por Paidós Ed. Paranoia es el décimo de sus libros, dado a las prensas originalmente en 2011. Ha ocupado cargos de relevancia en el mundo junguiano, primero en su país, donde ha sido Presidente del Centro Italiano de Psicología Analítica (1984-1993), y luego como Presidente de la Asociación Internacional de Psicología Analítica (1998-2001), con un papel relevante en el desarrollo de la psicología junguiana en Hispanoamérica. En 2002 y 2008 fue reconocida su labor en EEUU, donde le tocó vivir el 11S del 2001 y del que editó un libro colectivo al respecto, recibiendo el Gradiva Award, que premia ensayos psicológicos.

Al conocedor de la literatura junguiana le resultará llamativa la originalidad de la obra de Zoja, que no puede ser adscrita a ninguna de las escuelas principales de psicología analítica tal como han sido descritas por A. Samuels (clásica, evolutiva, arquetipal y fundamentalista). Aunque tal vez sí pueda compararse con la obra más reciente de este analista inglés, que ha ido decantándose progresivamente por el análisis de la política y por la política del análisis. A fin de cuentas, como dice Zoja , “una de las tareas de la psicología debería consistir en recordarnos que el hombre es un ser social”.

Paranoia pretende señalar las “manifestaciones de la paranoia colectiva en la historia, […] en orden cronológico […y] desde una perspectiva sobre todo psicoanalítica. No podemos desarrollar todas las demás perspectivas, pero, no obstante, intentaremos tenerlas presentes. […] Buscamos un trastorno mental, la paranoia colectiva, o bien un contagio psíquico que influye a su vez en la política y la historia”. Por eso, “uno de los objetivos de este libro es ofrecer una ayuda, más que a la psicopatología, a la moral”.

El autor lamenta que “la mayor parte de las definiciones psiquiátricas de la paranoia se sitúen fuera de la historia”, cuando “la paranoia encuentra su alimento justamente en determinadas condiciones históricas y se manifiesta precisamente como una distorsión de la relación con el prójimo”. De este modo, “la paranoia colectiva cae […] en la categoría de los acontecimientos sin nombre. Carece de bibliografía, porque al no pertenecer ni a las disciplinas psicopatológicas ni a las histórico-políticas, no crea un campo de estudio específico. Creemos que es urgente rescatarla de este anonimato”. A fin de cuentas, “la paranoia ha hecho correr demasiada sangre como para dejársela a los psiquiatras”, porque es “la única enfermedad capaz de hacer historia”. Incluso más, “la paranoia […] podría afirmar con todo derecho ‘la historia soy yo’”

Basta con leer al primer historiador occidental, Heródoto, para verificar que la “visión desconfiada y agresiva de las relaciones entre los pueblos no constituye una lectura posible de la historia. Corresponde al origen mismo de la historia”. Es decir, la propia historiografía está afectada de esta psicopatología.

El programa de Luigi Zoja es pues seguir la pista de la paranoia colectiva, de carácter histórico-cultural y resultado de una educación, cernir esa “convicción colectiva basada en premisas erróneas” y altamente contagiosa, a través de la cual “una sociedad o un grupo renuncian a su responsabilidad y proyectan toda su culpa en el ‘enemigo’”.

Guerra es padre de todos

El conocido dictum heraclíteo está sobradamente representado en las páginas de este libro fascinante, dada la cuidada información manejada con soltura, desde una perspectiva historiográfica que cuenta con diversas fuentes solventes para delimitar los fenómenos relevantes. La lista de muertos masacrados es espeluznante. Por dar algunos datos, conviene saber que en la conquista occidental de América, entre 1492 y 1633 desaparece más del 88% de los habitantes autóctonos, y que alrededor de 1700 sólo queda un 10%. En términos más gráficos, “la población nativa sumaba aproximadamente de 7 a 10 millones antes de la colonización y descendió a sólo 250.000 a fines del siglo XIX”.

Un siglo especialmente genocida a manos del colonialismo. Por ejemplo, en el Congo belga, esa gran finca autoadjudicada por Leopoldo II, “entre el inicio de la colonización (alrededor de 1880) y la Primera Guerra mundial […] se considera que murieron entre 3 y 5 millones de nativos”. Y en India, “en el último cuarto del siglo XIX, murieron entre 12.200.000 y 29.300.000 personas”. Es esta “tremenda destructividad que ha irradiado Occidente en el mundo: […] Queríamos llevar a Cristo, las ciencias y las artes al mundo. Lo hemos acompañado de colonialismo, guerras religiosas y raciales, genocidios y etnocidios”.

Pero la guinda no está en los ambientes exóticos creados por los orientalistas, sino en el propio centro de ese sistema cruel y cínico, en pleno siglo XX, con sus guerras mundiales y sus genocidios particulares en los sistemas totalitarios, denominados fascismos y comunismos, con una realidad que “vuelve macabro prácticamente el siglo entero y arroja a la nada entre 168 y 188 millones de vidas”. Teniendo en cuenta que “hasta fines del siglo XIX, las víctimas de todas las guerras habrían sino nada más que 6.860.000 personas”, podemos hacernos cargo de la destructividad que ha traído este siglo de las ideologías posteriores a la muerte de Dios. Se estaban aplicando en la metrópolis los mismos modelos usados en las colonias.

Se calcula que en la Primera Guerra Mundial hubo 15 millones de muertos y otros 20 de víctimas indirectas. Esa Gran Guerra que iba a acabar con todas las guerras, pero que sentó las bases de destrucciones futuras gracias al nacionalismo y el cinismo con que se cerró, mediante los célebres “14 puntos” del presidente Wilson y los tratados de “paz” que destruyeron tres imperios fragmentados en naciones artificiales y muchas veces bajo control colonial. La segunda guerra que le siguió inexorablemente traería otros 56 millones de muertos y muchos más afectados, con las “limpiezas étnicas, genocidios y esa forma de violencia racionalista enmascarada en la que degeneró el comunismo”.

Todo comenzó con el genocidio armenio de 1915, un etnocidio en toda regla que se llevó por delante más de 1.000.000 de almas, y hasta hoy negado por las autoridades turcas. Ese fue el modelo que siguió Hitler, que alardeaba de que ya nadie recordaba ese espanto para instaurar los suyos. Que seguían paso a paso la política destructiva de su gran adversario, Stalin, el “hombre de acero”, pues “el ‘trabajo totalitario’ y la ‘profilaxis paranoica’ de Stalin empezaron a funcionar casi una década antes que en el régimen del Führer”. Se calcula que entre 1917 y 1953 el régimen estalinista dejó un saldo de 54 millones de muertos internos, además de los que murieron en la II Guerra Mundial enfrentados al nazismo, no menos de 20.

En Ucrania murieron de hambrunas planificadas entre 3,5 y 10 millones de individuos, desapareció el 38% de los kazajos y el 90% de sus rebaños, y el Gran Terror de 1937-1938 dejó un balance de 12 millones de muertos. Los 28.000 individuos esclavizados en el Gulag en 1928 eran 2 millones en 1931 y 12 millones en 1953, cuando muere el gran paranoico “padrecito Stalin”, “el mayor criminal de la historia”, según Gilas, alguien que le conocía muy bien. Entre 1936 y 1937 se pasó de 1.000 a 350.000 condenas a muerte, entre otros los antiguos camaradas y la cúpula del ejército. Consecuente con un pensamiento paranoico, “el comunismo radical estaliniano proclama el renacimiento de toda la sociedad, lo cual implica la muerte de la sociedad precedente”. Un evidente “enemigo del pueblo”, expresión acuñada por el gran paranoico.

Frente a esa cifras espeluznantes podría pensarse que el genocidio hitleriano, entre 1933 y 1945, intensificado en 1942 con su “solución final” de la “cuestión judía”, fue un juego de niños. Haciendo su enemigo al internacionalismo socialista y comunista y al cosmopolitismo judío desde un nacionalismo mítico racista, la máquina nazi se planteó el exterminio de todos aquellos a quienes trató como enemigos de un pueblo descrito como raza aria. Fueron así humillados y liquidados los enemigos del régimen de todas las formas posibles. Socialistas, comunistas, pero también homosexuales, enfermos mentales o incurables, además de las comunidades de gitanos y judíos fueron exterminados metódicamente con todo tipo de razones paranoicas basadas en el darwinismo social, desarrollado por el ilustre primo de Darwin, Galton, medio siglo antes, para justificar la superioridad del hombre blanco adaptado al sistema capitalista como ganador.

Es conocida la cifra de judíos que, como enemigo principal del nuevo pueblo elegido, fueron pasto de la pasión genocida occidental, basada en tradiciones antisemitas bien consolidadas en Europa: 6 millones, de ellos la mitad polacos, y en un 50% eliminados fuera de los campos de exterminio. 50 millones de no judíos fueron liquidados en el mismo tiempo. Se había abierto la veda de la destrucción indiscriminada. La noción de guerra total no diferencia entre combatientes y civiles. Y “la guerra moderna tiende de pronto a volverse total, tanto porque los procesos económicos y tecnológicos de los que se nutre son totalizadores como porque es parte de una competencia global. Los estados modernos agregan a la guerra la ideología: los totalitarismos, de manera directa; los democráticos, a través del marketing del producto ‘guerra justa’”. No sólo la ideología, sino una verdadera industrialización burocrática del exterminio, como ejemplifica trágicamente el Holocausto por antonomasia.

La industria militar y la propaganda se consolidan durante la I Guerra Mundial y se despliegan poderosamente en la II. La guerra química y los ataques aéreos fueron los grandes inventos bélicos que permitían una extensión de la destrucción. Las mentiras, tergiversaciones y rumores a través de los medios de comunicación, moneda corriente. “La mentira sin freno, el uso de armas prohibidas, la violencia contra la población civil: todo eso se perfeccionará en la Segunda Guerra Mundial, pero ya se ha inaugurado en la Primera”. Fue en la guerra que asoló Europa entre 1914 y 1918 cuando “comenzó la trágica práctica de bombardear o arrasar hasta los cimientos las casas de los civiles de donde se pensaba que partían los disparos hostiles”.

El despliegue de la guerra aérea se intensifica en la II Guerra Mundial y hoy vemos su apoteosis aquí y allá, con un poder de destrucción mucho mayor. Se debe al genio cruel del general italiano Giulio Douhet su estrategia, expuesta en su obra El dominio del aire, elaborada entre 1921 y 1932. Este prohombre del terror “sostiene que la victoria se obtiene por medio de la ofensiva absoluta. [… Se trata de] prevenir los movimientos del enemigo, destruyéndolos de raíz. Es preciso anticiparse a los adversarios, aniquilarlos […] con una agresión concentrada, total y devastadora. [… Así] estaba sentando las bases de la guerra total y sus crímenes, que dominarán el siglo”.

La guerra aérea fue cantada por los poetas del fascismo italiano, D’ Annunzio y Marinetti. Y su cometido fundamental era y es aterrorizar a la población, bajo el concepto de morale bombing, cuyo fin es destruir la moral, acompañada de las noticias alarmistas que alimentan el pánico. Así, “intencionalmente se empezaba a atacar a la población civil”. Empezó Hitler en apoyo de Franco, bombardeando Guernica en 1937, y lanzando ya en la II GM los primeros misiles de la historia, fruto del trabajo de von Braun, que tantos servicios prestó a EEUU tras ella, sobre Londres. Pero pronto le siguieron los aliados: “los angloamericanos hicieron lo mismo que Hitler y Stalin. Manipularon a la ciudadanía para obtener su complicidad en una forma de ofensiva novedosa que estaba considerada criminal por las leyes de la guerra internacional, el ataque aéreo directo de la población civil”. Se planificó así la estrategia de bombardear los centros de las ciudades, con profusión de cimientos de madera, para provocar grandes incendios. Tal fue el caso de Hamburgo, bombardeado el 28 de julio de 1943, cuando ya la guerra estaba perdida por Hitler. Durante meses, de agosto de 1942 a marzo de 1943, Berlín fue bombardeada desde el aire. Y prácticamente terminada la guerra, en febrero de 1945, le tocó a Dresde, donde murieron 50 veces más personas que en el ataque a Guernica. Un mes después Wurzburgo fue reducida a cenizas. A causa de los ataques aéreos murieron 600.000 alemanes. Tras la guerra, 2/3 de ellos vivían en las calles. Y la deportación de alemanes desde los Sudetes, 15 millones de personas, es la mayor que se conoce.

Pero la apoteosis del horror aéreo se llamó Hiroshima. Cuando prácticamente Japón había capitulado ante EEUU ya finalizada la guerra europea, se decidió lanzar la novedosa arma radiactiva que aniquiló a 140.000 personas entre agosto y diciembre en esa ciudad. Tres días después se lanzó otra sobre Nagasaki, muriendo en el acto 26.000 personas y quedando afectadas 40.000. El imaginario de la muerte instantánea y los efectos de la radiactividad constituirá el núcleo paranoico de la Guerra Fría.

Una época en la que hubo bastantes guerras calientes, como las de Corea y Vietnam, y proliferaron las dictaduras de uno y otro signo en Latinoamérica, África y Asia, con miles de muertos y desaparecidos en estrategias de contrainsurgencia, como ejemplifica perfectamente Argentina, con 30.000 desaparecidos siguiendo un “programa inicial”, o la estrategia del camboyano Pol Pot, que en tres años y medio se deshizo, mediante hambrunas y tortura, de aproximadamente 2.000.000 de sus conciudadanos, la cuarta parte de la población. Volviendo a Europa, origen de todo este horror, Zoja afirma que “casi la totalidad de la Europa centro-oriental padeció pandemias paranoicas durante la primera mitad del siglo pasado, pero también, de manera más subterránea, durante la Guerra Fría y sus interminables postrimerías”. Basta pensar en los estados policiales que fueron los países del Este, con su comunismo realmente existente, y las dictaduras militares de España, Portugal y Grecia. Sin olvidar la carrera de armamentos, el mccarthysmo USA y la injerencia de este país en el Cono sur latinoamericano.

Destinos del poder

“Toda la historia de Occidente es un exceso, un mosaico de atropellos tanto a la Naturaleza como a los pueblos minoritarios. No obstante, su modelo ha sido adoptado en todo el mundo y ahora ya no se piensa más en ello”. Esta “tremenda destructividad que ha irradiado Occidente en el mundo” tiene un nombre: nacionalismo. “La idea de nación tal como la entendemos hoy le pertenece a Europa y a la modernidad. […] Se extendió por todo el mundo, [… dando lugar a] nuevas ocasiones de guerras entre los pueblos […por medio de] desconfianzas nacionalistas”.

El nacionalismo surge en paralelo con el colonialismo de la conquista española de América, se desarrolla fundamentalmente siguiendo las necesidades de la expansión capitalista, encontrando su formulación en el ilustrado siglo XVIII, y se hace mito gracias al romanticismo del XIX. Su idea principal es la homogeneización cultural. Desde la “limpieza de sangre” de los antisemitas Reyes Católicos, que crean el primer Estado moderno centralizado expulsando a las gentes del Islam y la Torá, hasta el “alma del pueblo” de los pensadores románticos, que alimentarán toda la mitología de la liberación, el nacionalismo necesita establecer una clara demarcación nosotros/ellos.

Ese “nosotros” se compone de racismo y suprematismo. Así, con el nacionalismo, ese “odio y desprecio transformados en valor colectivo”, se deshumaniza, hasta animalizarlos, a los adversarios, “ellos”, que pueden ser objeto de todo tipo de explotación y sevicias. Es la base del darwinismo social como ideología del libre mercado: “el más fuerte […] tiene libertad para aniquilar al más débil”. Un evolucionismo que permite “exterminar en nombre de la ciencia o de la fe”. Empezó en América Latina desde presupuestos católicos, se intensificó en Norteamérica con el puritanismo protestante, que se cree rígidamente en posesión de la verdad divina, continuó en un África esclavizada por los muy cultivados empresarios ingleses y siguió por una Oceanía “descubierta” por los exploradores europeos con el ánimo de apropiársela, para estallar finalmente en el corazón de Europa, devastada por la Primera Guerra Mundial en la lucha de las potencias por los mercados coloniales, en forma de nacionalsocialismo y su obsesión por la pureza racial. Así, “entre mediados del siglo XIX y mediados del XX, la convicción de la superioridad de los que se denominan arios, europeos o caucásicos llega a su culminación”.

El mecanismo para poder establecer esa “superioridad desconfiada” pasa por subrayar la “ajenidad” a través de todos los argumentos posibles, referidos a rasgos visibles e invisibles (antropología física, proyección de malas intenciones, inexistencia del alma, enfermedad incurable, maldad esencial, peligro espiritual, etc.), y justificar así la limpieza étnica y el genocidio. Un concepto propuesto en 1943 por R. Lemkin para describir prácticas de exterminio de una comunidad cultural, un etnos, con el objetivo de eliminar o aterrorizar a un enemigo real o imaginario, hacerse con sus posesiones o llevar a la práctica una ideología (teoría, fe o convicción). Lo fundamental es producir miedo y eliminar sin consideración a los “otros”. El genocidio es el modo nuclear en que la paranoia hace la historia.

El genocidio es el último paso de la paranoia colectiva, que empieza con la agresión al grupo definido como enemigo, sigue con su expulsión y desemboca en la destrucción. En el segundo paso ya hay una organización de la posible espontaneidad del primer paso. Las guerras de exterminio, pero también las purgas, los etnocidios y politicidios, se basan en este impulso genocida de la destrucción del diferente. Frente a la diversidad, “monoteísmo étnico”

Así pues, el miedo es el aspecto fundamental. El terrorismo, sea de Estado o marginal, lo tiene como vehículo fundamental para instaurar sus designios, que no son otros que la extorsión, el latrocinio, la dominación pura y simple a través del terror de las buenas gentes. Lo que conocemos por autoritarismo. Un autoritarismo que está en las antípodas de la autoridad. ¿Hubiera triunfado el nazismo si no hubiera sido un gansterismo de Estado? ¿Se hubiera desarrollado el estalinismo sin las purgas de los camaradas? ¿Existiría el dominio mundial si no se hubiera impuesto el capitalismo bajo el fuego de las cañoneras en las colonias?

Mientras que “los pueblos primitivos y los imperios no europeos le dan a la guerra un valor vinculado a la personalidad del jefe, ritual y simbólico”, la mente europea presenta “la nueva aspiración a no ser solo vencedores, sino también justos”. Es el mundo de la ideología, construida por sacerdotes, filósofos, hombres de Estado, aventureros sin escrúpulos, científicos sociales, artistas y, sobre todo, desde finales del XIX, los medios de comunicación.

El libro de Zoja ofrece muchas reflexiones útiles sobre los mass media. Como fenómeno contemporáneo, puede seguirse su evolución desde el periodismo amarillo, creador de “guerras de los periódicos”, como en la que España perdió Cuba, hasta la actualidad de la instauración de la mentira consentida que llamamos publicidad: “Después de la yellow press anglosajona, el segundo gran triunfo de la manipulación mediática fue el uso de la radio nazi-fascista y, casi contemporáneamente, de la comunista. En la actualidad se ha alcanzado una nueva frontera, que ya no está frente a nosotros sino que, con destreza persecutoria, nos circunda. […] El mass media propaga la nueva cultura paranoica soft”.

Lo vemos día a día: “sospechar, suponer complots, poner de manifiesto o inventar la destructividad subyacente a ciertos acontecimientos son todas funciones de los medios de comunicación. […] Los modernos medios de comunicación encauzan la paranoia, […] aumentan la asimetría entre la paz y la guerra, […] estructuralmente están más cerca de la guerra y de la muerte”. En suma, “la fast food informativa transforma cotidianamente al pueblo en plebe y lo expone al contagio de los lugares comunes de la paranoia”. Es la hora del populismo, la manipulación de las emociones.

Así pues, “en la actualidad las imágenes de la paranoia nos visitan a diario”. Vemos la desfachatez con la que los poderes económicos y políticos llevan adelante sus programas delictivos en total impunidad. La mentira ya no pasa factura. La prepotencia es la norma. Y cualquier respuesta agónica contra tanta ignominia es tachada gratuitamente de terrorismo, mientras el verdadero terrorismo, la implantación del terror para conseguir los fines de la dominación, queda envuelto en el aura de la virtud política, la realpolitik que justifica agresiones sin cuento.

Lo hemos visto con la guerra de Irak de 2003, decretada mediante mentiras por Estados Unidos, implicando a otros países y creando un desconfianza entre ellos. Una guerra preventiva que define un enemigo inexistente para generar una agresión desbocada. De este modo, el Proyecto para el Nuevo Siglo Americano, un plan de “política imperial” dado a la luz en junio de 1997, fue transformado en “Estrategia para la seguridad nacional” tras los atentados de las Torres Gemelas, elevando “la paranoia a criterio de evaluación de las relaciones internacionales” e instaurando una “legitimidad preventiva de ataques preventivos por una sospecha subjetiva”.

Así, “los años de la presidencia de Bush, coronados por una reelección, representan la victoria global contemporánea —a raíz del predominio estadounidense en la política internacional— de un estilo paranoico soft. […] El país más influyente en el equilibrio del mundo creó un precedente impresionante imponiendo […] la modificación de las normas internacionales, [… instaurando un] derecho a la sospecha [… que] impone la subjetividad de la paranoia […] como elemento resolutivo de los conflictos internacionales”. Queda así palpablemente demostrado que “si las sociedades totalitarias pueden entregarse a la paranoia de sus caudillos, también las democráticas pueden confiarse a un discurso político paranoico. […] El riesgo reside en que los ciudadanos de Occidente, advirtiendo con claridad cuán extraños y demenciales fueron los procesos mentales de Hitler y Stalin, crean que sus países están fuera de peligro. No es así”. Todo lo contrario. Sabemos que en 2005, cada londinense era filmado 300 veces al día, y que se intenta dirimir cualquier conflicto por la vía legal y sus conocidas trampas procedimentales, con una ratio de abogados/habitantes en USA de 1/900. Zoja habla de “Estado de paranoia”. Domina la desconfianza, mientras ideológicamente el sistema económico se basa en la confianza.

El resultado de todo ello es que “la masa desunida (molecular) posreligiosa, pospolítica, individualista y consumista de hoy en día vive en un vacío moral”. No sólo moral sino psicológico, pues presos de la sociedad del espectáculo, “mantenemos alejadas las imágenes interiores y los sentimientos intensos que traen asociados. No queremos vivir. Queremos mirar y escuchar cosas que imitan a la vida. Evitamos vivir una vida en primera persona”. Crece incluso la despersonalización, bajo la apariencia de un narcisismo rastrero, puro mimetismo e identificación social. Se conoce como “personalidad líquida”, un nuevo avatar de la vieja psicopatía/sociopatía. Es el reino de la irresponsabilidad.

Una apuesta por la vergüenza

Comenta Zoja, un centenar de páginas antes de finalizar su extenso libro, fascinante y tremendo, que “a pesar del océano de horrores que hemos atravesado en estas páginas, seguimos siendo relativamente optimistas”. Es el optimismo propio del psicoterapeuta que intenta transformar el sufrimiento en conocimiento, la tragedia en verdad. Por eso, sabiendo que “el pensamiento trágico y el pensamiento paranoico son incompatibles. Son opuestos” se ha propuesto desentrañar cómo la paranoia colectiva, esa “locura que hace la historia”, puede ser neutralizada desde una perspectiva trágica. Se trata, una vez más, de “comprender el mal”. Ese “mal que nos sale al encuentro, a cada uno de nosotros y al conjunto de la historia”.

Hemos atendido hasta ahora esa paranoia colectiva asociada a la guerra, pues “la actitud que lleva a la guerra y la que lleva a la paranoia colectiva están estructuradas de un modo básicamente análogo”. Se trata de una “superficie inclinada”, una desmesura que se inicia con el primer muerto. Es el “síndrome de Pándaro” que desencadena el conjunto de justificaciones que permiten ejercer la crueldad legitimada, ese “frenesí ‘paranoico’ impersonal”. Con su “agresividad, apuro y proyección […] la guerra se autoalimenta como la paranoia”. Es su “autotropismo”, esa “fuerza autónoma de multiplicación y de contagio”

Tal vez convenga ahora precisar cómo define Zoja la paranoia. Parte de la definición psiquiátrica de los autores convencionales (Bleuler, Jaspers) y de los manuales en uso, que intentan cernir la paranoia como síndrome psiquiátrico, que tiene una prevalencia mínima, un 0,03%, mientras que la paranoia social permea la historia y sus hitos. Por eso alerta el autor de que “tanto las definiciones clínicas de la paranoia como los estudios sobre su epidemiología contribuyen a una infravaloración que nos preocupa”.

El término ‘paranoia’ proviene de Sófocles, referido al engaño en que vive Edipo, y su sintomatología delirante se encuentra ya en el corpus hipocrático recogido bajo la categoría de melancolía como uno de sus síntomas. En la psiquiatría lo introduce en 1842 el médico romántico Heinroth como una monomanía, y tendrá un amplio recorrido conceptual, asociada al delirio de persecución y subrayándose siempre su aspecto lúcido y razonante. Eso hace de la paranoia un rasgo elusivo y ubicuo. Por ello “la paranoia es infinitamente más difícil de diagnosticar que otros trastornos mentales porque sabe disimularse tanto en el interior de la personalidad del paranoico, en su totalidad, que no es demencial en absoluto, como entre los sujetos circundantes. […] No sólo no se opone a la razón, sino que finge colaborar con ella”. Pero esa locura lúcida tiene una “coherencia absurda”, sean los clásicos delirios pasionales (erotomanía, celos, reivindicación) como los llamados delirios de interpretación y, el más clásico, el delirio de persecución, con su enorme agresividad basada en una certeza granítica, que está en el núcleo de la paranoia colectiva.

Dentro del psicoanálisis, la teoría clásica de Freud, elaborada a partir de las Memorias de un neurópata firmadas por el jurista Schreber, llama la atención sobre el mecanismo psicológico fundamental: la proyección de contenidos inconscientes propios sobre alguien, tratado de persecutor. Freud lo asocia en este caso con fantasías homosexuales referidas al padre. Será Melanie Klein y su escuela quienes harán de ese concepto un aspecto cardinal, en la llamada posición esquizo-paranoide, primera posición psíquica del bebé, hecha de escisiones y proyecciones de los contenidos penosos (odio, agresión) como defensa psíquica, y que en Bion alcanzará una abstracción mayor, asociándolo a los procesos de desintegración/integración mental y a los propios fundamentos del pensamiento.

Zoja retoma la propuesta kleiniana, y de este modo considera “la paranoia no tanto como una enfermedad, sino más bien como una posibilidad presente en todos nosotros: como un arquetipo, […] el pequeño Hitler en nuestro interior”. Es decir, “hay un potencial paranoico presente en todo hombre común, en todas las fases de su existencia, y cualquiera sea la sociedad en la que viva”. Por eso, “la paranoia, en su versión atenuada, se vende y se compra todos los días en medio de la multitud, no en los institutos psiquiátricos”. De ahí el enorme contagio que presenta.

Los rasgos de la paranoia personal, según nuestro autor, son los siguientes: soledad, sensación de ser poca cosa, megalomanía y envidia, sospecha, persecución, núcleo delirante y presupuesto de base falsificado, autotropismo, proyección persecutoria, secreto, iluminación interpretativa, obsesividad, prisa paranoica, rigidez, fragilidad y coherencia absurda. El paranoico parte de un “autoengaño originario” que hace de su núcleo central delirante algo “indiscutible e irreductible”, de ahí que “los procesos mentales del paranoico están dominados por la rigidez. Su mundo interior está petrificado. Su identidad depende por completo del exterior”. Su “coherencia absurda sobrevive compacta como sistema mental cerrado”. El autoengaño obliga a “sustituciones fantásticas”, sean voces interiores o rumores exteriores, partiendo de “premisas falsas pero irrevocables”.

Así, “el paranoico es impermeable a los hechos” y su fantasía “debe sustituir a la realidad; y no sólo en el mundo de la fantasía, sino también en la realidad misma”. Dada su desconfianza radical, “la lógica de la sospecha agota todas las alternativas”. Por eso “con la paranoia no se discute. Con ella no basta usar la lógica, la razón, el buen sentido.[…] Los argumentos que utiliza constituyen pasos lógicos: se basan en una premisa errónea que tiene la fuerza de una revelación religiosa, […] no es discutible. [… Constituye una] base dogmática asentada para siempre”. Utiliza para ello la circularidad, “la inversión de las causas” en un “sistema cerrado y autosuficiente”. Con razón, “la incapacidad de reírse es el indicador más antiguo de la paranoia”.

Esta rigidez propia de la paranoia se aviene muy bien con la inconsistencia psicopática. El dato empírico de nuestros días de gobernantes paranoicos y ciudadanos psicópatas es un signo más del vínculo que une estas dos afecciones, manifestado fundamentalmente en la estrecha relación entre paranoias de masas y psicopatías colectivas, pues “la paranoia de grupo está profundamente vinculada a comportamientos psicopáticos”. La lógica férrea del paranoico se acompaña de la lógica flexible, puramente reptiliana del psicópata, y la rigidez de los principios morales, claramente patológicos de aquélla, casa bien con su ausencia en ésta. Se complementan en un cóctel explosivo de contrarios. “La paranoia está convencida de tener una función moral fundamental, […] a la psicopatía, en cambio, le falta el sentido de la responsabilidad. La paranoia necesita ideas, […] no así la psicopatía. La paranoia tiene un importantísimo aspecto colectivo, […] la psicopatía es en general un fenómeno individual. [… Pero] la paranoia favorece a los psicópatas, y a menudo los elige y les confía los espacios de poder”. La paranoia colectiva, con el entusiasmo que genera, da forma al amorfo psicópata, de tal modo que si bien “la paranoia de grupo no nos transforma en psicópatas, [… sí] ocasiona una ‘suspensión psicopática’ del primado que debería conservar la moral en la personalidad”. El granito se rodea de gelatina.

Sin embargo, “la paranoia nace de una necesidad de verdad y de explicaciones”, presenta una “búsqueda obsesiva de justicia” e intenta “vencer en la batalla por la responsabilidad”. Es reo de la “nostalgia metafísica y la búsqueda desesperada de vínculos […] contra la soledad de la condición moderna. […] Pide la restitución de valores superiores, de trascendencia y de justicia, para contraponerlos a la gris monotonía de un mundo cuyo único objetivo consiste en la satisfacción de las necesidades consumistas”. Para ello intenta “imponer su autoridad por medio del miedo” y así “el paranoico tiene éxito porque produce miedo”. Por eso, “más allá de la circularidad entre la paranoia y la rigidez interpretativa de la ideología, existe otra entre la tiranía y la paranoia”.

Nuestro autor considera que hay un aspecto instintivo en la paranoia, asociada a la “prevención del peligro”, por lo que “la paranoia puede considerarse la persistencia de una función animal en nuestra mente”. Un animal social que en la paranoia colectiva reproduce las estampidas de los animales gregarios siguiendo la violencia ciega del plano inclinado. Precisamente por su aspecto instintivo es por lo que la paranoia se despliega sin freno en la modernidad. Debido a su énfasis en la individualidad, con su “microcosmos interior” y la “soledad existencial” que promueve, se produce “el debilitamiento de la pertenencia orgánica a un cosmos exterior”. Desde este punto de vista, el paranoico es un “superviviente del mundo premoderno que no logra adaptarse, […] le resulta particularmente difícil reconocerse como ‘algo aislado’ en una sociedad secularizada e indiferente a la metafísica. El paranoico no puede quedar aislado, […] es el sobreviviente de la condición originaria natural del hombre, que es un animal social”. Zoja señala así las “premisas modernas para la difusión de la paranoia”: debilitamiento de la religión, Ilustración y positivismo, democracia y vacío moral. De ahí el peligro de “la metamorfosis del pueblo en plebe” que supone el populismo. Es una regresión al gregarismo con su obediencia ciega: “la hora de los idiotas”, como describió certeramente Goebbels la situación alemana, esa “identificación de la masa con la ‘nación’ y de la sombra nacional (en el sentido junguiano) con el enemigo”.

Pero Zoja no pretende tanto “hacer valoraciones políticas o históricas directas” sino fortalecer a los individuos contra el contagio psíquico de la paranoia colectiva, cada vez más extendida gracias al populismo de los medios de comunicación, la apoteosis de la figura de la víctima como justificación de exigencias atroces que cercenan la libertad y que se materializan en un derecho paranoico, que legitima la guerra preventiva para exterminar a un enemigo inventado hecho de proyecciones. Para nuestro autor, “un gran desafío de los años por venir será el lograr mantener una capacidad de indignación en medio de la indiferencia de la masa y de la anestesia del consumo, que debería manifestarse en dos direcciones: un impulso a corregir lo daños provocados por los demás y al mismo tiempo avergonzarnos de nuestras transgresiones”.

Un anhelo arriesgado y con pocas probabilidades de prosperar. En primer lugar, porque “los acontecimientos de los cuales la humanidad debería avergonzarse utilizan motivaciones militares como pretexto”. En segundo, porque según revelaron los experimentos de Milgram y seguidores, “sólo una minoría no superior al 20% de la población (de cualquier clase) parece poseer los suficientes anticuerpos como para no contagiarse de un conformismo que denominamos paranoico”, pues “el conformismo de la mayoría es más fuerte que cualquier convicción moral del individuo”.

Partiendo de que “las patologías psíquicas más terribles y más verdaderas son […] acontecimientos morales”, y entendiendo que “el hecho de sugerir una terapia para un problema tan complejo sería poco realista, puede resultar útil evocar una vergüenza y un problema de conciencia porque todos hemos hecho, al menos alguna vez, en mayor o en menor medida, algún aporte a esta entidad maligna”. A fin de cuentas, “la vergüenza es un sentimiento muy simple, y si no es manipulado desde arriba, restituye una simple justicia a las relaciones sociales: equivale a una autocrítica instintiva por haber perturbado las mores […] de la sociedad”. Tal vez esa “vergüenza constituya la contracara de la contaminación maligna: si no un directo ‘contagio del bien’, el cual no es tan infeccioso como el mal, al menos un paso hacia una mayor conciencia”, pues “el mal es sobre todo contagio, contaminación psíquica” y “la banalidad del mal es sobre todo complicidad indirecta”.

No se trata, en consecuencia, de lamentar la existencia de la tiranía y la injusticia, o justificar desde una pretendida atalaya moral que se desprende de los recentísimos derechos humanos la barbarie de nuestros predecesores, como si estuviéramos inmunizados contra la desmesura paranoica, incluso perdonar al que no sabía. “Antes que perdonar queremos entender. El perdón es una cuestión individual. En cambio, el esfuerzo por comprender la paranoia —para no ser sus cómplices— es tarea de todos, […] pues un envenenamiento causado por la paranoia —aunque sea en dosis bajas, aunque sea latente— es algo que puede sucedernos a todos”. Es decir, “dentro de nosotros debemos continuar diciéndole no a las sospechas y a las alusiones”.

Paranoia. La locura que hace la historia empieza contándonos la historia de Áyax, alguien que “tiene un solo interés: ser reconocido como el más fuerte [… y que] parece no tener necesidad de los dioses. Rechaza su ayuda”. Frente a Odiseo, que “respeta y teme a los dioses porque los entiende” y que piensa “mucho y de distintas formas”, Áyax está “dominado por una única idea, sorda a la complejidad de lo humano.[…] La vida mental de Áyax está saturada de sospechas a punto de explotar. […] Su forma de vida es la soledad, […] la soledad alimenta las sospechas, y las sospechas hacen crecer el número y la importancia de los enemigos”. Lleno de desconfianza intenta zafarse de la incertidumbre aferrado a la certeza de estar rodeado de adversarios que construye con su imaginación calenturienta. Su locura es la soledad y la sospecha, y su ridícula sensación es la omnipotencia. Será castigado por ello.

El mundo corre hoy un peligro mayor que durante la Guerra Fría y su contención entre bloques. Los centros de poder se están desplazando mientras los poderosos, esos 85 individuos que acumulan la misma riqueza que la mitad de la población mundial, se creen en la más absoluta impunidad de sus desmanes. Ciegos de omnipotencia, despliegan este sistema económico cruel que determina la marcha de los pueblos. Dominando los resortes económicos, los medios de comunicación, los sistemas de vigilancia y la fuerza punitiva creen controlar el mundo desde un Occidente que ha impuesto su calendario y su “justicia”. En este imaginario, “Occidente llega así a las antípodas de la antigüedad trágica de la que partimos. Ese mundo que nos enseñaba que donde hay sufrimiento hay destino, no victorias y culpables. El destino llega siempre: no respeta nuestras reglas y nosotros no conocemos las suyas. Para hacerle frente, se puede recurrir a la identificación trágica y a la compasión, no a los tribunales”.

Pero la compasión se ha transformado en una industria y un espectáculo. La lógica paranoica, con su desconfianza y su certeza granítica, permea desde la gran ciencia a la política, la economía financiera e incluso la propia rebelión contra la tiranía. El autoengaño se recibe con alborozo a manos de la publicidad. Sabemos con cuánta facilidad puede aparecer un líder paranoico, ese “maestro de defensas psíquicas” que “lleva a toda la población hacia el plano inclinado” mediante mentiras, dando origen a una orgía de crueldad que deja un reguero de víctimas inocentes.

Occidente ha extendido por el mundo su pasión genocida, pero también ha alimentado esa autocrítica de la que el libro de este psicoanalista italiano es un ejemplo palmario. Con un bagaje que incluye una bibliografía muy actualizada de más de 400 títulos en varios idiomas, esta obra de Luigi Zoja ofrece una profunda visión del peligro que supone obviar la paranoia que se despliega en la sociedad, reduciéndola a los casos aislados de la atención clínica, que siempre ha enfrentado esta roca basáltica con sonados fracasos. Con la minuciosidad del historiador va persiguiendo la crueldad que como un hilo rojo engrana los hechos históricos, enfrentándonos al espejo de nuestra inconsciencia e ignorancia.

Es imposible en una recensión levantar acta de todos los hallazgos que nos presenta el autor. Desde el “síndrome de Creonte” a la importancia del cosmopolitismo frente a la paranoia nacionalista, desde el exterminio psicológico a la falacia del heroísmo, desde el “rédito paranoide” de la sociedad a la erótica del complot, desde el núcleo paranoico del puritanismo y la necesidad norteamericana del enemigo hasta la fragilidad psíquica del paranoico, desde la ubicuidad de la paranoia y el empobrecimiento psíquico a las contradicciones de la modernidad, del peligro de la prisa y la impaciencia al uso de la psicología para neutralizar la culpa de los asesinos… Tantos y tantos asuntos de enorme calado que Luigi Zoja va tratando parsimoniosamente a lo largo de las muchas páginas de este libro, con la esperanza de que el lector se vacune contra la enorme violencia del contagio de la paranoia de masas y evite caer en el populismo que hoy es moneda corriente en nuestras sociedades, paradójicamente autodefinidas como democráticas, mientras la libertad individual es aplastada de una y mil maneras bajo la frialdad burocrática que encubre un totalitarismo invasor, hecho de mentiras, matonismo y desorientación moral.

Enrique Galán Santamaría
Agosto 2014 

 

 

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