El mito de la Diosa: La armonía perdida – Diario de Sevilla

Siruela reedita el ya clásico estudio en el que Anne Baring y Jules Cashford documentaron el origen, las sucesivas encarnaciones y la pervivencia del mito originario de la Diosa Madre. Artículo sobre la obra El mito de la Diosa. Anne Baring y Jules Cashford. Varios traductores. Siruela. Madrid, 2019. 856 páginas. Por Ignacio F. Garmendia, 12 Enero, 2020, en el Diario de Sevilla.

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De la Diosa Blanca, como la llamó Robert Graves en su primera aproximación de finales de los años cuarenta, ya habían escrito algunos de sus predecesores en el estudio de las sociedades anteriores a la extensión del patriarcado, pero fue el poeta y ensayista británico, pese a la heterodoxia de sus planteamientos, quien llegó más lejos al sugerir que los rasgos comunes a las divinidades femeninas de la época histórica permitían remontarse a un estadio muy remoto, asimilando el mundo mágico de la primitiva humanidad, el culto a lo que los autores del fin de siglo llamaron el «eterno femenino» y el arte de la verdadera poesía. Otro hito vendría representado por las aportaciones de la arqueóloga estadounidense Marija Gimbutas, que ya en los setenta describió una cultura preindoeuropea, agraria, matrilineal e igualmente presidida por la religiosidad asociada a la Gran Diosa, en la «Vieja Europa» de entre los milenios VII y IV antes de la Era. En ella se inspiró Joseph Campbell, que llevaba décadas investigando el fondo unitario de la mitología universal, para su propio acercamiento a la materia, basado como el resto de su obra en la fecunda idea junguiana del inconsciente colectivo. Aparecido a comienzos de los noventa, El mito de la Diosa de Anne Baring y Jules Cashford se convirtió desde el momento de su publicación en una referencia ineludible, que ahondaba en la línea apuntada y buscaba deducir de la posterior variedad los rasgos del contorno originario.

Es una línea discutida, que tiene a la vez su virtud y su mayor peligro en el ambicioso reto de la explicación totalizadora. La vasta erudición de Baring y Cashford, apoyada por centenares de ilustraciones reveladoras, se manifiesta en un asombroso itinerario que empieza en el Paleolítico, veinte mil años antes de Cristo, y llega hasta las representaciones de la Virgen María en la tradición cristiana, con un corte de consecuencias perdurables que habría tenido lugar en Babilonia hace cuatro milenios, cuando el antiguo orden fue sustituido –en Occidente, que es el ámbito al que se refieren las autoras– por el de los pueblos que encumbraron al Dios Padre e inauguraron la «oposición entre el espíritu creativo y la naturaleza caótica». Desde entonces, el mito de la Diosa primigenia habría pervivido de forma soterrada, indirecta o inconsciente. Entre las toscas o delicadas figuraciones de la prehistoria, tan conmovedoras, y encarnaciones como Inanna-Isthar, Isis, Tiamat, Cibeles, las diosas del panteón griego o la oculta del Antiguo Testamento, se repiten patrones como el de la Madre y su «hijo-amante» o el de la abundante simbología lunar. Baring y Cashford, que extienden las conclusiones al terreno de la psicología arquetípica, no proponen la restauración de un culto abolido, sino una relectura superadora de la idea del «matrimonio sagrado» en virtud de la cual los valores del imaginario extinto confluirían con los que les sucedieron en un nuevo paradigma.

Aunque enormemente sugestiva, sigue siendo polémica la tesis que identifica a las distintas divinidades femeninas con una lejana antecesora, de la que aquellas serían máscaras, por usar la imagen de Campbell, o disfraces o avatares. La avalarían la recurrencia de atributos, símbolos o historias que se repiten en unas y otras figuras, como por lo demás ocurre con muchos de los dioses antiguos y con las mitologías de pueblos muy distantes en el espacio o en el tiempo, pero esta similitud no basta para deducir la certeza de una sola identidad de procedencia. Del mismo modo que ocurre en la obra de Campbell, por otro lado, la exégesis de los mitos parece a veces demasiado especulativa o condicionada por la hipótesis previa, lo que no le resta valor a la investigación, verdaderamente monumental, ni encanto y originalidad a un relato que se lee como una aventura apasionante. A las alturas del milenio, con la ecología en el primer plano de las preocupaciones contemporáneas, resulta especialmente atractiva la llamada de atención sobre esa concepción desacralizada de la tierra que se habría traducido en el olvido del vínculo ancestral que nos ligaba a ella. Sólo a través de la unión del principio femenino de la naturaleza, sostienen las autoras, con el masculino del espíritu, podríamos recuperar una armonía que habría empezado a perderse con la decadencia de la Diosa, cuando la lógica racional, el afán de conquista y el desdén de los instintos separaron el cuerpo del alma y arrinconaron la consideración del universo como un «todo orgánico, sagrado y vivo».

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