El concepto de libido – Carl G. Jung

CARL GUSTAV JUNG

Carl Gustav Jung (1875-1961), médico psiquiatra y psicólogo, figura clave en la etapa inicial del psicoanálisis. Posteriormente fue el fundador de la escuela de Psicología Analítica. Pionero de la psicología profunda y uno de los estudiosos de esta disciplina más ampliamente leídos en el siglo XX, su abordaje teórico y clínico enfatizó la conexión funcional entre la estructura de la psique y sus manifestaciones culturales. Esto le impulsó a incorporar en su metodología nociones procedentes de la antropología, la alquimia, los sueños, el arte, la mitología, la religión y la filosofía. Aunque Jung no fue el primero en dedicarse al estudio de la actividad onírica, no obstante, sus contribuciones al análisis de los sueños fueron extensivas y altamente influyentes. Este escrito corresponde al capítulo II, «El concepto de libido» de su obra Símbolos de transformación. Fue tomado del Blog Psicología Analítica, Colectivo e Individuación del Psicólogo uruguayo Pablo Javier Borges.

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En los Tres ensayos sobre teoría sexual, Freud introdujo su concepto de libido, definiéndola, según hemos indicado como sexual. La libido demuestra ser divisible y en forma de “carga suplementaria libidinal” puede comunicarse a otras funciones y sectores que en sí nada tienen que ver con la sexualidad. De este hecho resulta la comparación freudiana de la libido con una corriente divisible que puede embalsarse, desbordar por colaterales, etc. (Freud, Una teoría sexual). Por consiguiente, a pesar de definir la libido como sexualidad, Freud no dice que “todo” sea “sexual”, sino que reconoce la existencia de fuerzas instintivas especiales, de naturaleza todavía no apreciada, pero a las cuales tuvo que reconocer la capacidad de recibir “suplementos libidinales”. La imagen hipotética, base de esta concepción, es el símbolo del “haz de instintos”, en el cual figura el instinto sexual como instinto parcial. La experiencia ha demostrado la irrupción del instinto sexual en otros sectores instintivos. La teoría de Freud resultante de esa concepción, según la cual las fuerzas instintivas de un sistema neurótico corresponden precisamente a aquellos suplementos libidinales a otras funciones instintivas (no sexuales), pasó a ser la base de la teoría psicoanalítica de las neurosis (esto es, de la doctrina de la escuela vienesa). Sin embargo, poco después Freud tuvo que considerar si al fin y al cabo la libido no coincide con el interés general. Teng que observar que fue un caso de paranoia esquizofrénica lo que lo indujo a hacer esa reflexión. El pasaje correspondiente, que voy a reproducir literalmente, dice así:

“Una tercera reflexión sugerida por las consideraciones aquí desarrolladas plantea la cuestión de si hemos de considerar la retracción general de la libido del mundo exterior como suficientemente eficaz para explicar por sí sola el “fin del mundo”, y si en este caso no bastarían las cargas del yo subsistentes para mantener la relación con el mundo exterior. Tendríamos entonces que hacer coincidir con el interés en general lo que denominamos carga libidinal (interés proveniente de fuentes eróticas), o bien admitir la posibilidad de que una amplia perturbación en la localización de la libido pueda provocar también una perturbación correlativa en las cargas del yo. Ahora bien, son éstos problemas para cuya solución carecemos aún de datos suficientes. Otra cosa sería si pudiéramos partir de una teoría de los instintos suficientemente afirmada. Pero en realidad no disponemos de nada semejante. Consideramos el instinto como el concepto límite de lo somático frente a lo anímico, vemos en él al representante psíquico de poderes orgánicos y aceptamos la distinción corriente entre instintos del yo e instinto sexual, que nos parece coincidir con la dualidad biológica del individuo, el cual tiende a su propia conservación tanto como a la de la especie. Pues todo lo demás son hipótesis que construimos –y abandonamos, llegado el caso, sin la menor contrariedad- para orientarnos en la maraña de los más oscuros procesos psíquicos patológicos ns imponga determinadas conclusiones en cuanto a los problemas de la teoría de los instintos. Dada la novedad de tales investigaciones, nuestra esperanza no ha podido cumplirse todavía.

Pero Freud se decide en definitivas por la idea de que la modificación paranoica se explica suficientemente por la retracción de la libido sexual. Dice:

“… por eso considero como mucho más probable que el hecho de que se altere una relación con el mundo se deba exclusiva o preponderantemente a una merma del interés libidinal”.

En el pasaje que acabo de citar, Freud aborda la cuestión de si la notoria pérdida de la realidad en la paranoia (y en la esquizofrenia) (Caso Schreber), sobre la cual llamé ya la atención en mi Psicología de la demencia precoz, ha de atribuirse exclusivamente a la retracción del “estado libidinal”, o bien si éste coincide con el llamado interés objetivo en general. Difícilmente puede suponerse que la normal “fonction du réel (Janet) se mantenga sólo mediante cargas suplementarias”, es decir, por el interés erótico. Los hechos revelan que en muchísimos casos la realidad desaparece totalmente, de suerte que los pacientes no demuestran la menor huella de adaptación psicológica. (En esos estados, la realidad se halla sepultada por contenidos de lo inconsciente). Debemos entonces admitir necesariamente que no sólo la relación con la realidad, se ha perdido, quedando reducido a restos insignificantes. Pero si la libido no es más que sexualidad, ¿qué es lo que ocurre con los castrados? En ellos falta precisamente el interés “libidinal” en la realidad, sin que por eso reacciones en forma esquizofrénica. El término “carga suplementaria libidinal” indica una magnitud muy dudosa. Muchos contenidos y procesos aparentemente sexuales no son sino metáforas y analogías, como, por ej, “fuego” por pasión, “calor” por ira, etc. No se pretenderá que todos los mecánicos que meten el “macho” en la “hembra” estén agraciados con especiales “cargas suplementarias libidinales”.

Ya en mi Psicología de la demencia precoz utilicé la expresión “energía psíquica”, porque en ese trastorno falta algo más que el mero interés erótico. Si se quisiera explicar esa pérdida de relación, la escisión esquizofrénica de hombre y mundo, únicamente por la retracción del erotismo, se produciría aquella hinchazón del concepto de sexualidad que en todo caso es característica de la concepción freudiana. En efecto, entonces habría que explicar como relación sexual toda relación con el ambiente, con lo cual se produciría una volatización tal del concepto de sexualidad que ya no se sabría en absoluto que significa propiamente la palabra “sexualidad”. Un síntoma claro de esa inflación del concepto es el término “psicosexualidad”. En la esquizofrenia falta mucha más realidad de lo que en sentido estricto cabe atribuir a la sexualidad. La “función de lo real” es tan reducida que incluso deben haberse perdido fuerzas instintivas a las cuales no puede asignarse carácter sexual, pues nadie pretenderá que la realidad no sea más que una función sexual. Si, por otra parte, lo fuera, la introversión de la libido (en el sentido más estricto) habría de tener ya como consecuencia en las neurosis una pérdida de realidad, pérdida comparable con la de la esquizofrenia. Y en modo alguno ocurre así. Como ya el propio Freud lo hizo ver, la introversión y regresión de la libido sexual o erótica conduce a lo sumo a la neurosis, mas no a la esquizofrenia.

La actitud de reserva frente a la teoría sexual, que no obstante mi aceptación de los mecanismos psicológicos indicados por Freud adoptaba yo en el prólogo a mi Psicología de la demencia precoz, estaba dictada por la situación en que se encontraba entonces la teoría de la libido; su definición sexual no me permitía explicar trastornos funcionales que afectan al sector de otros instintos tanto como al de la sexualidad. En vez de la teoría sexual de los Tres ensayos me pareció más adecuada una concepción energética que me permitió identificar la expresión “energía psíquica” con el término “libido”. El último expresa un afán o impulso no inhibido por alguna instancia moral o de otro índole. La libido es un apetito en su estado natural. Desde el punto de vista de la genética, lo que constituye la esencia de la libido son las necesidades corporales tales como el hambre, la sed, el sueño, la sexualidad, los estados emocionales, los afectos. Todos estos factores poseen diferenciaciones y ramificaciones muy sutiles en la complicadísima psique humana. No puede caber la menor duda de que aun las diferenciaciones máximas provienen originariamente de formas primitivas más sencillas. Muchas funciones complicadas, a las cuales debe negarse en la actualidad todo carácter sexual, surgieron originariamente del instinto de propagación. Como es sabido, en la evolución ascendente de las series animales se produjo un desplazamiento importante de los principios de la propagación; la masa de los productos de reproducción que compensaba el azar de la fecundación se redujo cada vez más en aras a una fecundación más segura y a una protección eficaz de las crías. Así, mucha energía usada en la producción de huevos y de semen, quedó libre, y buscó y halló nuevas aplicaciones. En efecto, en la escala animal las primeras tendencias artísticas aparecen al servicio del instinto de propagación y limitadas a la época del celo. El originario carácter sexual de esos fenómenos biológicos se pierde en el momento que adquieren fijación orgánica e independencia funcional. Aunque ya no pueda existir la menor duda en cuanto al origen sexual de la música, sería un punto de vista tan injusto como peregrino ubicarla en la categoría de la sexualidad. Semejante concepción llevaría a hacer de la catedral de colonia un capítulo de la mineralogía, so pretexto de que está formada, entre otras cosas, también por piedras.

Hasta aquí hemos hablado de la libido en el sentido de instinto de propagación; permanecíamos así dentro de los límites de la concepción que opone la libido al hambre de modo análogo a como se opone al instinto de autoconservación el de conservación de la especie. Obvio es decir que en la naturaleza no existe tal separación. En ella sólo vemos un instinto vital continuo, una voluntad de existencia que mediante la conservación del individuo quiere asegurar la reproducción de toda la especie. Esta concepción coincide con el concepto de voluntad de Schopenhauer, pues el movimiento que vemos desde afuera no lo podemos captar interiormente sino como querer, anhelo o aspiración. Esta introducción de representaciones psicológicas en el objeto es lo que filosóficamente se denomina “introyección”. Mediante la introyección se subjetiviza esencialmente la imagen del mundo. También el concepto de energía debe su existencia a la introyección. Como ya lo formuló claramente Galileo, su origen debe buscarse en la percepción subjetiva de la propia fuerza muscular. Y el concepto de la libido como cupiditas o appetitus, no es más que una interpretación del proceso psíquico energético que vivenciamos en forma de apetito. En cuanto a su fundamento sabemos tan poco como acerca de lo que la psique es per se.

Habiendo llegado ya a la audaz hipótesis de que la libido, en su origen destinada a la producción de huevos y del semen, se presenta también, por ejemplo, sólidamente organizada en la función de la construcción del nido y no puede encontrar otro empleo, nos vemos obligados a considerar energéticamente todo anhelo o impulso en general, o sea, también el hambre y cuanto entendemos por instinto.

Esta consideración nos lleva a un concepto de libido que se amplia en un concepto de libido que se amplía en un concepto de intencionalidad en general. Como lo muestra la cita de Freud, sabemos en realidad demasiado poco sobre la naturaleza de los instintos humanos y su dinámica psíquica para que podamos arriesgarnos a aceptar el primado de un solo instinto. De ahí que cuando hablemos de libido sea más prudente entender por tal un valor de energía que puede comunicarse a cualquier sector: poder, hambre, odio, sexualidad, religión, etc. Sin que sea nunca un instinto específico. Como acertadamente afirma Schopenhauer: “La voluntad, como cosa en sí, es completamente distinta de su manifestación fenoménica, y se halla completamente libre de toda forma de fenomenalidad que sólo asume cuando se hace manifiesta y por lo tanto afectan únicamente a su objetividad, siendo ajenas a la voluntad misma”.

Son numerosas las tentativas tanto mitológicas como filosóficas que se han hecho para formular y hacer patente la fuerza creadora que el hombre conoce como vivencia subjetiva. Para dar algunos ejemplos recordaré el sentido cosmogónico de Eros y Hesíodo así como la figura órfica de Fanes, el “luminoso”, el “padre de Eros”. Fanes tiene también (órficamente) la significación de Príapo, es bisexuado y se equipara a Lisio, el Dioniso tebano. El sentido órfico de Fanes es análogo al del Karma hindú, el dios del amor, que es también principio cosmogónico. En el neoplatónico Plotino, el alma del mundo es la energía del intelecto. Plotino compara lo Uno (el principio creador primero) con la luz en general, el intelecto con el sol y el alma del mundo con la luna. Otra comparación de Plotino es la de Uno con el padre y del intelecto con el hijo. Lo Uno, llamado Urano, es trascendente. El hijo, como Cronos, gobierna el mundo visible. El alma del mundo (llamada Zeus), aparece como subordinada a él. Lo Uno o la ousia de toda la existencia denominada hipótesis por Plotino, así como también las tres formas de emanación: un ser en tres hipóstasis. Como hace observar Drews, esa es también la fórmula de la trinidad cristiana (Dios-Padre, Dios-Hijo y Espíritu Santo), tal como se estableció en los concilios de Nicea y Constantinopla. Y observamos aún que ciertas primitivas sectas cristianas atribuían significación materna (alma del mundo, luna) al Espíritu Santo. En Plotino, el alma del mundo tiene tendencia a la existencia dividida y a la divisibilidad, conditio sine qua non de toda mutación, creación y reproducción: es “un todo infinito de la vida” y toda energía; es un organismo viviente de las ideas, que en él adquieren eficacia y realidad. El intelecto es su genitor, su padre; lo que ellas han contemplado en él, lo desarrollan en lo sensible. «Lo que está unido en el intelecto se desenvuelve como logos en el alma del mundo, la llena de contenido y la embriaga, por decirlo así, de néctar». El néctar, análogamente al soma, es bebida de fecundidad y de vida. El alma, como alma “superior”, se llama Afrodita celeste; como “inferior”, Afrodita terrena. Conoce “los dolores del parto”, etc. No es sin razón que la paloma de Afrodita es el símbolo del Espíritu Santo.

Adoptar el punto de vista energético equivale a liberar la energía psíquica de una definición demasiado angosta. La experiencia enseña que los procesos instintivos de toda índole a menudo se acrecientan desmedidamente por aportación de energía que puede provenir de cualquier parte. Esto puede decirse no sólo de la sexualidad, sino también del hambre y de la sed. Una esfera instintiva puede ser depotenciada energéticamente por un momento en favor de otra. Esto vale respecto de todas las actividades físicas en general. Si supusiéramos que siempre es sólo la sexualidad la supeditada a esas depotenciaciones, tal concepción correspondería a una especie de teoría del flogisto en el sector de la física y la química. Freud era justificadamente escéptico con respecto al estado actual de la teoría de los instintos. El instinto es una misteriosa manifestación vital, de carácter en parte psíquico y en parte fisiológico. Es una de las funciones más conservadoras de la psique y resulta difícil o imposible modificarla. Los trastornos de adaptación patológicos, como las neurosis, etc, deberán explicarse, por consiguiente, más bien por la actitud con respecto al instinto que sobre la base de una modificación de éste. Mas la actitud es un problema complicado, sumamente psicológico, que de seguro no sería tal si la actitud dependiera del instinto. Las fuerzas instintivas de la neurosis provienen de todas las propiedades caracterológicas e influencias ambientales posibles, cuya acción conjunta produce una actitud que imposibilita una conducta susceptible de gratificar los instintos. De esta suerte, la distorsión neurótica del instinto propia del adolescente coincide con una disposición análoga de sus padres, y le trastorno de su esfera sexual es un fenómeno secundario, no primario. De ahí que no haya una teoría sexual de las neurosis, pero sí una teoría psicológica.

Con esto volvemos a nuestra hipótesis de que lo que da lugar a la formación de símbolos de luz, fuego, etc, no es el instinto sexual, sino una energía en sí indiferente. De tal modo, cuando en la esquizofrenia falta la función de realidad, en modo alguno se produce un incremento de la sexualidad, sino un mundo de fantasía que ostenta claramente rasgos arcaicos. Esto no significa negar que, sobre todo al principio de la enfermedad, se presentan a veces trastornos sexuales violentos, sino afirmar que éstos pueden también presentarse en cualesquiera vivencias intensas posibles: pánico, ira, exaltación religiosa, etc. El hecho de que en la esquizofrenia una fantasía arcaica ocupe subrepticiamente el sitio de la realidad, nada demuestra en punto a la naturaleza de la función de realidad, sino que se limita a hacer patente el hecho biológico, conocido también en otros sectores, de que al hundirse un sistema reciente puede aparecer en su lugar otr más primitivo y por ende más arcaico; para emplear el símil de Freud: se dispara, no con fusiles, sino con flechas y arcos. Una pérdida de las últimas adquisiciones der la función de realidad (o adaptación) se suple, en caso de que sea suplida, con un modo de adaptación anterior. Es un principio que encontramos ya en la doctrina de la neurosis el que una adaptación deficiente es reemplazada por un modo de adaptación anterior, a saber, por una reanimación regresiva de la imago de los padres. En la neurosis, el producto sucedáneo es una fantasía de proveniencia y significación individuales, y faltan, salvo algunas huellas, aquellos rasgos arcaicos característicos de las fantasías de la esquizofrenia. En las neurosis nunca se trata de una verdadera pérdida de la realidad, sino sólo de una adulteración de ésta. En la esquizofrenia, en cambio, la realidad se ha perdido efectivamente, y en proporciones importantes. Un ejemplo sencillo al respecto lo tomo de un trabajo de mi discípulo Honegger (por desgracia fallecido harto prematuramente).

“Un paranoide de buena inteligencia, que conoce perfectamente la forma esférica de la tierra y su rotación alrededor del sol, reemplaza en su sistema las ideas astronómicas modernas por un sistema elaborado hasta el detalle, en el que la tierra es un disco plano por encima del cual se mueve el sol”. La Dra. Spielrein da asimismo algunos ejemplos muy interesantes de las definiciones arcaicas que en la enfermedad comienza a dominar sobre los significados de las palabras modernas. Por ejemplo, una paciente suya encontró exactamente el sentido mitológico del alcohol, la bebida que embiraga, al definirlo como “derrame de semen” (es decir, de “soma”). La misma paciente exponía un simbolismo del hervir paralelo a la visión alquimista de Zósimo. Este veía en el hueco del altar agua hirviente y en ella hombres que se transformaban. La paciente dice madre por tierra y por agua.

Mis anteriores observaciones acerca del reemplazo de la función de realidad perturbada, por sustitutos arcaicos, es corroborada por Spielrein, quien dice el la pág. 397 de su citado trabajo: “Más de una vez tuve la impresión de que los enfermos habían sido sencillamente víctimas de una superstición dominante en el pueblo”. En efecto, los enfermos ponen en vez de la realidad fantasías semejantes a concepciones del pasado que otrora también implicaban una función de realidad. Como muestra la visión de Zósimo, las antiguas supersticiones eran símbolos que trataban de expresar adecuadamente lo desconocido del mundo (y del alma). La concepción posibilita una captación de las cosas, es decir, un concepto de las mismas, expresión de una toma de posesión. El concepto corresponde funcionalmente al nombre de eficacia mágica. Que se adueña del objeto. De esta suerte, el último no sólo se hace inocuo, sino que además se incorpora al sistema psíquico, con lo cual se eleva la importancia y poder del espíritu humano. En un análogo significado del símbolo piensa también Spielrein cuando dice:

“Me parece que el símbolo debe su origen a la tendencia del complejo a disolverse en el todo general del pensamiento –De esta suerte se elimina del complejo lo personal- Esta tendencia a la disolución (transformación) de cada uno de los complejos, es el resorte de la poesía, de la pintura, de toda clase de arte”.

Sustituyendo el concepto “complejo” por el de valor energético (magnitud afectiva del complejo), no es difícil poner de acuerdo la opinión de Spielrein con la mía.

Parece como si a través de ese proceso de la formación analógica se alteró y aumentó paulatinamente el tesoro de representaciones y nombres. Se produjo de esa manera una ampliación de la imagen del mundo. Contenidos especialmente acentuados (“complejos de carga afectiva”) se reflejaron en numerosas analogías y crearon sinónimos cuyos objetos colocáronse así en el mágico dominio de acción de la psique. De esta suerte surgieron aquellas íntimas relaciones de analogía que Levy-Bruhl calificó acertadamente de “participación mística”. Es evidente que esa tendencia a descubrir analogías, que parte de contenidos de tonalidad afectiva, tiene enorme importancia para el desarrollo del espíritu humano. Tenemos que dar la razón a Steinthal cuando considera que debe reconocerse a la locución “igual a” una importancia inaudita en la historia de la evolución del pensamiento. Es fácil imaginar que la transmisión de la libido a analogías condujo a la humanidad primitiva a una serie de descubrimientos trascendentales.

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