Compenetración en la interacción de ansiedad entre psiquiatra y paciente

FRIEDA FROMM-REICHMANN

Frieda-Fromm-Reichmann

 Frieda Fromm-Reichmann

Frieda Fromm-Reichmann (1889-1957) fue una psiquiatra alemana contemporánea de Sigmund Freud, quien emigró a los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Su paciente más famosa, Joanne Greenberg, escribió una autobiografía novelada, Yo no te prometí un jardín de rosas, en un hospital mental. Fromm-Reichmann acuñó la expresión “madre esquizofrénica” que influenció al movimiento antipsiquiátrico. Colaboró estrechamente en institutos psicoanalíticos en Nueva York, con Erich Fromm, Clara Thompson, Harry S. Sullivan, David Rioch y Janet Rioch. Este documento corresponde a un segmento del Capítulo 2 de su libro Principios de psicología intensiva (1977), Buenos Aires: Editorial Paidós.

Donde hay falta de seguridad, hay ansiedad; donde hay ansiedad hay temor por la ansiedad de los demás. Por lo tanto, el psiquiatra inseguro tendrá miedo de la ansiedad de sus pacientes. De aquí que pueda querer desconocer tanto la ansiedad del paciente, como las experiencias que la engendran. Puede bloquear la tendencia de los pacientes de someter estas experiencias a la exploración psicoterapéutica, sintiéndose llamado a conformarlos prematuramente porque él mismo está necesitado de tranquilidad. Al hacerlo corre el peligro de trabar las verbalizaciones de sus pacientes y la pesquisa de un importante material emocional. Además, para el paciente, la ansiedad del psiquiatra representa una medida para juzgar sus propias cualidades provocadoras de ansiedad. Si el terapeuta es muy ansioso, el paciente puede tomar esto como una confirmación de su propio temor de ser amenazador, es decir, «malo». En otras palabras, la ansiedad del analista disminuye la autoestima del paciente.

Por ejemplo, un paciente puede confesar a su psiquiatra que tiene temor de sus impulsos de matar. El terapeuta, sintiéndose él mismo temeroso, puede tratar de mitigar el miedo del paciente con un comentario aparentemente tranquilizador y corriente, como por ejemplo, que pensamiento y acción no son idénticos, o que el pensar en matar no lo hace a uno criminal, etc. Al oír esto, el paciente se dará cuenta de que el médico está tanto o más temeroso que él, y este conocimiento aumentará a su vez el miedo del enfermo; o supondrá que el médico no ha captado su real temor de una verdadera acción destructora. En cualquier caso el paciente podrá sentirse impedido de volver a exponer su terrible miedo. Si en cambio, el terapeuta demuestra al paciente, por implicación, que aprecia el grado de ansiedad del paciente, sin verse envuelto él mismo en ella, dejará el camino expedito para la colaboración terapéutica posterior. Puede por ejemplo, hacer un comentario constructivo del siguiente tenor: «Me gustaría que me pudiera contar las dificultades que ha tenido con otras gentes en años anteriores y que lo hacen ahora sentirse con ganas de matar».

La premisa de que el psiquiatra debe ser capaz de resistir los estallidos hostiles de palabra y de acción del paciente, en modo alguno equivale a la sugerencia de que debe conceder a cada enfermo la libertad de expresar sus impulsos hostiles a voluntad. Muchos neuróticos, especialmente los histéricos, son dados a las dramatizaciones hostiles verbales y teatrales, ya sea por una exagerada obediencia a lecturas psicoanalíticas mal entendidas, o con la idea de poner a prueba la resistencia del psiquiatra, o de demorar la colaboración psicoterapéutica constructiva. En tales casos, el médico debe interferir en el despliegue de hostilidad del paciente. Hay que anotar, empero, que toma esta medida para el bien del paciente y del proceso psicoterapéutico y no llevado por su propia ansiedad.

Por otra parte, es verdad que aun psiquiatras con un sentido de seguridad bastante bien desarrollado, pueden a veces encontrarse con pacientes que les suscitan temor o ansiedad. Si el terapeuta tiene plena conciencia de su propia ansiedad, puede servirse de ella como guía para el entendimiento del sentido de las comunicaciones del paciente que las engendra y que de otro modo quedarían ocultas para ambos. La ansiedad del terapeuta puede ser provocada por los informes verbales respecto del material productor de la ansiedad, así como en relación con reales actos de violencia. El psiquiatra corre el riesgo de tratar a estos pacientes de acuerdo con sus propias ansiedades, en vez de abordar la ansiedad del paciente de una manera terapéuticamente válida.

En caso de amenaza o real acción violenta, el psiquiatra está justificado y obligado a expresar firmemente su negativa de servirle de blanco. También debe disponer que se tomen medidas de precaución adecuadas. Se postula esta actitud no sólo con miras a la protección del mismo médico, sino con igual interés en salvaguardar al paciente contra acciones cuyo recuerdo le lleven a la subestimación y al desprecio de sí mismo.

En caso de que la ansiedad del psiquiatra se deba a comunicaciones verbales, o cuando no pueda lograr alivio para sí mismo mediante medidas previsoras, el psiquiatra ansioso deberá sugerir al paciente cambiar de terapeuta y ayudarle a ello, a menos que pueda descubrir razones inconscientes de su ansiedad, que pueda resolver psicoanalíticamente.

En una publicación previa, referí una impresionante experiencia al respecto, a la que me vi sometida hace algunos años. Una paciente logró amedrentarme con su violencia. Es verdad que amenazaba repetidamente con golpearme o arrojarme piedras o apretarme con la puerta al entrar o salir de la pieza; sin embargo, muy poca cosa sucedió en verdad, salvo que recibí algunas bofetadas. He trabajado con pacientes, hombres y mujeres, más peligrosamente violentos sin tener miedo. Sabía, por lo tanto, que existían causas irracionales para mi temor a esta paciente. Puesto que esta ansiedad interfería con la psicoterapia, y dado que no quería abandonar a la enferma, tuve una discusión supervisora relativa a mi contratransferencia negativa y me hice consciente de sus razones, luego de lo cual quedó dominada. He aquí un registro de la sesión que siguió a la discusión supervisora. Encontré a la paciente en el parque del hospital, y me saludó como de costumbre, gritando: «Váyase al infierno», a lo que respondí, estando ahora suficientemente libre de ansiedad y temor: «Durante tres meses logró asustarme; sin embargo, ninguna de las dos conseguimos nada con ello, por lo tanto, ¿por qué no cesar?» Paciente: «Muy bien. Váyase… al cielo». Médico: «Esto tampoco sería útil, porque, si yo muriera, no podría tratar de ayudarla». Por entonces, la paciente se había dado cuenta de que mi temor, que por supuesto había sido una ofensa para ella, había desaparecido. Se agachó, arrancó un flor del suelo, y me la alcanzó ceremoniosamente diciendo: «Muy bien, vayamos a su casa y hagamos nuestro trabajo allí», cosa que hicimos. La implicación del pedido de la paciente de llevarla al consultorio de mi casa, era probar si realmente mi temor a su violencia había desaparecido. Si yo continuaba con miedo, era evidente que insistiría en ir al hospital, donde podría más fácilmente disponer de ayuda contra la agresión de un paciente. Después de esta entrevista y de mi aceptación al reto, se pudo reanudar entre paciente y médico una constructiva colaboración psicoterapéutica.

Además de la demostración de hostilidad de palabra y de hecho, las manifestaciones psicóticas en general pueden despertar ansiedad en algunos psiquiatras jóvenes. Pueden sentirse amenazados por el miedo de ver aparecer en sí mismos la sintomatología que observan.

Si el psiquiatra tiene la suerte de no temer a los pacientes psicóticos y de poder escuchar sus explosiones hostiles sin que sufra su sentido de seguridad, serán dos las consecuencias benéficas. Primero, que el hecho en sí de que el médico no se asusta, mitigará el miedo del paciente por su propia agresión y por lo tanto moderará su violencia, la que ha sido, en parte, generada por el temor. Segundo, la impertérrita recepción de parte del psiquiatra de los estallidos del paciente puede llevar a los siguientes hechos, válidos terapéuticamente, como ocurrió en el caso de una mujer catatónica muy trastornada, violenta, que había estado en tratamiento durante un año y medio sin que nunca agrediera al terapeuta. Un día entró en el consultorio y en lugar de sentarse, como era habitual, se quedó de pie junto al escritorio. Cuando se le preguntó el motivo, le contestó con gran sentimiento: «Debe admitir que nunca le hice nada a usted o a sus cosas en todo el tiempo en que he venido aquí a verla, no importa cuán molesta me haya sentido. Hoy, voy a tirar todas sus cosas del escritorio y después la voy a derribar a usted. Es mejor que llame a su mucama para que la proteja». Por suerte la psiquiatra no tenía miedo, por lo que pudo replicar, con toda firmeza y calma que no llamaría a nadie para defenderse. Si hubiera pedido ayuda contra un paciente que amenazaba violencia, pero que no lo demostraba con los hechos, en vez de concentrarse sobre la causa de esta amenaza, podría haber fácilmente echado a perder las perspectivas del tratamiento posterior. La doctora decidió encarar la situación de la siguiente manera: comprendía, dijo ella, que la paciente podía fácilmente derribarla si se le ocurriera hacerlo, puesto que ella era más joven, más fuerte, más alta y más ágil que la doctora. Tenía la esperanza, sin embargo, de que la paciente preferiría decirle las razones de su hostilidad actual. A esta sugerencia, la enferma replicó con mucho énfasis, en que no era el momento para que ella, una mujer americana nativa, discutiera con una médica alemana (recientemente naturalizada). «¿No sabe que hay una guerra?, continuó, los americanos y los alemanes en el frente no discuten, luchan.» A esto siguió otra invitación de llamar a la mucama para que protegiera a la doctora, y luego la sugerencia de la terapeuta en el sentido de que la diferencia de nacionalidad entre ambas no podía ser la razón del humor belicoso de la paciente. La doctora recordó a la enferma el hecho de que, en sus relaciones anteriores, nunca notó que la paciente tuviera prejuicios en favor de los americanos que habían inmigrado hacía muchas generaciones, en comparación a los que lo habían hecho recientemente. También mencionó que la paciente siempre conoció el origen alemán de la doctora, y de que previamente este hecho no había interferido en el intercambio psicoterapéutico. La enferma mantuvo su actitud amenazadora y su postura durante tres cuartos de hora, antes de acceder a los pedidos insistentes y reiterados de la terapeuta para discutir las razones reales de su enojo. Entonces, por último, dijo con considerable sentimiento, que una de las ordenanzas de la sala la había llamado «una inmunda, sucia homosexual». La psiquiatra inmediatamente expresó una preocupación verdadera y su intención de investigar y remediar la situación. La paciente estaba ahora completamente tranquila. Se sentó, encendió un cigarrillo y dijo; «Ya no es necesario investigar el incidente». Luego, miró el reloj, lamentó la cantidad de tiempo que había empleado en su explosión de hostilidad y sugirió que por lo menos los últimos minutos de la entrevista fueran usados para una labor psicoterapéutica seria.

La causa fundamental de la perturbación de la paciente no había sido tan sólo el hecho, que luego fue confirmado, de que la ordenanza la había llamado homosexual, sino que tal abuso implicara, que el hospital y su personal consideraban a la homosexualidad «inmunda y sucia». Para ella esta actitud estaba en directa contradicción con la declaración inicial de la terapeuta en su primera sesión, de que la homosexualidad no era algo de lo que había que avergonzarse, o motivo para ser hospitalizada, siempre que no obstaculizara la seguridad de la paciente de vivir entre los prejuiciados habitantes corrientes de esta cultura. De aquí que el abuso de la ordenanza llevara en si la connotación de que la psiquiatra no había sido sincera al manifestar la actitud sin prejuicios de ella misma y del hospital respecto de la homosexualidad. Por ello, la carga emocional de la paciente en el incidente fue inmediatamente retirada al divorciarse la psiquiatra de cualquier identificación con la ofensora. El incidente en conjunto fue luego utilizado para una investigación psicoterapéutica importante de la relación médico-paciente, con sus implicaciones respecto de la relación del paciente con otra gente.

Con el fin de ilustrar algunas otras facetas tranquilizadoras de la carencia de miedo del médico frente a la violencia de un paciente, daré como ejemplo una experiencia que mencioné en una publicación anterior. De ella aprendí de una manera impresionante la importancia que la actitud del médico tiene sobre el auto respeto del paciente. Debido a su agresividad, ésta enferma comparecía en las sesiones atada con sábanas. Un día le pregunté, a pedido del superintendente, si firmaría un cheque para nosotros. Como no se la había declarado legalmente insana, los pagos con sus fondos originados por su internación solamente podían hacerle con su firma. La paciente dijo que firmaría el cheque con agrado si la desataban. Al ir yo a buscar a las enfermeras e indicarles que lo hicieran, una idea empática que no puedo explicar, me hizo volver hacia la paciente*. Vi en su rostro una expresión de enorme desesperación y desaliento, que me decidió a liberarla yo misma. Después de su cura, ella pudo decirme que este acto había sido el punto de partida de su recuperación. El hacerlo yo misma, a pesar de su mayor altura, peso y vigor, llevaba la connotación para ella de que su doctora no la consideraba demasiado peligrosa, es decir, «demasiado mala» como para salir de su trastorno mental.

Otra consecuencia indeseable terapéuticamente, proveniente de la inseguridad del psiquiatra, es la que puede tener origen en un obstáculo que tiene una gran importancia en el desenvolvimiento de la personalidad y en la actitud interpersonal de mucha gente: me refiero al miedo de caer en el ridículo. Este temor ha llegado a ser una característica universal de la humanidad debido a la interrelación social de sus miembros y a que no es infrecuente usarlo como freno pedagógico por padres y maestros. Al respecto, hay algunas tribus indias que lo emplean como el único medio para educar a sus chicos y para criarlos de modo que respeten y acepten las costumbres de la tribu.

El psiquiatra puede temer el ridículo de sus colegas o de las secretarias de su clínica. Un paciente puede abandonarlo o llegar muy tarde a sus sesiones. El médico puede sentir temor a parecer ridículo ante otros pacientes o enfermeras de la sala, cuando un paciente trastornado y hospitalizado ensucia su traje arrojándole comida, escupiéndolo, manchándolo con materia fecal o cuando un paciente lo encierra en un cuarto, etc. Por supuesto, sería deseable que el médico pudiera vencer su miedo al ridículo. Realmente, si él pudiera automáticamente desarmaría a aquéllos ante quienes tiene miedo de aparecer ridículo. Pero no se puede esperar que siempre sea capaz de sobreponerse a este temor. La búsqueda de prestigio en nuestra cultura es tan grande, que interferirá con los esfuerzos de algunos médicos para desensibilizarse a ella. El psiquiatra adiestrado, sin embargo, puede tener noción de su temor y tratar de neutralizarlo, o si no tuviera éxito, puede crear un recurso que le permita evadir las situaciones que lo amenazan con la sensación de ridículo a los ojos del medio.

* «Empatia» es un término usado por H. S. Sullivan, al referirse al contagio o comunión emocional que existe entre la gente, fuera de la comunicación por las vías sensoriales o la palabra hablada. Me atengo a su pensamiento al usar este término. Sullivan decía que la empatía se observa primero entre los infantes y sus madres, y que su mayor importancia aparece al finalizar la infancia y al comienzo de la niñez, entre los seis y veintisiete meses. En parte, permanece con nosotros toda la vida. Mi regreso hacia la paciente es un ejemplo de su funcionamiento. La mayor parte de los lectores reconocerán su actuación en ciertas circunstancias interpersonales en ciertas ocasiones, y de manera muy útil en el trato del psiquiatra con sus pacientes en otras.

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