La individuación y la muerte: variaciones sobre la tragedia

RICARDO CARRETERO GRAMAGE

Ricardo Carretero G. es analista de la Sociedad Española de Psicología Analítica (SEPA), España, y esta fue su conferencia durante el Congreso Internacional de Psicología Analítica, realizado en la ciudad de Barcelona, España, en agosto-septiembre de 2004.

Si enorme y variada ha sido la literatura que la psicología analítica ha producido en torno al biosy el pathos de la psique (a su esencia , psicodinámica, desarrollo y potencialidad), quizá menor haya sido la atención o el interés sobre si existe y qué significado y qué funcionalismo pudiera tener un aspecto de la psique incapaz de traducirse directamente en símbolo, en operación creativa, en metáfora. En un momento de la historia en el que una ciencia emergente como la cosmología asume con gracia olímpica que desconoce el 95% de la materia que compone el universo, y que alude a una energía oscura como motor susceptible de explicar el andamiento progresivo y expansivo del universo, quizá sea justo interrogarse de nuevo sobre la energía psíquica, y preguntarse luego sobre si pueda resultar posible imaginar una libido negativa, una libido no erótica pero sí capaz de explicar tanto el aspecto expansivo de la psique como su misma finitud.

Abordando la misma cuestión desde otra perspectiva, nos preguntamos, ¿Existe un punto ciego en nuestra composición psíquica, un punto — un área — que no sólo no circula, porque es contingente, sino que es la negación precisamente de toda actividad? ¿La podemos llamar muerte? Y la energía que la fundamenta, ¿la podemos llamar energía oscura, el mismo nombre que una de las energías constitutivas del universo? En nuestra hipótesis, dicha energía, al presentarse en un momento ciertamente previo a toda acción (acunada en una demora donde pensar en cumplir o en no cumplir una determinada acción resulta en verdad excesivo e impropio), acabaría por ser fuente de todo movimiento futuro. Por eso la llamamos energía oscura o negativa, siguiendo el símil de la cosmología moderna. Y al área que experimenta dicha energía la podemos llamar muerte, con el fin de denominar de algún modo comprensible el insuperable límite que afecta al sujeto durante el periodo de su descarga.

Si seguimos este razonamiento, existen, entonces, zonas (siguiendo una perspectiva espacial) que se activan durante periodos (desde una perspectiva temporal) de vida psíquica para determinar precisamente no acciones ni movimientos directos, pero que nada impide que puedan resultar en segunda instancia fenómenos propulsores de vida psíquica ulterior, ya cuando la energía se haya transformado en energía positiva y circunde áreas de mayor actividad y movimiento.

¿Qué es lo que nos viene a decir otra ciencia emergente en nuestros días, como es la paleontología? Algo así como que nuestra evolución en cuanto especie comienza cuando la ausencia de movimiento y la muerte, en lugar de ser el resultado final del significado biológico de la vida, se erige en inicio de operaciones complejas del hombre, operaciones que sólo en primera instancia serán ritos mortuorios y funerarios, puesto que bien pronto se convertirán en actividades complejas, que van del funcionalismo simbólico al arte, de la ética a la organización social, del teatro a la necesidad del sentido.

La conciencia de la muerte, así, es la experiencia preliminar del ser humano. La asunción previa de ese límite es lo que moldea sus aspiraciones, lo que lo propulsa de manera sorprendente hacia una visión personal de sus inquietudes, acercándolo hacia cotas imprevistas de realización subjetiva y objetiva. Es algo así como la mera imagen de la muerte cual destino convertida en motor de proyectos. ¿Qué otra cosa es la conciencia de la muerte? Y esos proyectos ulteriores, ¿de qué manera pueden escapar a su matriz? Nosotros no formamos parte de una especie que se encamina sin más hacia el reino de lo ineludible, sino que, sabedores de nuestro destino mortal, lo avanzamos de tal forma que lo ineludible, tamizado en la conciencia de la muerte y vehiculado por la energía negativa, es tomado también como pre-inicio de nuestro teatro de operaciones. Ese es el momento de la transformación, cuando, desde lo ineludible avanzado, la experiencia se vierte en prólogo de actividad, y la energía negativa se convierte progresivamente en energía positiva, como en el movimiento del reloj de arena, o en los recipientes homeostáticos.

¿Está esto presente de algún modo en la psicología analítica? ¿Afecta a ciertas pretensiones del llamado proceso de individuación? ¿De qué manera se introduce en la comprensión de la psicopatología? ¿Existe algo en la dimensión trágica del ser que nos constituye ya de partida?

Estas son las preguntas que fomentan este escrito. Esperemos, si no contestarlas de forma completa, sí merodearlas de manera adecuada… 1. La presencia de la muerte y la tragedia en la psicología analítica En la psicología analítica, tan radicada en las polaridades psíquicas y las fuerzas resultantes de su dinamismo, de naturaleza tan antinómica, pues, no es de extrañar que se desprenda una idea de desarrollo progresivo e inestable como es el proceso de individuación. Dicho vitalismo, dicha tensión existencial (imaginal, simbólica, creativa…), necesariamente tenía que proponer metáforas para aludir a las fuerzas oscuras que fueran capaces de no menospreciar aquella interacción simultánea con las fuerzas luminosas que se componían y se complementaban hasta lograr un principio de compensación con las primeras.Si esa es la trama de la psicología analítica, bien podemos comprender que conceptos como la muerte y la tragedia — vistos de manera tan radical por el psicoanálisis del primer Freud, tan radical, incluso, de resultar maniatados por un aparato en ocasiones excesivamente reductor y pesimista-, pudieran llegar a difuminarse en el núcleo más duro de su esencia al tenerse que componer casi al unísono con sus opuestos (renacimiento, serenidad, rescate), hasta llegar a traducirse tal vez en conceptos de naturaleza trascendente, alumbradores finalmente de sentido, orientadores de la experiencia, en ocasiones, verdaderas pruebas de iniciación. El riesgo, entonces, podría ser el inverso. Más de un autor ha señalado el peligro de ambigüedad y atenuación de conceptos que se cierne sobre la psicología analítica, tildada en ocasiones de optimista en exceso y de erigirse fácilmente en fuente de inspiración esotérica, con mayor tendencia de dirigirse hacia comprensiones susceptibles de devenir auténticas inflaciones psíquicas que de convertirse en propuestas rigurosas de reflexión crítica.

En cualquier caso, en una obra tan extensa y rica como la junguiana, podemos hallar ejemplos de la presencia atenuada de la muerte en su significado renovador y trascendente, de la misma forma que podemos hallar una clarísima captación para nada ambigua ni devaluada de su esencia, como, por ejemplo, en “Anima y muerte”, de 1934:

Así como la trayectoria de un proyectil termina en el blanco, la vida termina en la muerte, que es entonces el blanco, la finalidad de toda la vida. La trayectoria ascendente y el vértice sólo son grados y medios para alcanzar la finalidad, el final, es decir, la muerte. Esta fórmula paradójica no es más que la lógica consecuencia del finalismo de la vida […]. Nosotros atribuimos un fin y un sentido al momento inicial de la vida; ¿y por qué no deberíamos hacer lo mismo para su decadencia?

Lejos entonces de enmarañarnos en si la muerte y la tragedia están o no presentes de forma adecuada, rigurosa y no atenuada en el arco de la entera literatura de la psicología analítica, quizá sea mejor aceptar que en ocasiones es así y en ocasiones no lo es, entre otras cosas porque toda psicología está obligada a desarrollarse a través de conceptos comprendidos psicológicamente, esto es, desde el nivel inestable y a menudo contradictorio de su vivencia. Nada impide, pues, que, en una psicología, la muerte sea a veces alumbradora de sentido y de vida y otras veces final y defunción de todo sentido. Si acaso, nuestra propuesta es otra. La psicología permite ofrecer hipótesis de sentido remitiéndose a distintas fuentes de la cultura. Esa es una tarea inacabable y fecundadora. Para ello precisamos una definición semántica que circunscriba los conceptos que vamos a utilizar. 2. La tragedia y la muerte. Una aventura a dos
En los poemas homéricos el ejemplo más alto de una conversación florida entre las dos orillas de la muerte nos llega del poema del canto XI de la Odisea, allí donde Ulises y su madre se hablan larga y dulcemente, lejanos y muy cercanos a la vez, sobre el umbral del Hades. ¡Qué distinta es la tonalidad emotiva de su diálogo, respecto de aquél entre el Patroclo onírico y Aquiles, y de cualquier otro encuentro del mismo Ulises con las sombras que se yerguen hacia él desde lo oculto del Hades! En el coloquio entre el hombre vivo y la imago incorpórea de la mujer que lo ha parido, casi se tiene la sensación de que la naturaleza misma esté presente entre ellos con su misterio de nacimiento. Presente, como un intérprete invisible: entonces ellos se dirigen repetidamente el uno al otro llamándose todavía con las primeras palabras de la infancia: téknon emón, méter emé, “hijo”, “madre”. Luisa Colli

El nivel desde el que entiendo aproximarme a la muerte y a la tragedia es precisamente el del canto XI de la Odisea, aquí parafraseado espléndidamente por Luisa Colli, en “La morte e gli addii”. Las dos orillas de la muerte y de la vida hallan un puente en la palabra de los dos sujetos, en su lenguaje, en su plena expresión, pero en ningún momento se confunden ni pierden un átomo siquiera de alteridad. En efecto, existe toda una tradición que refleja este doble aspecto: palabra y otredad, o, visto desde otro ángulo, otredad absoluta entre vivo y muerto y no obstante diálogo. Quizá se trate de la tradición del duelo: el diálogo a menudo fecundo entre las necesidades de la memoria y la necesidad de ser recordado.
¿Qué significa tragedia? Para algunos se trata de un género teatral; para otros las vicisitudes del infortunio en la vida; para los más, una trama, teatral o no, que conduce hacia un final infausto; tradicionalmente, el relato y representación de la precipitada caída en desgracia de un ser de partida poderoso, eminente u honorable. A menudo, la tragedia es vista como una trama humana que indefectiblemente se asocia con la muerte.

Pero en este punto hay que ser precisos. No toda tragedia conduce a la muerte, de la misma manera que no toda muerte es producto de una tragedia. Probablemente ambas participan o provienen de aquella energía negativa que hemos mencionado al principio, pero esto no debe confundirnos. Toda energía se bifurca desde su misma puesta en acción. Para que esto no ocurra sería necesario que permaneciese como campo potencial, como disparo de proyectiles sin trayectoria y, por lo tanto, sin blanco aún. Una vez desplegada, ahí se separan las trayectorias, las finalidades y, por lo tanto, sus blancos.

La muerte, por un lado, aparece a primera vista como algo más drástico, más radical, con un blanco mucho más contundente. Por el contrario, la muerte puede ser en ocasiones buscada o, sólo desde ese nivel, evitada en su dejar de buscarla, en la medida en que nosotros podamos intervenir sobre ello.

La tragedia, por el otro lado, parece una cuestión menos corpórea pero más extensa y que genera una aún más enorme indefensión. De la curva de la tragedia nadie puede huir: su trayectoria escapa por completo a nuestros designios. Pues la tragedia resulta ser lo indefectible, lo inevitable, lo que se nos impone por grandes que sean nuestros dominios, dominios que manifiestan su naturaleza precaria precisamente al precipitarse uno en la cadena trágica.

Desde otro punto de vista, la muerte aparece con su carácter individual, y la tragedia acontece sobre un escenario a menudo poblado de personas, algunas agentes o coadyuvantes o acompañantes o participantes del infortunio mismo.

Es verdad que no se puede eludir ni la una ni la otra, pero ya he aludido que en caso extremo se puede elegir el momento de la muerte, cuando, por el contrario, no puede hablarse de posibilidad de elegir el momento de entrar en la tragedia, entre otras cosas porque uno no se basta para precipitarla. Se necesitan al menos espectadores, capaces de recoger y comprender el hecho trágico que está aconteciendo.

Desde este plano, conciencia de la muerte y conciencia trágica pueden resultar en buena medida distintas, no exentas de un cierto nivel de oposición. La conciencia de la muerte puede resultar una previsión de un evento futuro, un límite que se dibuja en el horizonte y que, al delimitar potencialmente la vida, de alguna manera la configura y le ofrece estabilidad. La conciencia trágica, por el contrario, es el límite aquí y ahora, una previsión de que la eventualidad trágica pueda ya haber comenzado a andar, lo cual relativiza todo contexto vital en sus facetas de solidez y seguridad. Si la primera habla de la incertidumbre de lo que va a acontecer, la segunda trata de la incertidumbre de lo que acontece (porque ya comenzó a acontecer, porque está aconteciendo o porque puede acontecer en cualquier momento). Ambas nos dejan en la indefensión, ambas nos recuerdan que carecemos de capacidad para oponernos a las fuerzas de la naturaleza. Pero si las fuerzas de la naturaleza hablan el lenguaje del bios en el caso de la muerte, en el caso de la conciencia trágica hablan directamente y pueden llegar a colonizar incluso el lenguaje más específico de la naturaleza humana: su trama existencial, su estilo de vida; en última instancia, el centro mismo de lo que convenimos en llamar personalidad.

Por todo ello, las turbulencias que se presenten en la conciencia de la muerte van a producir unos fenómenos distintos de los que procedan de las turbulencias en torno a la conciencia trágica. Y si distintos los fenómenos, distinta la psicopatología y distinto el nivel de psicoterapia con el que aproximarse a ellos.
Pero antes de introducirnos en esos aspectos, convendría resaltar la funcionalidad de ambas conciencias, sus bondades. Porque es cierto que la conciencia de la muerte tiene aspectos muy positivos, así como la conciencia trágica.

La conciencia de la muerte ensancha la vida desde el punto de vista de la vivencia de su duración. La vida se desarrolla desde los conceptos de duración y continuidad sólo gracias a la conciencia de la muerte. Si hay conciencia de la muerte, entonces hay conciencia de la vida, y eso es el terreno desde el que parte la memoria, así como los proyectos. Los tiempos verbales de la psique son los tiempos verbales que aporta la conciencia de la muerte. Temporalidad, duración, continuidad, memoria y proyectos son algunos de los aspectos con que se presenta la conciencia de la muerte, es decir, ésta permite la existencia de aquel concepto fenomenológico de Minkowski denominado “tiempo vivido”.

Si la conciencia de la muerte apunta hacia la temporalidad vivida, la conciencia trágica se dirige hacia los fenómenos de intensidad vital. Dada la precariedad que la imprevisible irrupción de la eventualidad trágica nos produce, el hecho vital que se desarrolla pierde en duración en la misma medida que gana en intensidad. Estar bien aferrado a la vida es un concepto que se pone de manifiesto en el instante, en cada instante. La conciencia trágica añade a la supervivencia temporal la supervivencia vital, permitiendo que la vida adquiera aquel cariz de lo mío, de lo que me pertenece. Algo de ello está presente en el concepto de “élan vital” de Bergson, así como está relacionado con los conceptos de libertad, de “contacto vital con la realidad” de Minkowski, de empuje, iniciativa, y demás asociados.

La libido oscura o negativa se bifurca desde su fuente en esos dos planos de conciencia, resultando de su aleación una conciencia preliminar negativa basada en la captación y asimilación de todo lo ineludible que planea sobre nuestra existencia, resumido en los conceptos de muerte y tragedia. Espero que se perciba la enorme diferencia entre esta libido oscura y el concepto de thanatos incorporado por Freud. Sugiero incluso que esa fuerza que tiende hacia la destrucción, llamada por el gran Freud, thanatos, lejos de ser una fuerza primordial del ser, no sea más que uno de los resultados de las perturbaciones en aquel tránsito natural desde la libido oscura hasta la conciencia de la muerte y la conciencia trágica que he tratado de ilustrar.

3. Breve psicopatología de la conciencia de la muerte Si la conciencia de la muerte es lo que genera aquella duración y temporalidad que apenas hemos esbozado, podemos imaginar la enorme cantidad de fenómenos que desde ahí se derivan. Grietas de cualquier tipo que en ella se produzcan, van a conllevar síntomas diversos y malestar en la existencia.
Comencemos con las afecciones de la memoria y del pasado. ¿Qué es lo que en psicología se he llamado pérdida, que no está relacionada necesariamente con nada material, y que conduce a los fenómenos depresivos? ¿Y qué es la culpa? ¿Y la relación entre las dificultades del duelo y la depresión, ya avanzada magistralmente por Freud? Se pierde el contacto con alguna sustancia psíquica que tuvo vida y que ahora yace inerte ante la mirada psíquica actual. En ocasiones esa pérdida se relaciona con la culpa, puesto que lo que se ha perdido se reconoce que no ha sido por accidente, sino más bien por falta de custodia y diligencia, a veces, como sucede en “Lord Jim” de Conrad, por acciones automáticas que dejan al sujeto como protagonista de un ataque autodestructivo contra su propia ética.

Esa memoria dolorosa comprime la temporalidad, desactivando los tiempos presentes y futuros, hasta producir una ralentización del curso vital que puede llegar a tomar como inconcebible el cumplimiento de una sola jornada.

Conciencia de la muerte y depresión no forman parte, pues, de la misma historia narrada. El suicidio declara a viva voz la imposibilidad de aunar los dos conceptos. Antes la muerte, con la ralentización completa que expresa, con la expiación que a veces la acompaña, que la conciencia de la muerte, parecería aquí ser la ecuación que se dirime: antes el instante, que el tiempo, cuando la compresión del tiempo presagia una repetición infinita de dolor y carga.

Además de la constelación de los fenómenos depresivos, la perturbación de la conciencia de la muerte está implicada en la fenomenología obsesivo-compulsiva, en algunos aspectos de la anorexia, en algunas fobias y, claro está, en la otra cara de la depresión, en la manía. En todos ellos, la temporalidad vivida muestra sus grietas, tanto a nivel de repeticiones como de ceremonias, tanto a nivel de impulsos como de proyectualidad fija y predeterminada. Los tiempos de la vida aparecen como secuestrados, ora comprimiéndose, ora alternando drásticamente su velocidad, ora desprovistos de su aliento relacional. La duración se postra ante el instante, hasta que el instante mismo es concebido como la única duración posible, háblese de letanías, nostalgias, ritos y evitaciones, todas ellas tendentes a cancelar el peso del tiempo y su dimensión provocadora, ora a nivel de la continuidad, ora de la inevitable variación a la que conduce su extensión.

No debe ser fácil, por consiguiente, restaurar los cauces de la conciencia de la muerte una vez se hayan interrumpido antes o después de su aparición. En realidad, son muchos los estímulos que llegan al sujeto con el ánimo de suministrarle un elixir contra el peso de la existencia vivida, aunque ese peso contenido en la conciencia de la muerte (con ese preludio a la vez infausto y vivificador) haya acompañado desde el principio las experiencias de nuestra especie y, por lo tanto, hayamos demostrado cierta capacidad de sostenerlo adecuadamente, si no incluso de servirnos directamente de él.

Sea como fuere, la conciencia de la muerte se halla presente en buena parte de la tradición cultural, mostrando una tentativa de regreso hacia sus cauces. Aun partiendo desde orillas opuestas de la temporalidad, la “Recherche” proustiana y el “Ulises” de Joyce pueden comprenderse como el camino que expresa sea la dificultad, sea la fecundidad de la experiencia vivida. Del mismo modo que las “Cartas a Lucilio” de Séneca se situarían como una de las expresiones directas más altas y bellas de la conciencia de la muerte. Y “La Odisea”, como una insuperable muestra -a lo largo de su periplo accidentado y lleno de aventuras, obstinadamente variable e inestable- de los efectos sobre la conciencia del tiempo de la pérdida inicial de orientación, con su involuntaria huida -o búsqueda- hacia delante al precio del olvido, y de la recuperación final de la temporalidad vivida, con el retorno a sí y el retorno de la memoria, tras largos años de inquietudes sin fin y de aparentes y sólo momentáneos reposos. Todo ello como explicación de la íntima dificultad del hombre ante el horror de la guerra y del genocidio gratuito.

4. Breve psicopatología de la conciencia trágica
Hay una diferencia enorme entre las civilizaciones que carecen de conciencia trágica (y que por lo tanto ignoran también la tragedia, el epos y la novela en cuanto expresiones de tal conciencia) y aquéllas cuya vida práctica está dominada por un autoconocimiento inspirado por una clara conciencia trágica […] Esta no es necesariamente el producto de una alta civilización, es más, puede ser primitiva: sin embargo, un hombre que haya adquirido tal conciencia nos da la impresión de que sólo entonces hubiera abierto los ojos al mundo. Ahora, efectivamente, al tomar conciencia de ser al límite del misterio, nace en él aquella inquietud que lo empujará hacia delante. Ninguna situación puede ser ya estable para él, porque ninguna lo sacia. Con la conciencia trágica toma inicio el movimiento de la historia, que no se manifiesta sólo en acontecimientos exteriores, sino que se desarrolla en las profundidades mismas del ánimo humano. Karl Jaspers

Tampoco resulta fácil hacer las cuentas de continuo con la precariedad de la existencia humana, a pesar de los beneficios mencionados de la conciencia trágica. Es como si un viejo mito se hubiera apoderado de nuestro curso vital, desviándonos una y otra vez de la sensación de la importancia y relatividad de nuestros logros. Alcanzada una posición existencial (subjetiva, relacional, social…), algo se nos impone como queriendo preservar indefinidamente el peldaño recién superado. Es humano que así sea, como humanas sus consecuencias…
El mito de la seguridad se asoma una y otra vez a nuestra experiencia cotidiana, generando tanto una pretensión máxima e ingenua de mantener los productos de nuestra ambición, como una incomodidad creciente frente a los embates imprevisibles e ineludibles del destino.

Acomodarse a nuestra precariedad significa acompañar nuestros intereses y la puesta en marcha de nuestros proyectos con ciertas dosis de escepticismo, las suficientes para mantener un tono de intensidad vital cuya flexibilidad convierta al individuo en capaz de enfrentarse con fortuna variable a las vicisitudes de la vida y a las aportadas por sus propias sensaciones interiores.

Mas el mito de la seguridad acucia nuestra visión, cubriendo de falsas expectativas el horizonte de nuestras bienintencionadas propuestas. Hay que ser resolutivos, parece proponernos el mito, una y otra vez: si te acercas al toro, hay que acabar la faena. No se trata ya de adentrarse en el territorio del conocimiento, fundamentalmente paradójico, pues adentrarse en él es hacerse conscientes de su inconmensurable e inabarcable magnitud. Se trata más bien dehacerse con el territorio, o confundir aquel territorio con el territorio definitivo de la eternidad.

Es en ese preciso instante que la realidad, con su firme resistencia frente al orden de lo definitivo, se coloca fuera del mito. Y si nuestra libido -nuestro empuje- ha perdido la memoria de su sustancial oscuridad y, presa de una fulgurante devoción, apunta ya al blanco suministrado por el mito, entonces la realidad entera puede ser vista como el enemigo, como aquel persistente incordio que pone en duda la posición alcanzada y que hace tambalear el concepto de seguridad.

Por esa vía, la tensión entre el mito y la realidad aumenta, hasta que se hace insoportable. Entonces puede ocurrir la ruptura entre los dos bravos contendientes: el yo-mito se hace con la seguridad, aun a costa de perder el contacto vital con la realidad, como en las formas esquizofrénicas de impronta autista y, cualitativamente, en ciertas formas de narcisismo. Pero casi nunca el asunto se resuelve de forma definitiva, a pesar de las pretensiones del mito. A veces hay extrañas nostalgias de la realidad, mimada, fantaseada, imaginada o narrada, como en ciertos delirios paranoides. O la sensación de haberse instalado en la seguridad, pero en una seguridad paradójicamente muy precaria, con el enemigo cerca, muy cerca: habrá que estar alertas, lúcidos, precavidos, para apuntalar la zona de seguridad constantemente, extenuadamente. Resulta en verdad sorprendente la dimensión de la energía desplegada en la paranoia…

Otras veces la tensión no produce la ruptura entre los contendientes. Más bien se trata ahora de un combate interminable. La neurosis de ansiedad cuenta tanto la historia del mito de seguridad como evoca las peripecias de una realidad que corre el riesgo una y otra vez de imponerse a las apetencias definitivas del yo. La inquietud, que en cierta medida es constitutiva de la conciencia trágica, se convierte así en una inquietud indeseada, patológica, padecida: se convierte en el síntoma.

En otras ocasiones son las sensaciones corpóreas incontrolables y que apuntan directamente a la enfermedad lo que me produce inquietud, mientras a la vez quiero estar seguro de que no me pasa nada, de que no me va a pasar nada. En este punto se añade a la hipocondría ciertos niveles de la fobia, que se acerca ahora a las perturbaciones de la conciencia trágica (como antes, a las de la conciencia de la muerte, donde también podía instalarse la hipocondría, por lo menos, a ciertos niveles), hasta que el mito de la seguridad perece tras un ataque masivo procedente de la zona de inquietud, cual puede concebirse el ataque de pánico.

Una atención aparte merece la histeria. Por ciertos contenidos y formas de expresión, recuerda las dificultades de la conciencia de la muerte (la afectación de la temporalidad, una compresión extrema del tiempo, hasta el estado crepuscular), pero desde una panorámica general es posible concebirla como una sorprendente expresión de las perturbaciones de la conciencia trágica. De la conciencia trágica puede uno intentar escaparse de muy distintas formas (no obstante, hemos visto el final trágico de algunas fugas), pero el ser humano resulta en verdad un animal muy particular. A veces, y la cuestión no está exenta de cierta ironía (como sucede en algunas obras de Eliot, de Pirandello, de Calvino o de Max Frish) y, a la vez, de cierta gravedad (como en “El Quijote” de Cervantes, en algunos relatos de Schnitzler y de Strindberg o en “La metamorfosis” de Kafka), el ser humano, con la máxima tensión de la identidad del yo entre seguridad y precariedad, acaba por refugiarse en el último rincón que íbamos a imaginar: en la confusión con el héroe trágico. Escapar de la conciencia trágica identificándose, siquiera por un instante, con el héroe trágico. Refugiarse de la intensidad vital en la intensidad del instante; refugiarse del orden formal en la expresión concreta de la forma, más allá del mundo de interpretaciones convencionales que recaerán sin duda sobre el individuo.

Se trata de una intensidad vital máxima pero desprovista de fondo, de memoria, de extensión más allá del enigmático concentrarse de las apetencias en un solo instante, como convergiendo vertiginosamente en un último punto, arrastrada por un proyecto de retorno, o quizá por la memoria de un proyecto apenas vislumbrado. No creo que pueda tildarse de fatua ni vana la operación, a pesar de su difícil comprensión y su aún más dificultoso desciframiento. Si acaso sorprende la duplicidad del movimiento, como queriendo abarcar los contrarios, paseando por uno y otro, sin necesidad o capacidad todavía de definir una trama determinada: ¿se sufre la soledad, o el precio de la relación es demasiado caro por lo que ofrece?, ¿se está inflacionado en la omnipotencia, o más bien comprimido en un atisbo abisal de lo prematuro y, por lo tanto, definitivamente impotente? Más que ofrecer la materia para el desarrollo de una trama argumental, sea dramática o narrativa, la histeria parece un compendio velocísimo y entremezclado de héroes y tramas y vicisitudes provenientes de todo el arco de la cultura y la experiencia humana: un primer tenor ante una platea exquisita; un Edipo expuesto en el Monte Citerón frente a los ojos coléricos y determinados de sus parricidas padres; el irremediable pozo crepuscular y misógino de los celos y dudas de Otelo; las emociones plenas de ilusión del novio durante su matrimonio regio; la debacle -tras angustiosa duda- de Hamlet en el dilema de la justicia y la autodestrucción, profundamente lúcida; el estar interpretando a solas, en la buhardilla de una casita en el bosque, una delicada partida de Bach… La sorpresa de la histeria es la apetencia de ser, más que la apetencia del ser, como aclarando que la vida puede no ser siempre una condición unitaria, sino una atalaya para regresar o para dirigirse (así de incierta es la experiencia) hacia las dimensiones de la multiplicidad.

La histeria nos ofrece entonces el reducto más imperecedero de la dimensión trágica del ser humano: no existe ya horizonte donde desplegar la intensidad vital, pero se dispone de una forma flexible capaz de recitar intensidades (experimentadas realmente en el orden de lo instantáneo y de lo subjetivo) de muy variada procedencia y de un aún más variado destino.

5. El proceso de individuación y el orden de lo negativo Como es bien sabido, el proceso de individuación se sitúa en el eje de la psicología analítica, a significar tanto un proceso basado en la integración y la diferenciación de la psique en su mismo transitar por el mundo como una de las metas principales de la psicoterapia dialógica instaurada por Jung.
La psicología analítica, de clara inspiración relativista y de vocación empírica, buscó metáforas capaces de situarse con fuerza en el campo de las ideas del siglo XX. La individuación, concepto de matriz filosófica, trató de hallar un campo lo suficientemente extenso y delimitado por el que hacer florecer la línea de pensamiento de Carl Gustav Jung: el decidido dualismo junguiano, basado en antinomias y paradojas, debía por fuerza alcanzar a las funciones psíquicas y a las experiencias humanas. Nociones con frecuencia separadas o antagónicas en el curso de la historia, como la pareja individuo/colectividad, acabarían conducidas por conceptos aunadores y perspectivas que algunos críticos han comentado como ambiguas. Desde luego, el dilema de la individuación puede resultar inquietante: el equilibrio reside en un nivel de adaptación a lo colectivo que permita la personalización, o bien al contrario, en alcanzar aquella personalización que sirva de buena adaptación a lo colectivo. Por otro lado, la meta se ubica en el proyecto: si la meta es instaurar un proceso, entonces el logro no puede ser más que provisional y precario.

No parece tan fácil, entonces, comprender la esencia de ese proceso de individuación, y menos aún -a juzgar por algunos excesos simplificadores, que frecuentemente conducen a fenómenos de inflación psíquica- sostener sus dilemáticas implicaciones: se crece, pero al lado de los demás, es decir, en horizontal (como diría Binswanger); se abre al conocimiento, tanto de sí como de los demás, pero sin desprenderse del conocimiento de sí aportado por el otro, ni del conocimiento de los demás aportado por el mismo otro. Hasta llegar a la máxima implicación de la individuación: para ser yo, habrá de ser el otro, pues sin un otro individuado yo no puedo saber si lo que me ocurre es que me acerco a mi propia individuación o por el contrario me conduzco hacia el autoengaño. El relativismo empírico y pragmático tiene estos dilemas y paradojas.

De ahí la apuesta que hace Jung por el método sintético-hermenéutico en psicoterapia. Se trata de sentar unas bases de participación del terapeuta que permitan el diálogo y la intersubjetividad plena.

Por lo dicho, parecería claro el recorrido posible del concepto, pero la experiencia muestra que el concepto de individuación recala en ámbito junguiano demasiadas veces en el puerto individual, tendiendo una y otra vez a desembarazarse del puerto de la colectividad, es decir, desvirtuando su propia esencia filosófica, así como se tiende a rechazar su naturaleza dialógica e intersubjetiva.

Pero hay que recordar en este punto que la inflación no es más que un fenómeno que procede de la constelación maniacal. Esto es, se trata sólo de un periodo de exaltación que precede o que proviene de un periodo de pérdida y depresión, llamada por algunos nigredo, casi resaltando a la vez la negatividad y ciertas aficiones oscurantistas que suelen acompañarla.

Quizá sea un asunto de memoria. Recordemos el principio, tanto la libido negativa u oscura como la conciencia de la muerte y la conciencia trágica, además de esas máximas sobre el proceso de individuación que podemos tomar por buenas: si la meta es instaurar un proceso, entonces el logro no puede ser más que provisional y precario; y, para ser yo, habrá de ser el otro. Si sumamos estos conceptos para no olvidarnos ya más de ellos, entonces ya se aclara también el ejemplo suministrado por el diccionario de filosofía: que Sócrates es, por un lado, Sócrates, y, por el otro, uno más entre otros hombres similares, entre el conjunto de hombres, cada uno con su propia identidad.

¿Y cuáles son las circunstancias que permiten a los hombres tener una identidad, conocerse a sí mismos y conocer a varios de sus semejantes? Sin lugar a dudas, todas aquellas que le obliguen a hacer las cuentas con lo que se les resiste, con lo ineludible.

La realidad ha sido un concepto que ha reunido ese carácter de resistencia y de ineludibilidad frente al sujeto. Funciones de realidad -añadiría Janet- son las operaciones que ejerce la psique a la hora de hacerse cargo de esos frentes. Nosotros lo hemos llamado conciencia de la muerte y conciencia trágica, para señalar unas operaciones ejercidas sobre dos fenómenos a la vez comunes y que nos afectan profundamente desde el plano individual: la tragedia y la muerte, ambas visibles y reconocibles en el teatro de nuestra vida cotidiana, a la vez que tremendamente ocultas, imprevisibles e ignotas. Después vendrá una cierta diferenciación, aunque toda diferenciación depende también de otras diferenciaciones.

Acaso el equilibrio resida en la memoria: si me voy diferenciando, esto es, voy conociéndome a mí mismo cada vez mejor, es porque estoy aprendiendo a la vez a relativizar ese conocimiento, en aras de un conocimiento futuro, el cual, paradójicamente, se hace posible sólo en la medida que me acuerdo de mi propia indiferenciación, es decir, de mi propio desconocimiento.

Esa es la vía por la que conviene retocar nuestro principio energético. Nuestra energía primera es la oscura o negativa. Sólo desde ella cabe esperar un lento y nunca definitivo trasvase hacia posiciones positivas: sólo desde ahí merece la pena hablar de proceso de individuación, como también de símbolo, de metáfora, de creatividad, porque, en definitiva, una cosa es hablar de esos conceptos, incluso de forma grandilocuente, y otra es habitar aquellas profundidades: adentrarse -esta vez para pintar- en aquella cueva, o tela; componer a tientas y con gran atención y memoria unos sonidos hasta lograr aquella melodía; o, fruto a medias de la inspiración y del consenso, traducir en palabras imágenes y situaciones que son lo que son y a la vez son representación de lo que no son.

Como ya puede intuirse, la operación simbólica, la creativa y la metafórica, se constituyen desdey sobre el pozo irreductible de lo negativo y lo oscuro: desde ahí despliegan su significado auroral, a la vez perceptible e inaprensible, sosteniendo un principio homeostático que sólo es imaginable con la permanencia, al lado del resultado, del aliento de la operación que lo constituye, necesariamente oscuro, como luminoso -y aun tenebroso- llega a ser el resultado.

Parece necesario, pues, asegurar el principio homeostático de la individuación, entre individuo y colectividad, entre memoria y proyecto, entre negatividad extrema y el inicio de una cierta positividad, capitaneada desde la experiencia vivida por la continua alusión a lo inaprensible. Y para lograr ese objetivo, conocedor y limitado, durable e intenso mas siempre desde su naturaleza precaria y relativa, se diría que la individuación precisa de la conciencia de la muerte y de la conciencia trágica para llegar a ser algo más que un simple espejismo. Entonces acontece la experiencia, y, en contadas ocasiones, como en estas notas para el “Empédocles” de Hölderlin, incluso el símbolo, exportado desde el nivel experiencial y diafanamente vivido hasta la palabra poética.

En el medio está la muerte del ser singular, es decir, aquel momento en que lo orgánico depone su yoidad, su particular ser-ahí, que se había convertido en extremo, y lo aórgico, su universalidad, no en una mezcla ideal, como al principio, sino en la lucha real más alta, por cuanto lo particular, en su extremo, ha de universalizarse activamente cada vez más frente al extremo de lo aórgico, ha de arrancarse cada vez más de su punto medio, y lo aórgico ha de concentrarse cada vez más frente al extremo de lo particular y, cada vez más, ganar un punto medio y hacerse lo más particular: en donde lo orgánico que se ha hecho aórgico parece volver a encontrarse a sí mismo y retornar a sí mismo, en cuanto que adopta la individualidad, y el objeto, lo aórgico, parece encontrarse a sí mismo, en cuanto que encuentra también a la vez lo orgánico en el más alto extremo de lo aórgico, de modo que en este momento, EN ESTE NACIMIENTO DE LA MÁS ALTA HOSTILIDAD, PARECE SER UNA REALIDAD LA MÁS ALTA RECONCILIACIÓN…

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